Miró
SE CUENTA que cuando el joven Miró decidió a los 26 años marcharse a París, abandonando su Barcelona natal, confesó a un amigo pintor: "Hay que irse. Si te quedas en Cataluña te mueres. Hay que convertirse en un catalán internacional". Es curioso pensar en los genios de la pintura universal que Cataluña ha proporcionado al mundo del siglo XX, desde quienes emigraron de ella -como Miró y Dalí, aunque a ella volvieron- hasta quienes la atravesaron, como Picasso, o los que nunca la abandonaron, como Tàpies.¿Quién iba a predecir, en aquellos años de fecundidad catalana, la carrera universal de aquel heredero de arte sanos y orfebres, mal estudiante de comercio y catalán por los cuatro costados? A pesar de las quejas, Cataluña era la región española más abierta al influjo europeo, y hasta su nacionalismo iba creciendo al mismo ritmo que el de sus conquistas artísticas y culturales. De alguna manera, y a pesar del fracaso de la primera exposición de Joan Miró en Barcelona, en 1918, Cataluña fue entonces el eslabón perdido entre España y Europa, uno de cuyos grandes testimonios acaba con la plácida y serena muerte del gran pintor desaparecido.
La figura de Joan Miró encierra en sí misma toda una lección de aventura artística, de entereza cívica y de serenidad histórica. Capaz de entregarse con su mejor ardor y juventud genial a los riesgos más vanguardistas de su tiempo, lo hizo siempre con ese tono imperturbable y tranquilo, con ese seny especial que le caracterizó, sin deslumbrar con escándalos ni declaraciones prefabricadas, como tan frecuente suele ser en el mundo del arte contemporáneo. En él la que hablaba era su obra, mientras el pintor buscaba siempre el refugio de su esencial moderación y serenidad. Miró fue un revolucionario tranquilo, el hombre que miraba hacia adentro, quien llevó a sus últimas consecuencias -hasta con su especial sentido del humor- el lema superrealista de la pintura automática.
Felizmente, la pintura fue una de las artes que el franquismo apenas pudo rozar durante los largos años de la censura y el dirigismo. Refugiado discreto en su España de siempre -Barcelona, Tarragona y Mallorca-, Miró pudo continuar su labor pintando silenciosamente en el interior para que su obra proclamara en el exterior, desde París y Nueva York, la presencia de uno de los pocos pintores universales de nuestro siglo.
Muerto casi sin parecerlo a los 90 años, sus larga y fecunda vida y obra constituyen una lección de historia que preconizó siempre los valores del civismo, la democracia y la libertad, fundados en la densidad del trabajo personal y presididos por la moderación y el humor. Quien firmó El segador en el pabellón de la República española en París, en 1937, o el célebre cartel de Aidez l'Espagne, fue el creador de una de las más ricas aventuras de la pintura actual, con la misma discreción de aquellos orfebres que le antecedieron. Se ha dicho que Miró miraba sin ojos, que miraba con todo el cuerpo. Hoy, en el luto por su muerte, la mirada de Miró sigue incesante, no ha terminado. Miró sigue mirando para siempre.
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