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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Euskadi como cuestión de Estado

Fernando Savater

"Es ridículo que el PSOE acepte convertirse en una versión doméstica de los Tercios de Flandes con base operativa en Euskadi", dice el autor de este trabajo en esta larga, lúcida y tensa meditación. "A los vascos hay que volver a interesarles en la idea de España, no asestársela como un puñetazo o un trágala", prosigue. El estudio examina los tres aspectos centrales de este tema: la cuestión nacional, la política y la militar, y descubre en las tres una serie de malentendidos evidentes. En la cuestión nacional y política señala que mientras el nacionalismo es un mal, la conciencia nacional es una necesidad, y que la democracia española sólo se consolidará si fomenta esta conciencia en Euskadi, ya que España es la única viabilidad posible para una democracia vasca. Y en la cuestión militar deja constancia de que no hay una guerra en Euskadi, ya que hablar de la misma es el mito heroico y sacrificial de ETA y sus corifeos; pero la militarizacion de los problemas corrompe la convivencia ciudadana.

Tanto el reduccionismo que pretende asimilar cada proceso histórico a otro supuestamente mejor conocido, como el pasmo ante la siempre dudosa novedad radical que presenta pueden ser fuentes de malentendimiento. En el caso del conflicto del País Vasco, la rareza del asunto ciega a menudo para apreciar que lo allí puesto en juego tiene numerosos correlatos e implicaciones con la crisis política y simbólica del Estado en la actualidad. Tal crisis -que el mejor pensamiento libertario supo prever con mayor nitidez que nadie- podría condensarse en este apotegma del sociólogo Daniel Bell: "El Estado nacional ha llegado a ser demasiado pequeño para los grandes problemas de la vida, y demasiado grande para los pequeños". Euskadi sirve como angustioso paradigma de las dificultades que hoy encuentra la legitimación social, del enésimo y ambivalente retoñar de ese tardorromanticismo político que es el nacionalismo, de las paradojas de la ideología revolucionaria more marxistico, de la esterilidad de la pura represión violenta para resolver cualquier disturbio de mayor tamaño que una algarada, del fracaso social y el éxito publicitario de la lucha armada en las sociedades democráticas, etcétera. En Euskadi hay una cuestión de Estado y un cuestionamiento del Estado, con tres aspectos diferenciables, pero no separables: el nacional, el político y el militar. Los trataremos ahora por separado y en su mutua relación.La cuestión nacional

Quien a estas alturas del siglo XX no tiemble aún al oír la palabra nacionalismo carece de la mínima sensibilidad histórica y nada aprendió de los dramas sangrientos vividos en los últimos 80 años. Y la misma reacción debería suscitar la voz patriotismo, pues debe saberse que tal es la noble denominación que recibe el nacionalismo propio, mientras que el ajeno parece siempre obcecado chovinismo. Es preciso distinguir entre conciencia nacional y nacionalismo: la primera es una forma sana y hasta lúc'ida de identidad social, mientras que el segundo tiene un origen traumático y comporta agresividad, narcisismo y delirio persecutorio. O, para decirlo con palabras de Isaiah Berlin, "el nacionalismo es una inflamación patológica de una conciencia nacional herida". Este es un punto importante: el nacionalismo nace por percusión, como resultado de un ataque o una proscripción. Nos hace nacionalistas quien niega nuestra identidad nacional, nos persigue por causa de ella o pretende imponernos la suya. Los últimos Estados nacionales que se constituyeron, o aquellos más amenazados por sus vecinos fueron los promotores del nacionalismo durante el siglo XIX: alemanes, italianos., polacos, irlandeses... Y más tarde, en España, vascos y catalanes. Pero la autoafirmación nacionalista pasa casi automáticamente del papel de agredido al de agresor, como si en toda víctima del imperialismo y el colonialismo hubiera una resentida nostalgia del imperialista y el colonialista que no le dejaron ejercer. No basta con llegar a ser: para ser del todo hay que ser mejor que los otros, contra los otros, por encima de los otros... De este modo, el nacionalismo se multiplica de manera geométrica, porque cada una de sus expresiones genera nacionalismo reactivo a su alrededor.

El nacionalismo es a la vez expansionista y aislacionista, subversivo y rígidamente organizador. Padece una fascinación fetichista por la identidad y un gusto coactivo por lo unánime, por lo popular, que se expresa en lo que el polemólogo Gaston Bouthoul llamó heterofobia, odio a lo otro, a lo que rompe la imagen unitaria y nativista en la que se han depositado todos los valores. El mal siempre está fuera y viene de fuera; so.n cómplices suyos quienes, estando dentro, demuestran menos fervor por la reivindicación colectiva. Las actitudes, ideas y comportamientos no son buenos o malos por su condición intrínseca o por las razones en que se sustentan, sino por ser nuestros, lo de aquí, etcétera. Esta condición militante de enfrentamiento ha hecho del nacionalismo la ideología bélica por excelencia. Ningún movimiento combativo de importancia durante el siglo pasado ni en éste ha podido prescindir mucho tiempo dél nacionalismo (la Revolución de Octubre soviética, que parecía una excepción, se incorporó también con Stalin al aire de los tiempos). Por otro lado, el nacionalismo se ha revelado compatible con todas las ideologías, del fascismo al comunismo, del imperialismo al anticolonialismo, y con todos los regímenes políticos, fuesen dictatoriales o democráticos. Las iglesias se han adaptado a él sin escándalo y lo han potenciado; los ateos y librepensadores han encontrado en su seno un sustitutivo de la religión. Como cualquier otra fuente importante de energía colectiva, el nacionalismo puede tener también usos puntualmente emancipadores. Ha servido en ocasiones para resistir a la explotación imperialista, a la abstracción burocrática estatal y para potenciar la gestión directa de los asuntos comunitarios por los individuos inmediatamente afectados por ellos. En Centroamérica se opone al expansionismo económico-norteamericano; en Hungría, Checoslovaquia y Polonia, a la tiranía soviética. En diversas zonas de Europa, los movimientos nacionalistas pugnan por lograr una concepción más descentralizada y flexible del Estado moderno, que quizá paradójicamente abra paso a un eficaz internacionalismo europeo, más respetuoso de las diferencias y menos gubernamentalmente particularista. Incluso puede que los conflictos nacionales sirvan de catalizador para el necesario deshielo civil de la Unión Soviética, según supone Héléne Carrere d'Encausse en L`Empire Eclaté.

El nacionalismo vasco ha brotado de la presión del nacionalismo español, y no va a suprimirse por decreto ni a fuerza de Guardia Civil. A fin de cuentas, el independentismo vasco es muy español, como bien supo ver Bergamín. Por algo les decía Ortega a sus lectores alemanes: "Les habla un hombre perteneciente a un pueblo caracterizado por sus 'guerras de independencia', en el orden territorial y en el orden intelectual". Es inútil lamentarse, como hacen los patriotas nacionalistas hispanos, de que los vascos no se sientan españoles. Nadie se siente perteneciente a una nación por la fuerza: todo lo contrario. Yo no me siento español (ni creo que me sintiera tal cosa aunque hubiera nacido en cualquier otra parte de este país), sino que me sé español, es decir, sé que a lo que yo soy desde el punto de vista estatal, cultural, histórico, lingüístico, etcétera, se le llama español. Tengo lazos afectivos e intereses políticos con la empresa comunitaria llamada actualmente España, y sanseacabó. Para sentirme español tendrían que prohibirme serlo, tendrían que marginarme o perseguirme por serlo, que es precisamente lo que les ha ocurrido a los vascos que se sienten vascos (y lo que comienza a pasar a determinadas personas que se sienten excluidas en Euskadi o Cataluña por la presión nacionalista). El único camino lógico para aliviar la inflamación nacionalista es que los vascos se vayan sabiendo libremente tales, es decir, que se respete plenamente su conciencia nacional, y que de este modo dejen de sentirse patéticamente patriotas, cese su dolorido resentirse euskaldún.

Para conseguir este objetivo, nada menos oportuno que arreciar el martilleo de tópicos patrioteros españolistas, que no hace más que hurgar en la herida y reavivar el nacionalismo abertzale con el mismo veneno que lo creó. Así, por ejemplo, el mito de "la sagrada unidad de España". La unidad de España puede ser conveniente, históricamente inevitable, políticamente práctica, etcétera, pero nunca sagrada. No hay nada de sagrado en ella, es decir, de intocable y eterno; no pertenece al reino de lo inmutable ni está por encima de los intereses y afanes de los individuos concretos que habitan el territorio nacional. Es un producto de guerras, convenios y maquiavélicas maniobras, como cualquier otra realidad histórica de la Europa moderna; puede ser entendida y administrada de 100 maneras diferentes, según convenga a quienes somos hoy socios de este Estado.

La cuestión política

Lo primero que hay que constatar es esto: el nacionalismo vasco, sentimiento surgido por obra y gracia de la represión (no olvidemos que ETA no es un fruto de la democracia, sino un regalito envenenado que nos dejó el franquismo), recibe un uso político en manos de determinados sectores..., luego no podrá ser contrarrestado más que por un uso político y no sentimental o arrebatado de la idea de España. Empefiarse en combatirlo a base de exasperar el nefasto patriotismo unitarista español sólo puede contribuir a mantenerlo y alentarlo. Es ridículo que el partido socialista acepte convertirse -en exclusivo beneficio de sus adversarios políticos- en una versión doméstica de los Tercios de Flandes con base operativa en Euskadi, sea en nombre del respeto a la "legalidad constitucional".. A los vascos hay que volver a interesarles en la idea de España, no asestársela como un puñetazo o un trágala. ¿A qué vienen esas proclamas chuscas sobre la cantidad de banderas españolas en que se va a envolver un posible lendakari socialista cuando llegue a Ajuria-Enea? ¿Qué sentido tiene empeñarse en encabezar una manifestación de repulsa contra un crimen terrorista con una pancarta pro Ejército, y así imponer en Bilbao algo que no hubiera sido de recibo ni en Barcelona ni en Madrid?

Es evidente que el nacionalismo vasco, cada vez más cerril y desvirtuado, se ha convertido en la ideología de los que no pueden vender otra. ¿Qué idea política mínimamente atendible les queda a los ultraconservadores del PNV o a los epilépticos de HB si se les retira la coartada abertzale? Obviamente, ninguna. Es decir, ninguna que pueda mover a un número considerable de personas. Son partidos que viven del recuerdo de los agravios pasados y de la magnificación de los errores presentes, estructuras políticas de la paranoia heterófoba de signo conservador-reaccionario o conservador-marxista/leninista. Su banderín de enganche es la persecución que ya no sufren, que ya no debe sufrir en modo alguno en la España democrática ninguna de las expresiones de la conciencia nacional vasca: ¿por qué, entonces, alentar el fantasma intolerable de tal persecución con tiquismiquis de cuarto de banderas, chinchorrerías leguleyas al euskera o a las ikastolas, aplazamientos encorcorantes de la puesta en práctica del Estatuto de Autonomía? Es inútil reprocharles su mala fe cazurra porque estos grupos viven políticamente de su mala fe: lo urgente es privar a ese resentimiento manipulado que les sirve de plataforma electoral de su base objetiva en la mala fe españolista. Y esa base -¡ay!- aún existe.

La evolución política del nacionalismo vasco en los últimos años es muy ilustrativa. De reivindicaciones concretas y legítimas, como la lengua, la bandera, la autonomía, etcétera, se ha ido pasando a una pura y cada vez más descualificada hostilidad contra lo español, nacida, lógicamente, en el período histórico de opresión anterior, conservada y fomentada hoy como única seña de identidad políticamente rentable. De tal modo que españolista es todo lo que no conviene y contraría al seudorracial clericalismo emboinado del PNV o al delirio marxista-jomeinista de HB, aunque lo denostado sea una actitud de validez universal más o menos internacional que nada tenga que ver con la reivindicación de la España imperial. Se sigue utilizando el "está contra nosotros" o "el anti-vasco", como si eso dispensara de razonar la refutación de la postura ajena, o como si ser vasco fuera algo unívoco y unánime, como ser granito o ser geranio. La paradoja esencial de ETA y sus adláteres de servicios auxiliares brota también de esta misma raíz: pese a los trabajosos análisis políticos con los que de cuando en cuando se descuelgan los teóricos de la organización, está bien claro que, salvo la utilización del reseritimiento nacionalista, poco les queda de exportable y válido ante una opinión pública que, aunque no demasiado desarrollada culturalmente, ya va familiarizándose con el siglo XX por medio de la televisión y las revistas ilustradas. De su lema "independencia y socialismo", el primer miembro del binómio no tiene ningún contenido político positivo, y sólo funciona como actitud (fundamentalmente verbal en la mayoría de los casos) de máximo rechazo del españolismo; en cuanto al socialismo al que se aspira a llegar por la vía de tal independencia nacional, no debe ser el de esos Marx y Engels que tanto desprecio sentían por los pueblos, meros detritus históricos, que se han mantenido aislados en sus tradiciones sin incorpprarse al cosmopolitismo industrial europeo, pueblos tales conjo "los bretones, vascos, eslavos, etcétera...". En cualquier caso, cuando quieren movilizar a la, gente, tienen que apelar a la ikurriña o al euskera, no a la revolución marxista-leninista.

La democracia es un principio político único, pero sus normas de aplicación en, cada país concreto deben adaptarse de forma máximarnente flexible a las peculiaridades nacionales de éste. Ninguna fórmula democrática puede prosperar en el País Vasco sin una explícita y simbólicamente inequívoca aceptación de su conciencia nacional: o se tiene esto muy claro en la práctica, o se va hacia un desastroso enfrentamiento civil. El resto de España, de la fáctica y la contra-fáctica, debe asumir de una vez que la democracia en Euskadi tiene que ser, en primer lugar, y necesariamente, vasca; los vascos menos ilusos y mejor ilusionados ya sabemos hoy que la única garantía de viabilidad de tal democracia vasca es el proyecto social y político llamado actualmente España.

La cuestión militar

Ante todo, es preciso dejar bien sentado que en Euskadi no hay una guerra. Desde Hobbes sabemos que el Estado nace para acabar con la guerra civil permanente, por lo que, o hay guerra civil o hay Estado. Creo que en España hay un Estado, por lo que es inadmisible hablar de guerra; aún peor sería suponer ni siquiera como hipérbele que hay una guerra entre España y Euskadi, una guerra de españoles contra los vascos, mito heroico y sacrificial que es precisamente lo que ETA y sus corifeos se empeñan en demostrar día tras día, con la involuntaria complicidad de quienes menos debieran prestársela. Pero lo que sí hay, por desdicha, es una militarización de problemas que tendrían que ser planteados por vía política, y esa militarización corrompe hasta lo más íntimo la normal convivencia ciudadana. Un ejemplo de la suspicacia reinante y de la imposibilidad de pensar en términos civiles, es decir, no primariamente bélicos -"ellos o nosotros"es lo ocurrido con el Movimiento por la Paz y la no Violencia que algunos intentamos hacer nacer. Tras la presentación del Movimiento en Bilbao y Madrid, me enteré en el transcurso de pocas horas, de que:

a) El PNV había decretado que todo era un montaje del PSOE para lanzar a Txiki Benegas y propalaba que la policía había dejado sus restantes ocupaciones para dedicarse con entusiasmo a pegar nuestros carteles.

b) Que algunos destacados dirigentes del PSOE asistentes a las presentaciones estaban disgustados porque se habían equiparado las distintas violencias y no había quedado suficientemente claro que la mala de verdad es la de los otros.

c) En vista de lo cual hablé con una amiga a la que había dejado varios folletos del Movimiento para que los repartiese, y me contó que la primera persona a la que le ofreció uno -un militante del PSOE, por más señas- lo rechazó muy indignado, diciéndole que sabía de buena tinta que todo era un montaje del PC. Nadie leyó el manifiesto, nadie esperó a ver qué es lo que hacíamos, nadie aprovechó la ocasión para intentar pensar y actuar con independencia del reparto de papeles establecido: en Euskadi hay que ponerse el pasamontañas o el tricornio, hay que elegir campo y meterse de cabeza en la trinchera. ¡Fir ... mes! ¡Aaaa ... punten! Etcétera. Podemos decir, con el viejo Terencio: "Nostri nosmet poenitet" ("Nosotros mismos somos nuestra penitencia").

ETA no defiende al pueblo vasco de nada, salvo si se considera defensiva esa constante provocación que atrae sobre la población civil los contraataques de la represión. Es una defensa similar a la que proporciona la instalación en un país de cohetes nucleares: el resultado es que aumentan las posibilidades de convertirse en blanco del adversario. La lógica militar es bastante semejante en todos los campos y llega a resultados muy parecidos. En Euskadi, la militarización de la lucha política no ha servido para aliviar ni uno solo de los problemas de la clase trabajadora, ni para conseguir mayores libertades públicas, ni para hacer más solidaria, ilustrada y fraterna la vida entre los vascos. Todo lo contrario: ha terminado con la mayoría de los interesantes movimientos alternativos de transformación de la vida cotidiana que existían hace unos años, ha alimentado una represión que en otras condiciones ya se habría desvanecido como un recuerdo del pasado, ha ensombrecido la imagen de los vascos en el exterior de Euskadi (y no sólo en el resto de España), ha exasperado los recelos y la hostilidad mutua, ha empeorado las condiciones económicas, ha vetado la difusión de una expansión cultural en euskera y castellano, no presidida por la obsesión de la muerte y de la sangre. Pero, sobre todo, ha contribuido a brutalizar las conciencias, insensibilizándolas por el roce permanente del crimen. Con el mayor desparpajo, ETA negocia sus muertos y los ajenos, administra publicitariamente sus presos, pide una amnistía que ya tuvo y violó de inmediato, porque sin cadáveres y sin encarcelados no tiene razón de ser. Incluso tratándose de la vida humana, aplica lo peor de la lógica del capital y de la chapuza de compadres: como no le sacan su publicidad por TVE, se carga al pobre capitán farmacéutico -cuestión de marketing-, pero luego libera al industrial PNV que, lógicamente, cuenta con mejores valedores y tiene más recursos. Todavía hay clases..., incluso dentro de la lucha de clases.

Pero la repugnancia que suscita ETA y sus estúpidos comparsas no puede hacer olvidar los valores que precisamente ha de defender la democracia entre ellos. En un excelente artículo titulado Fuerza y legitimidad del Estado (Leviatán, nº 12), concluye José Ramón Recalde: "Un modelo democrático y socialista tiene, como precio a pagar por la mejor calidad de la sociedad que proyecta, la necesidad de tratar al violento de acuerdo con los valores propios del modelo, y no con los de este violento". Éste es el gran reto que tienen hoy las democracias avanzadas en todo el mundo: defender la libertad sin inmolarla con una mano, mientras se la pretende apuntalar con la otra, resistir la fascinación de la eficacia que nos tienta con pasamos al enemigo a base de adoptar miméticamente sus métodos y su estrategia, no dudar de que la legitimidad del Estado es el respeto escrupuloso a la dignidad de los individuos, dignidad que merecen por el solo hecho de ser hombres, y no por buenos o malos ciudadanos. El mayor triunfo, incluso aunque fuese póstumo, del terrorismo etarra sería que el Gobierno, respaldado por la inmensa mayoría, adoptara procedimientos canibalescos.

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