Recurso al sueño
Que no se enfaden los antipacifistas, porque es sólo un sueño. La protagonista es una niña de seis años que no entiende de armas convencionales ni de las conversaciones de Ginebra. De los misiles algo sabe, porque, viendo la foto de un misil de crucero en un periódico, preguntó a su padre "cómo funcionaba aquel juguete", probablemente condicionada por el bombardeo de la publicidad, que en estos días invade los ojos con los regalos que los grandes deben comprar a los pequeños.El sueño de la pequeña Ana era, sin embargo, curioso. Intentaba contárselo a su papá por la mañana, mientras éste se afeitaba deprisa. Y, claro, no hacía ni caso a la pequeña, aunque fingía que estaba escuchando. La niña se dio cuenta y, enfadada, a mitad de la explicación de su sueño, refunfuñó: "Pero si ni te estás enterando, papá". Y volvió a empezar. Freud sí la hubiese escuchado con mayor atención. El sueño contaba una fiesta que la niña se había imaginado durante la noche en la casa de una compañera de clase. Muchos niños y niñas, mucho ruido y mucho juego. Se habían creado dos bandos: varones contra hembras. Y se jugó a la pelea. El primer regimiento se parapetó en una habitación. El segundo, en el pasillo. Al principio, las niñas no querían jugar a aquello, y los niños, sí, aunque Ana explicó que al final se mezclaron todos en el juego y en cada grupo había varones y hembras. Todos preparados con armas convencionales: desde escobas hasta paraguas y muñecos viejos cogidos por las piernas de goma. La habitación daba a un balcón. El grupo en el que dominaban los niños tuvo una idea: cerrar la salida, amontonando en la puerta todas las sillas de la casa y hasta una mesa, para después atacarlas por la ventana del balcón. Y así lo hicieron. Mientras tanto, se hizo un gran silencio, que duraba tanto que el grupo encerrado en la habitación, aburrido, se cansó del juego y cambió de idea. Abandonaron las armas sobre la cama y se sentaron en el suelo, jugando en grupos a cosas tranquilas. El líder del grupo propuso una broma: cuando entren para luchar, haremos como si nos los conociésemos y seguiremos jugando en el suelo.
Mientras tanto, el grupo que se había preparado para el ataque por sorpresa se había armado hasta los ojos con armaduras y todo. Y, de golpe, entraron por el balcón, armas en ristre. Viendo a sus enemigos jugando y sentados en el suelo, riéndose y hasta escuchando a uno que tocaba una guitarra, se enfadaron muchísimo. Intentaron azuzarles a la lucha, pinchándoles con las armas en el trasero, pero no hubo modo de distraerles. Derrotados, se retiraron diciendo: "¡Qué estúpido!". El papá le preguntó a Ana qué habían hecho después los soldados burlados, y respondió: "No me acuerdo, creo que se fueron a jugar a la calle".
El día anterior, y esto ya no es un sueño, en una fiesta verdadera de niños, mientras éstos jugaban en una habitación, los papás y mamás de los pequeños discutían en el salón de sus cosas. De repente, se oyó un crujido de cristales rotos. Salió el papá de la niña de la casa para ver lo ocurrido. Y volvió sonriendo: "Se han cargado una ventana", dijo, sin inmutarse. Y añadió . "En otra ocasión, me hubiese enfadado mucho y les hubiese dado un buen azote. Hoy, no. Creo que a los niños hay que dejarles que hagan lo que quieran y permitir-
Pasa a la página 10
Recurso al sueño
Viene de la página 9
les que se diviertan como prefieran mientras tengan aún tiempo, antes de que los misiles de crucero nos revienten a todos". Estaba encendida la televisión, aunque nadie la escuchaba. Pero, en el momento del estampido de cristales, se habían producido unos instantes de silencio embarazoso y se pudo oír algo del programa que estaban transmitiendo. Era un reportaje sobre una comuna de punkies. Un periodista había intentado entrar a entrevistarles. Se oían, lejanas, las respuestas: "¿Por qué no te vas a la mierda? ¿Por qué vienes a tocarnos ... ?". Las palabras eran confusas y la televisión las escribía en sobreimpresión. Por fin, uno respondió cara a cara al periodista intruso: "Nuestra filosofía es, hoy", dijo, "sólo esperar", porque, comentaba el punky con una gran cresta de gallo en la cabeza, "lo máximo que falta para que estalle la bomba atómica son dos años, y no queremos molestarnos en hacer nada". Horas después, se iba a representar en Roma, a puerta cerrada, para algunos directores de periódicos y hombres políticos, la película El día después. Habían asegurado que asistiría el anciano y popular presidente de la República, Sandro Pertini. Pero no apareció. No hubo explicaciones. La niña del sueño, que había oído la conversación sobre Pertini, respondió: "Porque es bueno y no cree que eso pasará". Sus palabras planteaban un problema: creer o no creer que llegará el día después. Sentarse a esperar o seguir andando. Dejar que los niños rompan los cristales y naden en los caprichos, o seguir pegándoles con la zapatilla y preocupándose de que hagan bien sus deberes.
Condenados ya a la guerra o libres aún para la paz, rebelándonos a creer que está perdida. ¿Dramáticamente condenados a creer que estamos ya muertos o autorizados a seguir creyendo que podríamos no morir aún así?
Y junto con la niña, también un psicoanalista, el más famoso de Italia, Franco Fornari, autor del libro Psicoanálisis de la guerra, tuvo un día un sueño. Lo contó ante 1.000 jóvenes universitarios. Dijo que él, que es un ateo, había soñado que quizá la única clave para que el mundo no se destruya atómicamente esté en esas palabras, que son las más paradójicas de todo el Evangelio: las que dicen que hay que extender el amor a los enemigos. O sea que la solución a la paz pasa hoy también por los sueños. Pero ¿cuántos creen aún en los sueños, fuera de aquel loco de Freud?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.