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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

China y Japón miran al siglo XXI

SE ACABA de confirmar el viaje a Washington, el mes próximo, del primer ministro chino. A pesar de varios gestos de EE UU con respecto a Taiwan que han sentado muy mal en Pekín, el Gobierno chino ha optado con acierto por una política de presencia; sin duda, Zhao Zi yang insistirá en que Washington ponga fin a una serie de residuos de la política de las dos Chinas; pero lo hará no con ausencias más o menos significativas, sino ha blando con los dirigentes norteamericanos y preparando la visita de Reagan a China el próximo mes de abril. Al mismo tiempo, Pekín lleva adelante sus negociaciones con Moscú para llegar a una normalización. China está, pues, ocupando un espacio cada vez más indiscutible en la escena mundial. Pero hay indicios, que no conviene subestimar, de un proceso en profundidad, de acercamiento, entre Japón y China que, de materializarse, puede tener consecuencias de largo alcance.A finales de noviembre, Hu Yaobang, secretario general del Partido Comunista chino, realizó un viaje a Japón; Hu es la más alta jerarquía del partido. A diferencia de Deng Siaoping, es relativamente joven; es, sin duda, el hombre del porvenir en el actual equipo dirigente. A pesar de que no desempeña ningún cargo estatal, Hu ha sido recibido en el palacio imperial por el anciano soberano y ha hablado en una sesión especial de la Dieta, a punto de disolverse. Una serie de aspectos excepcionales que le han caracterizado aconsejan considerar el viaje un marco no exclusivamente limitado a la política inmediata. La visita de Hu tuvo momentos cargados de simbolismo, como la inauguración en Nagasaki, una de las dos ciudades destruidas por armas atómicas, de un templo a Confucio, reconstruido con participación de especialistas chinos. Después de una etapa larga de desconfianza, derivada de las agresiones niponas de los años treinta, las relaciones entre China y Japón están adquiriendo una gran consistencia. No menos de seis ministros japoneses asistieron hace dos meses en Pekín a unas conversaciones entre los dos Gobiernos sobre sus relaciones futuras. Quizá el hecho más significativo en este plano sea el coloquio que se ha celebrado en Tokio, hace pocos días, para examinar "las mejores vías para desarrollar las relaciones entre los dos países en el siglo XXI". Es un hecho singular, único. Ese enfoque de los problemas de cara al siglo próximo refleja un rasgo de la mentalidad asiática, que mide el tiempo con ritmos más largos que la europea; responde, sin duda, a una exigencia de sentido común: no cabe verdadera política internacional sin una visión de futuro a largo plazo. En un mundo que tiende a articularse en grandes regiones (la tendencia en ese sentido es obvia), es lógico que entre Japón y China salga a flote cierta identidad de civilización y de valores comunes que puede enmarcar las relaciones políticas y económicas de cada día.

En el terreno político y estratégico, un punto importante de coincidencia en las conversaciones de Hu Yao-bang en Tokio ha sido la necesidad de una respuesta común a la amenaza que representan los SS-20 colocados por la URSS en su territorio asiático. En el terreno económico, las relaciones aún no han adquirido un volumen impresionante; pero es evidente que para China, obsesionada con la modernización de su economía, las relaciones económicas y tecnológicas con Japón pueden ayudarle, en cierto modo, a saltar una etapa, a establecer contacto con la tercera revolución científico-industrial y obtener así posibilidades de acelerar su salida del subdesarrollo hacia niveles contemporáneos.

No son pequeños los obstáculos que se levantan frente a una evolución como la diseñada más arriba: en Japón, las tentaciones de un nuevo nacionalismo militarista, que tanto EE UU como el partido gobernante están alimentando, y que llevaría, más tarde o más temprano, a un choque con sus vecinos. En China, las resistencias al proceso de modernización, el rebrote de viejos dogmatismos, que parecen aflorar en las campañas actuales "contra la contaminación espiritual". En cualquier caso, la intensificación que se perfila de las relaciones entre China y Japón puede ayudar a ambos a no convertirse en cartas de las superpotencias. Es más: ante la descomposición del sistema bipolar que ha regido la vida internacional desde la segunda guerra mundial, la afirmación de un papel creciente de China y Japón contribuirá a insertar mayor pluralidad en las relaciones mundiales. Puede ser un factor particularmente positivo para que Europa pueda afirmar su propia independencia; a condición, claro está, de que Europa sea capaz de encontrar su identidad, cosa no muy clara después de Atenas.

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