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Entre el sexo y la trascendencia

Acabo de recibir de París, y enviada por su autor, una novela de Pierre Emmanuel. Su título: Car enfin je vous aime.

¿De qué se trata? Sencillamente, del estudio, en varias perspectivas, de la pasión del protagonista por una extraña mujer. Esto no es nada nuevo, evidentemente. La originalidad del relato está, a mi modo de ver, en dos cosas. Quizá, mejor, en tres. Una, la versión de ese amor -amor carnal y amor espiritual, por supuesto- desde el enfoque de diversos personajes que, en el fondo, son uno y el mismo, a saber, Pierre Emmanuel.

Segunda, en los finísimos, insistentes y laberínticos análisis psicológicos a los que se somete, el más mínimo gesto, la más insignificante conducta, cualquier palabra a medio decir. Todo. La lectura nos sumerge, por tanto, en una impalpable e inexorable red interpretativa que nos aprisiona y nos obliga al esfuerzo de no perdernos en el dédalo de las valoraciones, las matizaciones, las aprensiones del autor y, cómo no, sus, agobiantes obsesiones.

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Por fin, y esto es lo decisivo, hay en todas y cada una de las páginas del libro un afán constante por entender a fondo el misterio de la sexualidad. El misterio de la coyunda hombre-mujer. La incógnita, inquietante y desafiadora, de la cópula. ¿Qué hay detrás del exigente, del urgente impulso erótico? ¿Es la carne algo despreciable, algo subalterno o, al revés, algo decisivo y esencial?

Para Pierre Emmanuel, "todo comienza y todo crece por los sentidos". Todo. Incluso las máximas inquietudes mentales. Los sentidos son algo así como el arco toral del conocimiento. Como el portón de toda metafísica. Las cosas -la sexualidad- existen primero en nosotros y, después, en sí mismas. La vida, la existencia en sentido amplio no se fabrica, ni mucho menos, con ideas. Si se incide en la tentación de atarse a los conceptos, pronto se cae en el onanismo del espíritu. Lo natural, lo inmediatamente dado en el cuerpo y para el cuerpo, la potencia animal, es lo sagrado. Es un misterio que linda con lo religioso, cuya última forma sería la de la mujer que se entrega. Pierre Emmanuel, poeta católico -yo creo que el más grande poeta católico de nuestro tiempo- llega a afirmar que sólo hay un misterio más trascendente que el de la mujer que se da: "el misterio del acercamiento de Dios". El misterio de la gran donación.

Si entendemos la última esencia de lo sexual, en su aparición nuda y exenta, como una realidad a la que el espíritu no debe turbar "con sus dudas y sus remordimientos", entonces la cópula se instala más allá de las palabras, más allá del pensamiento. El verbo, investido en la carne, enmudece. Los actores ya no se preguntan quién es uno y quién es el otro. Cuerpo doble y doble identidad: diálogo de la unidad. De la unidad imposible. De la distancia anulada y, sin embargo, infranqueable. Por eso, concluida la relación erótica" sigue resonando en la pareja "a través de mil equivalencias". Las equivalencias que la música interior de la sexualidad despertó en sus servidores.

Todo esto es como el entramado vivencial de las búsquedas en el misterio del hombre y de la mujer. A su favor, y caminando

Pasa a la página 12

Entre el sexo y la trascendencia

Viene de la página 11con dificultad, Pierre Emmanuel adivina, desea adivinar, otra realidad. ¿Cuál? La de la trascedencia. Este es el torcedor que, de una u otra forma, atraviesa todas las obras del poeta y les confiere ese aire de dramática aproximación a lo divino. ¿Para qué? Para entender el ser de la criatura humana. Para justificarlo. Y, en último extremo, para encararse con la otra realidad, con la realidad ineluctable: la de la muerte.

Por eso el autor va descubriendo, merced a sus relaciones eróticas, cómo todo hombre no es, en última instancia, sino el producto del renacer del individuo en todas y cada una de las mujeres que amó. Mas si esto es así, el ayuntamiento carnal no basta. O basta en muy estricto grado. Porque la mujer que se entrega, la mujer -las mujeres- que se ofrecieron al protagonista son cuerpo y más que cuerpo. Y, por ende, no es sólo la comunión material -con ser decisiva- la que puede engendrar ese diálogo de la unidad que el protagonista postula, ese extraño diálogo del frenesí amoroso. Por eso se necesita, incluso para la fidelidad más a flor de piel y más somera, que sobre ella sea injertada una fidelidad más honda. Y esta última sólo es posible si el amante es capaz de captar, con absoluto rigor, la trama vital de su pareja. Desde este momento, y sin que Pierre Emmanuel pueda evitarlo, el espíritu se le cuela por los entresijos del cuerpo y le deja inerme y desorientado.

Aquí comienza, de verdad, el problema del escritor. Un ser que, llegado a este punto, inquiere, con drama y con angustia, en la auténtica consistencia del amor. ¿Dónde está? ¿Por qué nos transforma y, sin embargo, no nos regala seguridad? ¿Atisbamos por las estrechas mafias de la cópula al Ser absoluto, esto es, a Dios? ¿Será acaso todo esto no más que "retórica profunda"? Por las páginas de la novela -más disección analítica que novela propiamente dicha- circula, inexorable, la duda. El cuestionamiento de todo. La puesta en cuestión universal. Para mí, lo valioso de este libro es su dimensión testimonial. Su recorrido por el paisaje de la vida al que nuestro hombre se aferra sin incorporarlo definitivamente.

Y no le vale su fuerte poder de encubrimiento. Quiero decir, su facilidad para ampararse en todos y cada uno de los actores del relato. Pierre Emmanuel es, al tiempo, el conquistador, la conquistada, el amigo sincero y crítico, las diversas compañías femeninas, las aventuras efímeras. Desdoblamiento tras desdoblamiento, cópula tras cópula, y divagación tras divagación, una y otra vez surge la actividad corrosiva del espíritu. La de la afirmación y la duda simultánea. El aguafiestas inesquivable y conflictivo.

Y, sin embargo, el poeta, en uno de sus máximos libros, Una, dejó escrito que "el cuerpo es la lengua universal". El juego erótico, ¿puede bastarnos? Porque el diálogo de la unidad, en el amor, conduce a la fusión, a la transmutación, a la incorporación. A la comunión. Y si la unidad se torna absoluta, Una, entonces lo que se logra es el desemboque en la muerte. Mas esto no parece hacedero.

¿Por qué? Pues porque la significación radical del amor como una totalidad que va más allá de la misma pareja, del amor como "una donación que se da", según la magnífica sentencia de Francisco de Villalobos, se nos escapa. La furia genesiaca nos obliga a pensar. Pero las radicalidades más definitorias de la vida apenas si necesitan el filo aguzado del raciocinio. Lo que exigen, en última instancia, es entrega indiscriminada. Como la entrega al hecho de la desaparición total, de la anilación por siempre jamás. Indaga Pierre Emmanuel en la imaginable existencia de algo que ligue el acto erótico con la muerte porque eso equivaldría a situar el problema en los confines de la realidad humana. En los confines por los que rondaron Schopenhauer y Bataille o, si se quiere, Sade y Lawrence. Pero que nadie traspasó. El propio poeta, cargado con la enseña del pecado -"el mal es mi unción"- o sometido al ardor erótico que "quema sin consumir", no remata de comprender. Extrañamente -nos dice en otro poema- "fui aclarado antes de comprender". Y ahí quedó. En la imposibilidad de reconciliar el cuerpo con el alma. Por eso será necesario que los amantes "al final se aprieten, aunque sólo sea en el acto de morir". En la espera de la resurrección.

En la novela, y ante uno de los protagonistas en trance de muerte, se nos dice cómo "por su aire de juventud" hubo la sospecha "de que se moría". La mocedad que vuelve con la muerte es como la sospecha inefable de la resurrección. ¿En quién? ¿En la pareja ya fenecida? ¿En el amor físico fugaz, pero poderoso? ¿En la pura y conmovedora trascendencia? Esta es la adivinanza. Pierre Emmanuel, situado, una vez más, entre el amor -el amor total- y las ideas -las ideas radicales-, oscila, pregunta, clama y busca la luz transracional. Con una sola arma: la pasión.

Por eso, si para él hay instancias en las que lo mejor es no pensar, existe una en la que la obligación intelectual queda, desde luego, anulada: la realidad de Dios. ¿Por qué? Porque es "el único ser en el mundo del que no es obligado pensar para que esté presente y muy cercano". Esto me recuerda la inscripción que Jung hizo grabar en el frontispicio de su casa en Küsnacht: "Vocatus, atque non vocatus, Deus anderit" ("Invocado, o no invocado, Dios se hará presente").

Dios acude a las minas profundas del inconsciente. Dios acude a los túneles del erotismo y sus aporías. Pierre Emmanuel, buscador del sexo, queda, así, entendido. Entendido y justificado.

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