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Tribuna
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La larga noche del exilio

En los salones del Beit Hansi, en Jerusalén (la residencia presidencial), escuché un coro inusual y patético. Hombres y mujeres entre 55 y 70 años de edad, judíos griegos de Salónica, que en el campo de la muerte en Auschwitz se habían reunido durante la guerra, buscando en la canción consuelo y supervivencia. Era un día cálido. Los vestidos y camisas sin mangas mostraban los números tatuados en los brazos por los nazis. Sus canciones eran lamentos, y uno de los lamentos decía: "Haber venido desde tan lejos, de Sefarad, a morir en Polonia". (Sefarad, España.)A la llora de su mayor tragedia añoraron una tierra en la cual nunca habían estado, de la cual sus antepasados habían sido expulsados o en la que fueron exterminados, a la cual conocían por relatos de padres e hijos. Vivían un exilio que ya duraba 500 años.

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La herida del regreso

Eso es el exilio. Interminable. Sin consuelo. Sin final. Un estado de desarraigo que el paso del tiempo debiera curar. Pero el tiempo se mostró incapaz de hacerlo.

Los inmigrantes se adaptan. Para el exiliado, la adaptación significa una derrota, una humillación. Los inmigrantes se sienten orgullosos de sus triunfos en la nueva tierra. Para un exiliado no hay nueva tierra; sólo un momento de transición, aunque dure cinco siglos. Si triunfa, lo admite sin orgullo, con resignación. El exilio es pensado como un castigo por los verdugos, vivido como un castigo por las víctimas.

Después de una vida de plenitud intelectual, notoriedad y controversia, de haber sido una de las mentes que mayor influencia mantuvo sobre 30 años de cultura en Estado Unidos, le fue imposible a la refugiada alemana Hanna Arendt, autora, entre otros libros fundamentales, de Los orígenes del totalitarismo, encontrar un lugar propio. "Simplemente no encajo", se definió. Al comentar esta situación de la profesora Arendt, el autor Anthony Heilbut, en su libro Exiliados en el Paraíso, sobre los intelectuales y artistas alemanes refugiados del nazismo en Estados Unidos, escribió: "Estas palabras hablaban por una generación de exiliados que, como Arendt, se encontraron desraizados de toda disciplina académica o cultura nacional". Una generación que incluyó a Albert Einstein, Thomas Mann, Bertold Brecht, Billy Wilder, Herbert Marcuse, Otto Preminger, Max Ophuls, Erich Maria Remarque.

La literatura ha creado la idea de muchos exilios: sentirse exiliado; vivir un exilio interior; exiliarse de la rutina; exiliarse en el tiempo, hacia la memoria. Sin embargo, el único exilio verdadero es el que aleja del lugar al cual se pertenece, al cual se quiere seguir perteneciendo.

En la casi totalidad de los casos, el exilio ha significado salvar la vida. Es la única alegría del exiliado. Y a pesar de que es un hecho de tamaña vitalidad, se va desdibujando con el tiempo, sin que pueda ser reemplazada con otros hechos que también ofrezcan la sensación de estar vivo.

El exiliado vive como una pérdida todo lo que le ocurre, aun cuando la obligación de mostrarse adaptado le haga sublimar esta depresión. Incluso lo que parece constituirse en la gran reparación que lograr en el exilio, el nacimiento de un hijo o de un nieto, para el exiliado serán los hijos y nietos del exilio, los que debieron nacer en otro lugar. Y la misma sensación abruma a esos hijos y nietos, que se asumen como parte del exilio.

La gran mayoría de los intelec tuales latinoamericanos ha sufrido el exilio alguna vez. De los más grandes novelistas de la actualidad en América Latina -el peruano Mario Vargas Llosa, el colom biano Gabriel García Márquez, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el chileno Ariel Dorfman, el cubano Guillermo Cabrera Infante, el me xicano Carlos Fuentes, el uruguayo Juan Carlos Onetti- sólo uno, Carlos Fuentes, no debió partir o escapar al exilio alguna vez. Roa Bastos está exiliado desde 1947. En abril de 1982 regresó a Paraguay y fue expulsado por la policía del dictador Stroessner.

Después de 36 años de exilio, Paraguay sigue siendo el tema que alimenta los escritos de Roa Bastos. Es el símbolo del drama prometeico del exiliado: al no pertenecer al territorio del exilio y no poder retornar al territorio de la pertenencia padece un dolor que se renueva, igual, cada día.

La cantante argentina Mercedes Sosa me confiaba en mi casa de Tel Aviv que perdería la voz si no volvía a la tierra de la cual surgía la vitalidad de su canto. Regresó a Buenos Aires para poder reencontrar su voz, y en los multitudinarios recitales en campos de fútbol su voz oscurecía el estruendo de las bombas de gases lacrimógenos que lanzaban las fuerzas de seguridad para interrumpir sus conciertos.

El exiliado tiene dificultades para encontrar trabajo, para tener amigos; se atormenta con las condiciones duras del exilio y las no menos duras que lo esperan si regresa. El exiliado está en el exilio porque ha perdido una batalla, se atormenta con noticias que llegan incompletas y confusas, con versiones que luego se desvanecen, con rumores cuyo origen es impreciso. El exiliado afronta la muerte como los generales democráticos Carlos Prats, chileno, y Juan José Torres, boliviano, asesinados en las calles de Buenos Aires por los militares de sus países con ayuda de los militares argentinos. En una plaza de Washington fue asesinado Orlando Letelier, ex ministro de Defensa y de Relaciones Exteriores de Chile, por agentes secretos de su país.

Sin embargo, mucho más que eso afrontaron los exiliados en sus países, y lo hicieron con entrega y entusiasmo. Pero en el exilio el entusiasmo es más un acto de la memoria que una posibilidad para su voluntad de lucha. Esta esterilidad es el momento más difícil. Las actividades del exilio nunca pueden reemplazar la vida política de sus países. Son las situaciones que más lo traumatizan, mantienen ansioso y frustrado.

El terrible drama del exilio es eso: exilio. Se lo sufre aunque dure cinco siglos, como los cantores judeo-españoles de Auschwitz. No hay consuelo.

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