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La Academia y las dos Españas

Si son dos, tres o cuatro las Españas entre sí opuestas y aun pugnaces, que con su saber y su entender lo decida el lector. Como en tantas otras cosas, un verso de Manuel Machado puede servir de regla: "Todo es conforme y según". Pero lo que sin duda no está sometido al conforme y al según, lo que como hecho irrefragable vivimos los españoles de mi edad, es la dramática, sangrienta partición de nuestra patria en dos Españas enfrentadas bélicamente durante nuestra guerra civil y bajo forma de represión inmisericorde en los años subsiguientes a ella. ¿Hasta dónde ha llegado el enfrentamiento? Puesto que algún escritor mal informado se ha permitido presentar a la Real Academia Española como aceptadora y aun cultivadora de tan execrable partición, no parece inoportuno exponer, para aviso de ignorantes y lección general, lo que a tal respecto ha hecho.Algo debe decirse en primer término, algo que por sí solo bastaría para responder tajantemente a esa impugnación: la Academia por antonomasia ha sido la única institución de la vida pública española que en su régimen propio ha sabido desconocer la diferencia entre españoles vencedores y españoles vencidos. Que canten los hechos. Como consecuencia de la guerra civil, cuatro académicos de número, el político Niceto Alcalá Zamora, el naturalista Ignacio Bolívar, el fisico Blas Cabrera y el filólogo Tomás Navarro lornás, y tres académicos electos, Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala y Salvador de Madariaga, españoles vencidos todos ellos, tuvieron que optar por el exilio; a los cuales puederi ser añadidos Ramón Meriéndez Pidal y Gregorio Maraffión, que, voluntariamente evadidos de la zona republicana durante la contienda, sólo años más tarde juzgaron prudente volver a España. Pues bien: ninguno perdió su derecho en el seno de la Academia, ninguno produjo vacante en sus listas. Los sillones ocupados de hecho por los que no pudieron o no quisieron volver, ocupados de derecho por el los siguieron hasta su muerte, y a ellos sucedieron y de ellos hicie:ron el elogio reglamentario, en sus respectivos discursos de ingreso, los que sólo a su muerte fueron elegidos: Fernández Galiarlo para el sillón de Bolívar en i[944, Gerardo Diego para el de Cabrera en 1945, Fernández Almagro para el de Alcalá Zamora en 1949 y Emilio Lorenzo para el de Navarro Tomás en 1979.

Algo análogo aconteció con los académicos electos. Cuando Madariaga pudo y quiso volver a España, con pleno derecho leyó su discurso de ingreso, y ojalá hubiese podido hacer otro tanto Antonio Machado, cuyo elogio no dejó de llevar al suyo de recepción Emilio García Gómez. Pese a la reiterada instancia de su fraternal amigo Marañón, Pérez de Ayala murió, tras su regreso a España, sin decidirse a escribir los pocos folios que le habrían bastado para trasponer su estado de electo. Otro electo, éste inicialmente adscrito a las filas de los vencedores, Pedro Sainz Rodríguez, decidió exiliarse en 1940; y como los tres que acabo de mencionar, aunque tan distintas fuesen las razones de su exilio, no por ello perdió su derecho en la Academia.

La misma actitud ha mantenido la Academia en la provisión de vacantes a partir de 1939. Distantes todos de los españoles vencedores, inequívocamente fieles, algunos, a su nunca ocultada condición de españoles vencidos, sucesivamente han ingresado en su recinto Gómez Moreno, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Julio Rey Pastor, Rafael Lapesa, Julián Marías, Antonio Rodríguez Moñino, Antonio Buero Vallejo... Más nombres podrían añadirse. Y mientras siga viva en nuestra sociedad la huella de la contienda fratricida, nunca la aceptará en su conducta la Real Academia Española. En esa misma línea debe verse la renuncia de Pemán a la dirección de ella, cuando Meriéndez Pidal regresó a España; porque esa decisión no fue solamente motivada por los méritos insuperables de don Ramón, también porque había sido la guerra civil la que impidió a éste, la permanencia en el desempeño del cargo. No será inoportuno mencionar aquí que don Ramón, a quien tanto parecía venerarse, fue vejado en más de una ocasión por el Gobierno de Franco. Baste el recuerdo de lo sucedido cuando el Ayuntamiento de La Coruña decidió nombrarle hijo adoptivo de la ciudad.

¿Por qué, entonces, siendo tan notorios sus merecimientos, no ha ingresado Rafael Alberti en la Academia a su regreso del exilio? Sencillamente, porque él no ha querido. Por dos veces le han hecho saber varios académicos su deseo de que aceptase ser propuesto -en la primera, como académico de número; en la segunda, como académico de honor al lado de su compañero de generación Jorge Guillén-, con la certidumbre de que lograría los votos suficentes, y las dos se ha negado rotunda y expresivamente nuestro egregio y admirado poeta. Que conste así a la hora de hablar de la Academia.

Si comencé mi alegato con un verso de Manuel Machado, lo terminaré con dos, archiconocidos y archicitados, de su hermano Antonio: los que dicen "una de las dos Españas / ha de helarte el corazón".

A más de un españolito le habrá sucedido así. No a la vieja dama doña Real Academia Española, que a los 270 años de su nacimiento aún conserva el suyo con lozanía y anchura suficientes para que escritores y sabios de ambas Españas quepan dentro de él. Más aún: para desear con ahínco que sólo como pasadísima antigualla lleguen a ser recordados esos dos octosílabos del que don Ramón Meriéndez Pidal, recordando al Cid, llamó un día "nuestro grande y entristecido poeta".

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