Náufragos del espacio
El hecho tiene una trascendencia enorme: dos náufragos del espacio, los primeros en la historia de la humanidad, han sido rescatados sanos y saIvos, después de dos meses de una incertidumbre que parecía en realidad una lenta, intensa y silenciosa agonía. El salvamento providencial, como estaban las cosas, parecía poco menos que imposible. Sin embargo, el azaroso naufragio cósmico no mereció por parte de la Prensa una atención que pudiera siquiera compararse con la que hubiera suscitado una novela de televisión sobre el mismo tema. Es decir, que en este mundo cada vez más distorsionado las angustias de la ficción empiezan a ser más verosímiles y emotivas que las angustias de la realidad. Los cosmonautas soviéticos VIadimir Lyalhov y Alexandre Alexandrov estaban a bordo de la estación orbita Saliut 7 desde hacía cuatro meses, pero desde hacía dos esperaban ser remplazados. En las prácticas espaciales soviéticas esa cooperación de relevo es ya una rutina. Cada cierto tiempo, cuando una tripulación de dos hombres ha cumplido una misión específica en la estación orbital, una nave soyuz ―que es como una lancha sideral― lleva otra tripulación de refresco para que la anterior regrese a disfrutar de un descanso merecido en la Tierra. La operación es compleja y requiere de un refinamiento técnico de una gran precisión, pero los soviéticos la han repetido tantas veces que tal vez no se pensaba ya demasiado en sus riesgos. Todo parece muy simple: la lancha espacial se acopla a uno de los extremos de la estación orbital y la tripulación de relevo pasa entonces por un corredor interno a la nave principal, donde inicia el cumplimiento de su misión de varios meses. Hasta el 29 de junio de 1971, este trasbordo, que parecía tan elemental para los técnicos y para los aficionados a la ficción científica, no había sufrido ninguna contrariedad. Pero en esa fecha, los tres astronautas que aterrizaron sin contratiempos de regreso del Saliut 1 fueron encontrados muertos dentro de la nave, sin que hasta el momento se conozca una explicación indudable del percance.
La gran racha de mala suerte, sin embargo, empezó en mayo pasado, cuando una tripulación de relevo del Saliut 1 tuvo que regresar a su base después de varias tentativas frustradas de acoplamiento. Luego, el 27 de septiembre pasado, fue la primera tragedia grande. Las instalaciones de lanzamiento de la lancha espacial fueron destruidas por una explosión en el momento del disparo, y los dos tripulantes que iban a remplazar a Lyakhov y a Alexandrov salvaron sus vidas por puro milagro. Con la rampa de lanzamiento destruida, y la imposibilidad consiguiente de sustituirlos en una fecha inmediata, los dos tripulantes solitarios del Sahut 7 fueron, desde ese instante, los dos primeros náufragos en la epopeya fascinante de la conquista del espacio.
Como tantas otras, aquella tragedia no vino sola. Desperfectos que nunca se habían registrado en las estaciones orbitales soviéticas empezaron a detectarse en el Saliut 7, que muy pronto amenazó con convertirse en un barco cósmico al garete. Para colmo de desdichas, el aire de la cabina sufrió un envenenamiento por la fuga de un gas mortal, y los náufragos tuvieron que pasar a la lancha que los había transportado al espacio, y que continuaba acoplada a la estación, aunque no era útil para el regreso por razones técnicas muy largas de explicar. En todo caso, aquel nuevo accidente no parecía ser imprevisto, porque el aire venenoso fue purificado en pocas horas, y los náufragos pudieron regresar a su rutina. Con la perspectiva siniestra de todos los náufragos, por supuesto: el agua y los alimentos empezaban a escasear.
El hermetismo del sistema soviético ―sobre todo en relación con acontecimientos que puedan interpretarse como fracaso impidió que el mundo siguiera con la ansiedad y la emoción naturales las incidencias de aquel episodio dramático. Muchos de los pormenores, como suele ocurrir, se conocieron en Occidente por informaciones inciertas. Fue una lástima, porque al contrario de lo que la Unión Soviética podía temer, el proceso de rescate y su feliz desenlace fueron una prueba más de sus enormes avances técnicos y científicos en el dominio del espacio. A mediados de octubre, los náufragos quedaron en condiciones de resistir por varios meses más. Una nave sin tripulación logró acoplarse, a la estación orbital, llevando un cargamento de aire, alimentos y otras materias indispensables para subsistir. Entre estas últimas, sin duda, no eran las menos importantes las cartas de parientes y amigos que les mandaban noticias domésticas, chismes del barrio, recortes de periódicos de esa patria planetaria que veían en el horizonte del universo, luminosa y distante, preguntándose si alguna vez volverían a sentirla bajo sus pasos.
Aun si la base de lanzamiento no hubiera estado inservible, las posibilidades del rescate eran muy escasas. En primer término, la estación orbital no sólo estaba a punto de quedarse sin combustible, sino que la mayoría de sus motores se habían ido averiando uno tras otro, como sólo hubiera podido ocurrírsele al admirable Ray Bradbury en alguno de sus delirios asombrosos. Una pregunta se imponía: ¿por qué, si había sido posible mandar una nave de abastecimiento, no podía intentarse el envío de una nave de rescate? La respuesta parecía ser ―aparte de la destrucción de la base de lanzamiento― que sólo una nave tripulada podía intentar el salvamento. Ahora bien: la nave soyuz, que es la única capaz de acoplarse a la estación orbital, sólo podía ser llevada por dos tripulantes y sólo podía traer un náufrago de regreso a la Tierra. El otro debía quedar solo, en la soledad sin límites del universo, tal vez para siempre. ¿Cuál de los dos?
Ambos han descendido a salvo, y, según las informaciones soviéticas, han sido acogidos en tierra con toda clase de honores, pero no se dan muchas luces sobre la forma en que se resolvió el acertijo del que debía quedarse y no se quedó. Ya lo sabremos ―espero― en los días por venir, si alguien se decide a contarlo. Cuántas veces en noches recientes nos había despertado la imagen tenaz de esos dos náufragos que son más de un siglo futuro que del presente, y a quienes podíamos imaginar, insomnes en su nave sin rumbo, contemplando el resplandor del planeta distante al que tal vez no volverían jamás. Eran ―pensábamos― los únicos seres humanos que de algún modo podían decir que estaban viendo el mundo desde la muerte. ¿Puede concebirse una soledad más espantosa?
Joya
Daniel Arango cuenta este cuento hermosísimo que no soy capaz de mantener en secreto: un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”
© 1983.
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