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El día antes

Puede ser una mañana de niebla fina y dormilona, como esta misma. Con este aroma infantil de la castaña asada, aventado por el huracán de las secretarias que afloran desde la boca del metro, llegando tarde. Y con el señor mayor que pasea un perro olfateante; el señor que mira los culillos apretados por la velocidad y por la congoja del reloj de firmas. Podrán, quizá, volverse de repente estas secretarias -las niñas, en lenguaje de oficina-, azules y esbeltísimas, como si hubiesen abusado del aerobic y de la dieta calórica por computador que se administra en la cliniquita de la esquina: adelgazar y desvanecerse al mismo tiempo que el señor, la castañera y el atónito perro. Será The day after, el día de después de, que ha aterorizado a los americanos en sus propios hogares, suponiendo el escenario de una ciudad -Kansas City- durante un bombardeo nuclear. Pero, como evidentemente no pasa, no está pasando, y ellas corren y el perro huele, y la vendedora de libros de ocasión pregona sus restos de ediciones ("Galdós, Umbral, Delibes, Cela, a 10 duros, que se me van a acabar", y grita como si estuviese subvencionada por Solana y Salinas), y los grupitos de colegiales trepan a su autobús corriendo hacia sus monjas y frailes de paisano (para no asustar), y la mujer-guardia come sus churros antes de entrar de servício, y nadie se vuelve azul, y el perro huele y el señor mira como un mirón, es que no estamos en el día de después de.Pero nadie nos garantiza que no estemos en el día de antes. El día de antes no tiene signos, no tiene premoniciones, avisos. No estará la corneja a la siniestra, como en el poema del Cid, ni saldrán las ratas de sus escondrijos, ni las nubes tendrán aspecto especial, ni se iluminarán las paredes con palabras incomprensibles, como en los relatos del primer milenarismo. Los signos de antes ya están escritos y están cansados y envejecidos. Los pacifistas salen a la calle vestidos de esqueleto hace demasiados años. Ya se disfrazaban así en las manifestaciones contra la guerra de Corea, y ya les llamaban comunistas. Y compañeros de viaje, y filocomunistas, y todo lo demás. Ya les llamaban, como ahora, paranoicos. Son habituales. Nabokov cuenta que la historia de la literatura nació el día en que un chico llegó corriendo de un valle neanderthal gritando al lobo, sin que nadie le persiguiera, y que el día en que de verdad fue devorado, aquello fue sólo un simple accidente. Así vivimos; entre la literatura y el accidente. El día de después de será un mero accidente; los días en que solamente imaginamos el día de después, y lo pasamos por las pantallas, y contemplamos las gentes de Kansas City -tan iguales a las del Campo de Gibraltar, Madrid, Cádiz, tan tontamente iguales, con sus mismas camisetas de Harvard y sus mismos oídos taponados de rock y su misma boca inflando la bola translúcida del chicle-, adelgazando, azules, hasta desaparecer, son literatura. Y al señor del perro no le quedará la satisfactoria ordinariez de triunfar con un "ya os lo decía yo", porque será simplemente polución. Como los culillos y las castañas y la castañera pensativa, que se está acordando siempre de León.

El señor del perro ("Corre, que ya ha pasado el señor del perro", oye alentar a las madres para que sus hijos no pierdan el autobús) ha vivido ya algunos días de antes -aunque fueran de menor cuantía, como los de la segunda guerra mundial, tan doméstica y tan distraída- para saber que no tienen nada especial. En los municipios se seguirán afanando por conceder o no licencias de obras; los ministros se enfadarán porque no han llegado los directores generales para preparar cualquier reorganización; alguien sacará de debajo del colchón una moneda escondida para ir a venderla -en la puerta del metro le han dado un prospecto que anuncia, con enormes versales, compramos oro-; otro pasará por la calle con un transistor pegado al oído para escuchar las informaciones de fútbol que puedan ayudarle a hacer las quinielas. Estarán las bicicletas y las flores de los ecologistas; las maldiciones conyugales; los mendigos en los semáforos; los músicos buscando el la, y los curas en el púlpito advirtiendo de las diferencias entre las parejas casadas y las no casadas. Todo estará en su sitio. El día de antes lleva siendo el día de antes desde hace muchos años, como el niño de neanderthal lleva siglos y núlenios gritando "que viene el lobo", para originar la literatura de antes del accidente. Realmente, una peficula como The day after no tiene tanta importancia como le han dado en Estados Unidos. Allí es que no están acostumbrados. Todavía les puede alcanzar la paranoia. Unos niños.

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