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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El consenso social, el Gobierno y los sindicatos

EL PACTO social -que recibe impropiamente el nombre de concertación, cuando esta palabra significa más bien contienda o pelea- para el próximo año se planteó en esta ocasión de un modo más ambicioso y con mayor alcance que cuantos se habían firmado hasta ahora en nuestro país. Esta intención estaba avalada por el hecho de que por primera vez al frente del Ejecutivo figura un Gobierno socialista.El proceso del diálogo, sin embargo, corre peligro de hacer que ese pacto no llegue a existir. La cuestión nació enferma por varios motivos, y quizá el más importante de ellos haya sido un aparente y paradójico desinterés de algunos miembros del Ejecutivo por negociar el programa económico a medio plazo con los representantes de los empresarios y de los trabajadores. Prueba de ello son las declaraciones del ministro de Economía y Hacienda, quien durante el pasado verano expresó reiteradamente la voluntad del Gobierno de informar a sindicatos y empresarios sobre el plan, pero no a pactarlo. El Gobierno está en su derecho de aplicar su propia política económica y de rendir cuentas de su gestión únicamente ante el Parlamento. Sin embargo, no parece coherente que mientras altos responsables de la Administración negaban la voluntad del pacto, el presidente González llamara a los interlocutores sociales y les pidiera un esfuerzo para llegar a la concertación social.

El Gobierno, que exige una moderación salarial como elemento fundamental de su política económica (aunque había predicado en el programa electoral y en el primer año de su mandato el mantenimiento del poder adquisitivo de los trabajadores), no ha explicado suficientemente qué contraprestaciones de tipo social ofrece a esa moderación, y la cobertura del desempleo está siendo negociada con los sindicatos al margen de los Presupuestos Generales del Estado. Si bien es cierto que previamente, al debate de los presupuestos se había recogido una parte de las sugerencias de las organizaciones obreras, cabe preguntarse qué puede ocurrir si en las negociaciones en curso entre sindicatos y Gobierno los primeros consiguieran imponer sus criterios. En ese caso al Gobierno, al menos por lo que se refiere a 1984, sólo le quedaría la posibilidad de recurrir a vías de financiación extraordinaria, denostadas muchas veces por algunos de los máximos responsables del área económica. Si, por el contrario, el Ejecutivo no tiene intención de modificar las cuantías de las actuales prestaciones, el interrogante es, entonces, para qué pueden servir las actuales conversaciones.

La situación en la que se encuentran los dos sindicatos mayoritarios es otro de los elementos cruciales de la negociación. Con la subida al poder del PSOE, UGT tenía, en los extremos, el riesgo o bien de alinearse excesivamente con las tesis gubernamentales o bien de actuar como vigilante y molesto acusador de la posible derechización del Gobierno. Tratando de soslayar estos dos polos, UGT ha tratado de nadar y guardar la ropa. Comisiones Obreras, víctima de las diferentes corrientes en su seno, se ha venido debatiendo entre la necesidad de participar en el acuerdo -frenando sus reivindicaciones mientras las negociaciones estuvieran abiertas para no quedar desenganchada de todo el proceso negociador- y el temor a renunciar a una política de movilizaciones que algunos consideran rentable. Así, ha mantenido una actitud ambigua, sin decantarse claramente por una negociación que públicamente reclamaba, y adoptando a la vez posturas de presión que han crispado las conversaciones.

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El tercer elemento que ha distorsionado el proceso tiene su origen en lo que a primera vista parece un enfrentamiento personal entre el ministro de Industria, Carlos Solchaga, y el secretario general del metal de CC OO, Juan Ignacio Marín, que ha desembocado en la exclusión de CC OO de la mesa de la reconversión industrial. Al margen de las razones de uno y otro, comprensibles desde ambos puntos de vista, ni el ministro debe imponer a un sindicato su representante en la negociación, ni un sindicalista puede utilizar el engaño o la confusión para llevar adelante sus acciones. Y, desde luego, un enfrentamiento personal o una imposición arrogante nunca puede poner en peligro algo que afecta al interés de miles de trabajadores.

El mapa del pacto social, reducido de momento a los temas de empleo y reconversión industrial, se presenta así muy diferente de como se proyectó. En la mesa de empleo se negocia una cobertura ya condicionada por los propios presupuestos generales, con lo que el campo de juego se reduce a negociar el reparto de unos fondos limitados. En el otro gran tema de debate, la contratación temporal, los sindicatos pueden pensar que tienen más posibilidades de obtener algo, pero de todas maneras parece muy firme la voluntad del Gobierno de flexibilizar al máximo el mercado de trabajo, con la idea de .cumplir con sus objetivos de empleo.

La mesa de reconversión industrial presenta características aún más duras. El proceso de reconversión va a marcar la política industrial de este país en los próximos años. Que en el mismo no participe CC OO dificultará sensiblemente su desarrollo. Quizá pudiera llevarse a la práctica la reconversión con o sin CC OO, pero no es deseable que el consenso social falle en uno de sus más importantes elementos. No es seguro que un simple acuerdo entre UGT y el Gobierno sirva para añadir credibilidad al proceso, y en cambio puede agudizar la sensación de absoluta connivencia entre el Ejecutivo y la central socialista. Ésta corre el peligro de convertirse en el instrumento del Gobierno para llevar adelante su política económica y social. Y CC OO quizá caiga en la tentación de un radicalismo ya visible en algunas de sus movilizaciones callejeras recientes, más demagógicas que otra cosa.

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