Un abanico para Mr. Johnson
Cuando Mr. Johnson regresó aquella madrugada a su hotel con un abanico típico en la mano comprendió que era un hombre insignificante, un turista de numero y folleto, que al fin habia sucumbido como tantos otros.
¿Quién diablos le había vendido aquel horrendo chisme? Con el humor y la flema de un inglés maduro, mister Johnson todavía se enterneció un instante al ver agrandarse sobre las varillas del abanica, el cuerpo desnudo de la maja. Es más, mister Johnson se atrevió a hacer algo inaudito: cerró los ojos, agitó el paipai ibérico y se dio aire. Entonces, las imágenes de la jornada desfilaron por su memoria.Todo empezó en la plaza de Oriente, una enorme estación llena de autobuses y vendedores ambulantes junto a un palacio deshabitado. Los guías eran dueños de la situación. Gritaban el destino de las expediciones y empujaban a la gente hacia los autocares. Pero los vendedores eran habilidosos y sabían cortar el paso. Julio Pumar, gallego de ojos azules y pelo blanco ponía a flotar en un pozal de agua turbia unos patos que jamás se ahogaban. Eran patos de plástico a 150 pesetas. Al lado, Esteban Ortega se arrancaba hacia el público con un par de banderillas a cuarenta duros, y si no le hacían caso esgrimía los abanicos de mil pesetas. Parecía un bimotor suicida.
Entre estos vendedores corría, como un conejo, el limpiabotas de la plaza: "Cuando el inglés pone esa cara de inglés, yo le agarro la pezuña, meto cepillo y ya no suelto Gibraltar", decía Manolillo.
Hasta aquí, mister Johnson tuvo mucha suerte. Sin comprar nada, se acomodó en el asiento reclinable del bus panorámico, y oyó las primeras palabras del guía-intérprete: "En el palacio nacional no vive ningún rey, porque el Rey de España es más bien pobre y tiene una casa en las afueras de Madrid".
Luego, ya en la plaza de España, se les dijo que Cervantes era el más grande escritor y, señalando al Quijote, aseguró el guía que "ahí le tienen, montado en su caballo, mientras que el otro, Sancho Panza, es el del asno". Pero el cuerpo del escritor no estaba aquí, ya que "sólo se conserva el brazo en Ávila". Tal cosa no sorprendió a mister Jolinson. Algo había oído. En cambio, le llamó la atención ver en la Gran Vía a unas mujeres que sacan cubos de agua de los portales lujosos y riegan la acera, y pasan el mocho como en los pueblos atravesados por la carretera general. Había un atasco de tráfico y era posible leer carteles a un lado y otro: "Compro oro". "Oro y plata, lo pago muy bien".
El guía dijo que Madrid es la ciudad europea de mayor altitud sobre el nivel del mar, con 650 metros. Un suizo quiso aventurar una rectificación, pero no dio tiempo. La masa humana se volvía más densa al llegar al barrio financiero -calle de Alcalá- y el pelotón del charavan tuvo entonces conocimiente del número de habitantes de la capital de España: 4.800.000. "Toledo fue la capital antaño", dijo el guía, "pero su decadencia no le permitió seguir siendo capital,y hoy el apogeo es de Madrid, mientras que aquella,,ciudad se quedó en 60.000 almas".
El obrero González
Los turistas miraban a los peatones madrileños. Uno casi se dio ole bruces con el autobús, y el chofer le gritó algo terrible Otros canilinaban hablando solos y movien do un periódico en la mano. Si alguno se miraba el reloj, la reacción inmediata era agi tar el brazo, como si le hubiera dado un telele. Un turista preguntó la razón de esos movimientos semejantes al patatús. Se le dijo: "Si se fijan bien, ése es el modo común de darle cuerda al reloj aultomático en tode, el rnundo". Y, en efecto, visto así parecía, una cosa normal.
En la plaza del doctor Marañón, sumergidos en un cauce desbordado por el tráfico de la Castellana, el guía indicó que éste es un país paradójico: "Observen que la plaza está dedicada al más ilustre médico español, pero el monumento se lo dieron al general Concha, lo cual explica muchas cosas". Los turistas asintieron, temerosos probablemente de que los atascos, entre niabes de negra contaminación, retuvieran al córivoy junto a la espada de ese general Concha.
Sin embargo, pudo llegarse a la ciudad universitaria, cuyos comedores fueron elogiados por el güía. Los estudiantes tomaban la sieta sobre el cesped y las parejas se magreaban entre las facultades de Medicina y Farmacia. Derecho quedabaa la derecha, y el palacio de la Moncloa, enfrente: "Aquí, señoras y señores, reside el presidente Goínzález, jefe del Gobierno socialista. Verán que su palacio es más bien pequeño, yo diría que muy pequeño", señaló el guía, "pero tengan en cuenta que todo es relativo y que González es un obrero". Todos se quedaron mirando el palacio, de cuyas, puertas salía un automóvil enorme y vacío, entre guardias cargados de armas por todas partes. Un turista nórdico preguntó si Franco vivía ahí. "No, señor; Franco vivió en otro palacio mucho mejor y usted puede dormir en la cama de Franco si le nombran jefe de Estado en su país, y le invitamos en visita oficial: el Pardo se ha convertido en residen cia para ilustres huéspedes", concluyó el guía.
Rápidamente se cruzó el Manzanares, río que más que verse se olía. "Este puente de Segovia", explicó el guía, "al que hemos llegado por la autopista M-30, es obra del mis mo arquitecto que hizo el Escorial, Juan de Herrera, pero tápense las narices que el agua está estancada desde entonces". Los turistas obedecieron y cubrieron con Kleenex sus fosas nasales.
El interés se avivó al llegar a la Puerta de Sol, "epicentro de España"., donde "tenemos el kilómetro cero delante del cuartel central de la policía, que es de donde salen todas las carreteras del país". A los extranjeros se les iban los ojos detrás de una tupida barrera humana (casi exclusivamente compuesta por hembras) que vendían ristras de lotería como si anunciaran alguna hecatombe, pues su modo de abordar al viandante era dramático. Un japonés preguntó si podía sacarles una foto. Cuando se le dijo que sin bajar del autobús, el japonés insistió: "¿También son las madres de desaparecidos?"
Aquí, el chofer hizo ademán de intervenir y su voz logró filtrarse en la megafonía: "¡Jodé si está enterao el chino ese!", dijo, "¿no sabrá que somos una democracia?"
Por fin, el tour vislumbró el Parlamento, con Neptuno al fondo esgrimiendo su tridente. Había sesión. Los guardias, con boinas muy ladeadas y algunas tan diminutas para sus cabezas que parecían pegadas con el milagro de un solideo, tenían ocupado el espacio de tránsito. El mensaje subliminal del 23-F (mundialmente retransmitida por televisión) puso alerta al grupo de turistas. "¿Qué pasa ahora?", preguntó un holandés con ademán de meterse debajo del asiento, "¿es otro golpe?" El guía no le oyó, o se hizo el sordo. "Allí, al otro lado de la fuente", dijo, "queda el museo de Picasso donde pueden ver el Guernica". Los turistas parecían tranquilizarse.
Y fueron conducidos al parque del Retiro. "Cada madrileño ha plantado un árbol y tíene derecho a su sombra", señaló el intérprete con alborozo ecologista. El bus paró. Había animación: el vendedor de cacahuetes, el de bebidas, un gitano llamado Juan con la mona de culo rosa que salta a varazos mientras la esposa toca el tambor, y también estaba al acecho Esteban Ortega: "¡Hele aquí! ¡Ahora si que me váis a comprar el abanico con la duquesa en pelota, y el par de banderillas de fuego!" Mister Johnson fue a mirar al simio: "¡Qué lástima me da!", dijo, "¡pobre animal, hay que hacer algo por ese animal que sufre!"
La noche sobrecogedora
Cinco minutos después, el pelotón volvía a tropezarse, ahora ante la plaza Monumental, con el vendedor de banderillas que se encontraba en su salsa: "¡Coño, que el que no me compre ahora un par a cuatrocientas pesetas se busca un lío, coño, que se las clavo en el pescuezo".
Pero la fiesta transcurrió sin incidentes de sangre. A la altura de Azca había peatones que se movían como majorettes y el narrador explicó que "señoras y señores, miles de modernos edificios de esta zona lujosa de Madrid se calientan con energía solar, la energía del futuro". En ese preciso instante, una ambulancia intentaba abrirse paso a través de la muralla de automóviles, y se podía ver en su interior a un ciudadano, convulsionándose, al que alguien aplicaba la mascarilla de oxígeno.
Por la noche, la capital sobrecogía al forastero. Los autobuses llevaban a los turistas hacia el tablao flamenco. Esta vez, uno se detuvo en la calle Mayor, junto a Los Cabales. El portero, Tere, se quitó la gorra para recibir a la expedición que se quedó mirando sus cejas depiladas y el bisoñé rubio. "¡Pasen, preciosidades, pasen a ver el espectáculo!" Ernesto Garza, mexicano de 42 años, se puso mosca y dijo que "esto me huele a encerrona, mucha vieja hay por aquí". El pelotón recibió acomodo junto al podio de triple tablero que debía resistir polvorientas y feroces patadas. Los japoneses cubrieron sus vasos con servilletas. Estaba contorsionándose La Coneja, que se palmeaba de arriba abajo sin piedad.
El estruendo era atroz. "¡Que me des tu boquita de miel caliente, vente conmigo por los cañaverales!", cantaba esta mujer maciza y entrada en años. A ella siguió la septuagenaria Rosario Maya, quien levantó la falda con todo sus lunares para dejar ver un trasero robusto que descolgaba su peso hasta el tablero triple, expuesto a la misma altura que la nariz del turista. Rosario Maya miraba con su único ojo sano (el otro, de cristal) la indescifrable sonrisa del pelotón de extranjeros, incapaz de vibrar con su arte. Fue entonces cuando el vendedor de abanicos abordó a mister Johnson: "¡Vamos, mister, que se lo dejo tres libras, leche!" Mr. Johnson sacó el dinero y compró el abanico con la maja desnuda.
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