La reforma gris del hombre blanco.
EL GOBIERNO surafricano de Pieter Botha ha obtenido una gran victoria con el resultado del referéndum convocado sobre la próximáreforma constitucional, en la que se contempla un cierto suavizamiento del sistema de apartheid o segregación política de las razas. El líder reformista surafricano quiere, por añadidura, presentar a la opinión pública mundial la aprobación de las reformas que suponen la creación de dos nuevas cámaras -una para los ciudadanos de origen mestizo y otra para los de procedencia asiática- como un triunfo del centrismo, del camino intermedio entre el establecimiento del principio un hombre, un voto, que daría a los negros la supremacía electoral, y el congelamiento de una situación en la que todos los no blancos -unos 22 millones, contra los cuatro míllones de descendientes de colonos europeos- están políticamente sometidos a una exigua minoría. En realidad, desde cualquier punto de vista que se le mire, la propuesta aprobada no es sino una ominosa consolidación de la más repugnante de las políticas imaginadas por el hombre en toda su historia, y que han hecho acreedor al régimen de Pretoria a un lugar de honor, entre la delincuencia internacional: el apartheid.
Ante esa incitación del primer ministro Botha, que tenía que combatir una escisión por su derecha de los que no aceptan ningún tipo de reparto de poder con los negros, el electorado blanco ha respondido de manera positiva. Incluso una buena parte de los seguidores del Partido Federal Progresista, contrario al apartheid, ha desoído el llamamiento de sus dirigentes al no. En ese sentido, no cabe duda de que el apartheid con rostro humano tiene un cheque bastante en blanco para intentar restablecer puentes con aquella parte del mundo occidental, notablemente con la Administración del presidente norteamericano, Reagan, que sólo está deseando una salida o un pretexto que le permita estrechar lazos con el Gobierno de Pretoria. Por esa misma razón hay que subrayar que las reformas de Botha, lejos de plantear un nuevo enfoque de la cuestión racial en Suráfrica, sólo pretenden consolidar una situación largamente condenada por todas las instancias internacionales, atrayendo a la mouvance de la minoría blanca la defensa de los intereses de todos aquellos que, sin ser blancos, no llegan a calificarse dentro de la ominosa categoría de negros.
Después de las conmociones políticas que ha sufrido el África austral con el derrumbamiento del imperio colonial portugués y la independencia de la blanca Rhodesia, convertida en la negra Zimbabue, los cuatro millones de surafricanos que se consideran descendientes de los primeros colonos europeos vienen padeciendo crecientemente del sentimiento del cerco internacional a que les somete su política segregacionista, redoblado por la pérdida de las colonias de Lisboa. Ante ese ahogo vital, los más audaces del partido eternamente en el Gobiemo, el Nacional, iniciaron ya bajo el mandato de John Vorster una apertura que trataba de suprimir el llamado petty apartheid -las restricciones menores, como la segregación de instalaciones de recreo- y ha sido continuada por su sucesor, Pieter Botha, con éxito de público por el momento.
Pese a tanta esgrima, sin embargo, harían mal los votantes del centrismo surafricano en confortarse con visiones de reforma indolora, incolora e insípida, puesto que ni siquiera entre los mestizos y asiáticos hay nada parecido a la unanimidad en cuanto a la conveniencia de aceptar esa supuesta mano tendida del hombre blanco. En lo tocante a la gran masa de población negra, a la que se pretende acantonar en los bantustanes -supuestos Estados independientes enclavados dentro de las fronteras surafricanas-, nada tan ridículamente cosmético puede contentar incluso a los más moderadosde sus líderes. El jefe de la nación zulú, Gatsha Buthelezi, en todo contrario a la revolución que llevaría al poder a sus hermanos de raza, es el primero en pasar aviso de que ninguna reforma que mantenga el plan de la segregación inhumana del hombre negro hará otra cosa que seguir avivando las brasas de la desobediencia civil hoy y quizá del desastre colérico mañana.
En el mejor de los casos, Botha ha comprado tiempo, pero no paz. Y sigue vendiendo miseria moral, represión política y desvergüenza intelectual. Este primer paso, que se pretende final, no puede conducir a la pacificación, de los espíritus, aunque sí al fácil contentamiento de un sector del establishment norteamericano, preocupado por el aislamiento internacional de Pretoria en unos momentos en que Reagan parece querer prepararlo todo en este mundo a la medida de sus particulares deseos, difícilmente identificables ya con los deseos y los ideales tradicionales de Orcidente.
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