_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Brasil, hacia el vacío

A principios de la década de los sesenta, un imaginativo alcalde de Río de Janeiro encontró la fórmula menos onerosa para embellecer la ciudad: que las favelas, los miserables barrios de madera y latón que miran desde los morros hacia abajo a los hermosos barrios de la bahía, pintaran las viviendas en colores vivos.Los habitantes respondieron con un samba que hizo desistir al alcalde cuando todo Brasil comenzó a cantar: "Favela amarilla, / ironía de la vida, / pintan la favela / hacen a la acuarela la miseria colorida".

Los brasileños tienen el don de unir escepticismo, ironía y humor; el sentido musical hace el resto. Por otro lado, había alguna base para el buen humor, a pesar de la dictadura militar y la falta de libertades. La década de los sesenta vio un despegue que culminó, entre 1970 y 1980, con un aumento por cuatro del ingreso per capita. Brasil se convirtió en la octava economía más productiva del mundo. Resultaba imposible enumerar todas las realizaciones alcanzadas por el milagro brasileño.

Hoy, 20 años después de aquel samba, 10 años después de que los economistas brasileños, encabezados por Roberto Campos, dictaran cátedra de desarrollo en los foros internacionales, las favelas se han multiplicado, la miseria sigue gris y descolorida, el humor ha desaparecido.

El milagro brasileño no existió; fue un error óptico o una trampa financiera. Ahora, cuando la única posibilidad de comer en las ciudades industriales es asaltar las tiendas de comestibles, y en las aldeas, alimentarse de perros, gatos y ratas, es difícil escribir canciones de fina ironía.

El periodista Jackson Diehl recogió esta frase de un desocupado paulistano: "São Paulo es una pasión y una ilusión para la gente. Ofrece todo y nada". Cada día, 1.000 personas llegan a São Paulo en busca de trabajo, con la ilusión de que es todavía la ciudad ubicada en el decimoséptimo lugar entre las naciones más productivas del mundo. Pero lo único que les ofrece es un lugar en las columnas de desocupados que en abril último asaltaron el centro de la ciudad en busca de alimentos, acto que en diversa medida se repite todos los días.

La política exterior norteamericana aseguraba entonces que América Latina se inclinaría hacia donde se inclinara Brasil. Quizá haya acertado, pero en sentido inverso. Brasil se inclina hacia el vacío; el modelo ha fallado. Un Gobierno militar fuerte, disciplina social represiva, inversiones monumentales, préstamos ilimitados de los organismos internacionales, aplausos de los voceros del mundo desarrollado y un resultado: 90.000 millones de dólares de deuda externa y ninguna posibilidad de cancelarla; caídas entre el 13% y el 26% en las exportaciones, producción de acero, elaboración de alimentos y producción industrial.

La bancarrota económica también permite comprobar la bancarrota moral del modelo. Las grandes obras, las inversiones industriales, sólo servían para cubrir operaciones financieras. Las necesidades del hombre brasileño no entraban en consideración. Ahora, al estallar la crisis, los dirigentes brasileños descubren, azorados y atemorizados, que del milagro sólo resta un hombre iracundo. Un hombre que se siente engañado con las estadísticas del milagro; que está hambriento (38% de la población debajo del nivel mínimo de alimentación); un hombre, que no está con humor para reírse de un alcalde o de un ministro de Economía y, en cambio, se ve obligado a asaltar las panaderías.

A medida que el hombre brasileño pierde el miedo, éste crece en el mundo financiero. Se elaboran nuevas estrategias: sostener el país de cualquier modo a través de las instituciones financieras mundiales, ya que la caída de Brasil en el vacío sería el derrumbe de una sociedad más que de un sistema; prorrogar las deudas sobre la base de medidas de austeridad aplicadas a los hambrientos, y otorgar nuevos créditos bajo promesa brasileña de reducir el consumo de quienes ya muy poco consumen. Y los funcionarios brasileños aceptan.

Nadie ignora que Brasil no puede cumplir con estas exigencias, ni siquiera a costa de retornar a una represiva dictadura militar. Y todos saben que si no acepta las exigencias no habrá valla ante el vacío. Ganan tiempo engañándose unos a otros, aunque todos saben que el rey está desnudo. Las instituciones financieras exigen que Brasil reduzca a la mitad su inflación del 170%, y la mitad su déficit de 15.000 millones de dólares en la balanza de pagos, aun sabiendo que es una exigencia absurda por inalcanzable, y que por ser inalcanzable resultará en un detonante impredecible. Falta que exijan a Brasil la reducción de su población a la mitad por medio de una guerra química. contra los desocupados. Entre una sobria reconversión económica y una expansión espectacular, los economistas brasileños eligieron lo espectacular, dejándonos ahora ante el espectáculo de una nación de 125 millones de personas a punto de explotar. A pesar de ello, nadie se muestra voluntariamente responsable. Prefieren escudarse en la moral de las intenciones a enfrentar la moral de los resultados.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_