La muerte moderna
"Contradictoria sociedad ésta que mata sin cesar, se estructura como muerte y se asusta y se escandaliza hasta ni siquiera mentarla. Contradictoria civilización ésta que se construye con inmensos esfuerzos para defenderse del destino y de la naturaleza y no es capaz de aceptar el riesgo de vivir, los laberintos de la imaginación y el placer de lo multiforme. Contradictoria sociedad la que se enorgullece de haber proscrito la muerte en sus códigos mientras su columna vertebral son las armas y la coacción". Con estas palabras, Javier Sádaba, desarrolla en el artículo que sigue la consideración que se tiene ele la muerte en la sociedad contemporánea y los distintos modos con los que se trata de eludirla hasta convertirla en una ficción sin contenido. Golpeados por actos terroristas, acosados por guerras parciales y amenazados por una conflagración mundial, la muerte cobra en esta época un obsceno protagonismo que, como un ciclo sereno, se vuelve a celebrar en esta semana.
"Cuando me pongo a pensar que me tengo que morir, tiendo la capa en el suelo y no me harto de dormir". O de reír. O, de lo que sea. El citado anónimo castellano no hace sino recordar que el estremecerse ante la muerte es tan antiguo y universal como huir de una tormenta, temer una epidemia o temblar ante un mal que amenaza. Lo que ocurre es que la muerte -mal de males y objeto supremo del miedo- se siente en cada cultura y en cada momento de modo especial. Y específico de nuestra cultura es su empeño por no sentir la muerte. Lo cual no significa que no sea motivo de especulación y que incluso se la convierta en el centro de más de un sistema filosófico. Todo lo contrario: desde la conocida frase de Epicuro, según la cual él y la muerte no se, cruzaban nunca, hasta enrevesados pensadores como Hegel, se ha llegado a considerar la muerte como el motor subyacente de la vida. Para evitar el sufrimiento o para, dinamizar la vida, el ocuparse de la muerte sería el principio de la racionalidad. La racionalización de la muerte ha hecho de ésta algo general, tan general que hasta la puede gestionar la Administración estatal (el nuevo Dios). El proceso de abstracción de la muerte ha sido perfecto. Si Sartre decía que "estar muerto es ser preso de los vivos", se podría ahora dar vuelta a la frase y decir lo contrario.En vez, pues, de morirnos, tenemos muerte. Tan alejados andamos del morir que la soledad del moribundo, la claridad en la pregunta inocente del niño, el dolor del enfermo o la inmensa locura de la guerra suelen quedar fuera de la muerte, como si fueran accidentes fortuitos de la vida. Y es que la muerte se vive como elemento oculto, como un paso necesario en el proceso de vivir, como materia de la que se extrae más vida, como ley inexorable -la más inexorable de todas- por la que se deslizan las ruedas del mundo. Esta muerte es la inercia del vivir, la pregunta ahogada, algo que se supone y manda. No está bien visto el morir, morirse un poco, morirse todos los días, envejecer -¡oh Simone!-, mirar cara a cara el absurdo. Como es una incomodidad incontrolable, se la coloca al otro lado de la barrera. En el lado de acá, sólo vale la fuerza por mantener el tipo, la producción y la reproducción, la sensatez. Porque lo que importa -se dice- es el proyecto, su costoso trabajo y sus resultados. Por eso, la muerte reclama silencio.
Los que, como Dostoievski o Kloester, padecieron la condena a ser ejecutados, no se sustrajeron jamás a esa experiencia. Nuestra civilización, por el contrario, trata de borrar cualquier vestigio de esa condena inevitable. Fue Freud el que describió admirablemente cómo se intenta alejar la experiencia de la muerte. El intento consiste en ir apartando riesgos, en fabricarse una especie de seguro que nos tranquilice en una paz perpetua. "No vivas peligrosamente" es la consigna implícita. El primer efecto -efecto mortífero, por ciertode tal operación es la desvalorización de esa vida que se quiere a toda costa conservar. La vida de tal forma se hace sosa, tan sosa como un flirt convencional. No hay intriga ni pasión. La vida no es como una novela, en la que el detective corre siempre tras una pista nueva y en la que nos involucramos en la trama como si nosotros pendiéramos -cosa interesante- del descubrimiento siguiente. Todo lo contrario: como la vida cotidiana es ramplona y cualquier cosa, por pequeña que sea -y no sólo el avión-, asusta, se busca un refugio en las lejanas regiones de la imaginación, de una imaginación que en su ortodoxia no se respeta a sí misma. Se viaja al mundo de los héroes. La literatura toma el puesto del sofá. Morimos en nosotros, pero vivimos en aquellos héroes imposibles de imitar. No tiene nada de extraño que, en una situación semejante, la guerra pueda recuperar el terrible maleficio de encantar. La guerra se puede manifestar -y ya es desgracia- como fascinante y atractiva, como dadora de la pasión de la vida allí donde el miedo a la muerte ha apagado el gusto de la vida. Tal actitud es la mayor derrota ante el, poder inmenso de la muerte. No hay reconocimiento de la muerte, sino pobre sumisión. Y es que si aquélla acecha en todas partes, si su ser es tan contingenteque no hay lugar de salvación y, es como nuestra sombra -o, lo que es lo mismo, si su ser nos hace esencialmente contingentes y a su arbitrio-, entonces tapar obsesivamente cualquier hueco es ponerse a su servicio, malseguirla, malvivirla, matar nuestra vida.
La gran envidia
La muerte, en consecuencia, es la gran eludida. Este ir de conjuro en conjuro, esa mentira continua para no dar con la verdad más cruda, recuerda a la muy sofisticada secta de los Ketman, aquellos incomparables campeones de la falsedad. Sus adherentes estaban tan poseídos de su verdad que no querían exponerla a la ceguera del vulgo. Los Ketman eran unos actores consumados: fingían y mentían como bellacos. Algo semejante ocurre con el miedo a la muerte: se la pos ee de tal manera que se la disimula.
La muerte está, desde luego, en el centro de nuestras preocupaciones sociales. Los cementerios-jardín, los refugios atómicos, los seguros de vida, el sensacionalismo por las muertes individuales o las matanzas colectivas y tantas cosas más nos inundan. ¿Cómo podría ser de otra manera? Sólo que la mano del consumo se afana por maquillarla. Tan atareada está nuestra civilización en producir instrumentos confortables que un coche, una silla eléctrica o un ultramoderno armamento comparten rasgos tan comunes que se hace casi imposible distinguir sus usos. Es posible que más de uno crea que la transformación laboriosa e intensa de la tierra, cualquiera que sean sus consecuencias, es una buena terapia contra la muerte. Si la misión del hombre es sobrevivir, mejor que lanzarse a las vanas reflexiones sobre lo imposible es dedicarse a las pequeñas conquistas de todos los días e ir robando, con la sabiduría del estoico o la indiferencia del escéptico, a lo posible los gozos que nos proporciona.
Lo malo de tal terapia es que no da los resultados apetecidos. Y es que pocas cosas más terribles que comprimir hasta anular un deseo que quiere expresarse. La muerte, así, toma carrerilla, se venga de su represión, invade y se difunde por todas partes, sin que se la localice en sitio alguno. Cuando se quiere combatir la muerte reduciéndola al silencio, quitándola el nombre, ésta se revuelve y mata dos veces: además de la muerte física, real, se transforma en una guadaña gigante, en la abstracción que, poderosa, planea sobre nuestras cabezas. Como el Jehová innombrable aterroriza, y lo mismo aparece en unas zarzas que bajo la faz de una ley o de Leviatán.
La muerte apartada corre el peligro, como insinuamos, de hacer un guiño y seducir a los que se ahogan en una vida raquítica. Es el caso del seudorromanticismo o la aceptación incondicionada de lo terrorífico (que no la autodefensa decidida). Enfrente de una sociedad agresiva que enmascara su violencia con gestos de paz y palabras hipócritas se puede reaccionar con la misma sustancia: trocando la muerte en medio político, haciendo de aquélla, que es una necesidad biológica, una obra cultural.
La alienación, como es sabido, consiste en no permitir que el in
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dividuo se relacione con él mismo, a no ser de modo pervertido, invertido y monstruoso. Donde podría haber creación surge un opaco trabajo. Donde podría darse una comunidad surge una generalísima voluntad que no es de nadie. Pues bien, en el caso de la muerte desaparece la riqueza que podría tener simplemente por ser nuestra. La alienación genera sus fantasmas. Por eso no es sorprendente que hagan su aparición nuevos -viejos- monjes con sus doctrinas y manejos. Es el burdo retorno de lo siniestro recubierto de una debilidad que le posibilite presentarse, inocuamente, a la luz. La alienación, sin embargo, no nos deja hacernos preguntas como éstas: ¿Cómo es posible imaginarse hoy, nuestra propia, muerte? ¿Qué proyecto de inmortalidad se puede acariciar allí donde la religión ha languidecido, se ha escurrido con sus mitos y no habla ya más que un lenguaje prestado? ¿Cuáles podrían ser los símbolos vivos de la muerte en una cultura como la actual?La muerte propia y voluntaria. nos proporcionará un ejemplo instructivo de cómo se enfócalo. muerte en esta época. El suicidio es hacer sitio a la muerte de tal, manera, es introducirla tanto -como quería Rilke- que al final vida y muerte se enlazan. Las sociedades, con sus Gobiernos y sus costumbres, han solido reaccionar contra el suicidio. Al suicida se le han negado incluso honras fúnebres dignas. La modernidad se ha hecho, ciertamente, más tolerante al respecto gracias a los primeros rebeldes -Montaigne, Montesquieu o Hume-, de modo que ha ido calando el respeto al suicida. Al suicida, que no al suicidio, frente al cual se mantiene un rechazo cuasi instintivo. No es ya, desde luego, un cobarde o un inmoral; pero se dice que sufría lo indecible o que había padecido tal desengaño amoroso que sucumbió víctima de una circunstancia anómala. De lo que se trata es de robarle el acto ejecutado. Se le toma como aberración de una sociedad insatisfecha, como persona sin piel suficientemente dura como para seguir, a pesar de todo, viviendo. Raramente es un ejemplo para aprender a preguntarse qué es lo que hace buena a la vida, aparte de la vida misma.
Y es que en el fondo -y nada digamos en la superficie- está la concepción superutilitarista de la vida. La moral dominante es utilitarista hasta extremos que causan estupefacción: sólo cuentan los medios, y tanto cuentan los medios que sólo hay medios. Y medios ¿para qué? Para nada. Estando así las cosas, no le es difícil al poder decretar oficialmente qué es la felicidad. Lo malo es que -lo dijo Camus- los hombres mueren y no son felices. No importa: se ha establecido el deber de la felicidad y se ha prohibido el derecho a la infelicidad. Algo es bueno ya por el mero hecho de existir, seguir reproduciéndose y servir a unos intereses, vagos y lejanos, incuestionables.
El tiempo y el presente
Las palabras, de esta forma, siguen el orden establecido y son como piezas que para todo valen. Donde el utilitarismo impera, la convivencia se desvanece y la vida se seca en aburrimiento, en muerte. Y es que cuando lo instrumental es lo que importa, cuando el tiempo es la medida de todas las cosas, entonces el tiempo nos desvela que es el hermano de la muerte, la cara visible de ésta. Y el tiempo tolera cualquier cosa, menos el presente. Se ha dicho que vive eternamente quien vive en el presente. En una existencia -como la nuestra en la que el presente sólo cuenta en tanto vale para un futuro que nunca llega, es natural que la muerte triunfe y su miedo se agrande hasta producir un silencio de muerte.
Contradictoria sociedad ésta, que mata sin cesar, se estructura como muerte y se asusta y se escandaliza hasta ni siquiera mentarla. Contradictoria civilización éste, que se construye con inmensos esfuerzos para defenderse del destino y de la naturaleza y no es capaz de aceptar el riesgo del vivir, los laberintos de la imaginación y el placer de lo multiforme. Contradictoria sociedad la que se enorgullece de haber proscrito la muerte en sus códigos, mientras su columna vertebral son las armas y la coacción. La muerte ha dejado de sentirse porque está bien instalada. Ni siquiera necesita avisar.
Me gustaría acabar con las palabras de un historiador romántico. Son palabras que escribió al final de una.dedicatoria a su hermana, muerta cuando investigaban juntos. No es una elección al azar. Quiere mostrar que si la muerte es lo desconocido por excelencia, que si contra ella choca todo conocimiento posible y se estrellan las ambiciones más desmedidas o las pasiones más delicadas, entonces la muerte es de tal forma la otra cara de las cosas que en su inmensa oscuridad aurorea el único consuelo. Las palabras en cuestión eran éstas: "Revélame, oh genio bueno, a mí, que me amabas, esas verdades que dominan la muerte, impiden temerla y la hacen casi amar".
es profesor de Filosofía de la Religión en la Universidad Autónoma de Madrid.
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