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Nicaragua, la escuela y el fusil

Dos breves y blancas habitaciones forman la escuela. Decir "escuela" en la reducida y pretenciosa perspectiva de un europeo es nombrar un espacio físico, una institución, una etapa vital, que forman parte de un mundo rutinario, establecido. Mas no es éste el caso de la escuela que evoco. En ella se agolpan los rostros morenos y vivos, las miradas centelleantes desde sus ojos negros de un puñado de niños nicaragüenses. Son hijos de campesinos, y muchas veces campesinos ellos mismos, porque hacen falta también las manos infantiles para recoger los frutos de una tierra que ahora empieza a ser trabajada racionalmente, remediando un hambre milenaria. Esas manos acostumbradas al trabajo prematuro ahora tienen la oportunidad de empuñar un lápiz y empezar a escribir en los rayados cuadernos. Tal posibilidad significa algo tremendamente nuevo para ellos, los pequeños aprendices, y para la misma maestra, muy joven, liberada del analfabetismo no hace mucho y decidida a transmitir, como otros muchos, lo que recientemente ha aprendido en una reacción en cadena, solidaria, generosa, incontenible.La escuela está en Jalapa, al norte de Nicaragua, ribereño con Honduras. Justamente allí donde los somocistas, los contrarrevolucionarios -o contras, según el término con que popularmente son designados-, en frustrado intento de invasión, pretendían establecer un Gobierno que, reconocido por Estados Unidos, asentara la división del país y la guerra civil. No sólo es nueva la escuela; también lo son los cultivos, las viviendas del "asentamiento", en que se han reunido gentes anteriormente dispersas, perdidas, que sobrevivían abandonadas, marginadas de la cultura más elemental, de la asistencia sanitaria, de la misma comunicación humana. "Antes no nos conocíamos, estábamos aislados; ahora somos una comunidad, un pueblo y nos ayudamos unos a otros", me explica la mujer que en la cocina prepara la comida para los niños, con esa lucidez con que las gentes más sencillas de Nicaragua dan cuenta del profundo cambio de vida que han experimentado.

En la escuela dirijo mi mirada a través de la ventana y veo los maizales, los campos cuidadosamente cultivados; más allá, el ganado que pasta pacífico con la mansedumbre de los rumiantes. La perspectiva idílica, sin embargo, está cruzada por la imagen de

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un soldado, que se apoya en el alféizar de la ventana y mira sonriente a los niños que han empezado a entonar divertidas canciones en honor de los visitantes. Del hombro del soldado cuelga un fusil. La armonía fácil, edénica que inundaba el espacio y el momento se sobresalta, parece quebrarse ante la presencia de las armas. ¿Un fusil en una escuela? ¿No es algo contradictorio? Es sólo el principio de la lección: a no muchos metros de la escuela podemos descubrir los refugios subterráneos, el cobijo de los hombres, mujeres y niños del asentamiento frente a los disparos de mortero, los intentos de invasión, las incursiones que se repiten desde la frontera, la ininterrumpida sucesión de muertes que las madres de Jalapa poco antes nos han relatado.

Resulta que las letras, el derecho a la educación, al trabajo, a la vida digna que se están conquistando son realidades que tienen que ser defendidas con las armas. La utopía de los filósofos ilustrados pensaba que la difusión de la educación y la cultura cambiaría el mundo. Debían tener razón al ponderar la fuerza liberadora de la cultura que tanto terror suscita. Como nos decía la madre de una víctima de los contras: "Antes, cuando no sabíamos leer, teníamos una venda delante de los ojos". Pero se equivocaban nues tros abuelos ilustrados al pensar que su vía salvadora era un camino fácil. Parece que cuando la escuela es popular, nacida de la voluntad de un pueblo que quiere redimirse a sí mismo, hace falta un ejército también brotado del pueblo que la defienda. Aunque todos, soldados y civiles, están unidos en un solo grito: "¡Queremos la paz!".

Regreso de Nicaragua y leo las noticias que inundan la Prensa sobre la situación en Centroamérica, las especulaciones de los analistas, las fintas y compromisos de la política internacional. Mi memoria es asaltada por los versos de León Felipe: "Yo no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto...". Pero tengo que corregir en esta experiencia al gran poeta, porque por una vez no he visto al hombre adormecido por los "cuentos"; he visto allí, en Nicaragua, crecer realidades altas como torres; he visto a los hombres cultivando los campos que ya eran suyos con el fusil al hombro; he visto a los niños que iniciaban una nueva vida abierta de posibilidades; he oído a las madres hablar con serenidad sublime de los muertos que ofrecían a este presente; he abrazado a gentes para quienes la vida repentinamente ha cobrado sentido. Y les he oído hablar de la patria por la cual están dispuestos a dar su vida; una patria que no es un término retórico con que los privilegiados encubren sus intereses, sino una realidad inmediata, recuperada, devuelta al pueblo.

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