Chamartín, la mayor comisaría de España, es un espejo de la falta de recursos materiales
El comisario jefe de Chamartín invita a contemplar un panorama de paredes pintadas de amarillo hace demasiados años, zócalos con huellas de zapatos, sillas destripadas, mesas que cojean y suelos convertidos en ceniceros."Este local es ofensivo para los que lo visitan y para quienes trabajamos en él", dice. Y añade que con 35 funcionarios del Cuerpo Superior de Policía y una compañía de Policía Nacional dotada de 180 hombres, tiene que velar por la seguridad de 800.000 ciudadanos del noreste de Madrid. La comisaría de Chamartín, la que cubre un área urbana mayor en España, es para la policía madrileña el mejor ejemplo de sus condiciones de trabajo.
Para los policías de la comisaría de Chamartín, la jornada comienza con el agolparse de los ciudadanos que denuncian agresiones o robos perpetrados durante la noche; continúa con las investigaciones de esos delitos y de los muchos qué, se van produciendo conforme transcurren las horas, y termina, ya muy entrada la madrugada, con una pelea a puñetazos y mordiscos en una discoteca templo del rock madrileño. Al cabo de 24 horas, se habrán producido en el distrito un centenar de hechos delictivos.En los pasillos y salas de la comisaría se mueven inspectores de paisano, agentes uniformados, denunciantes, denunciados, confidentes o confites, detenidos y hasta lunáticos. "La Nochevieja de 1981 vino una mujer a denunciar que sus vecinos de cementerio no la dejaban en paz, que habían organizado cotillones en sus tumbas. La señora dijo que estaba muerta des de hacía 14 años", relata el inspector Felipe P., 29 años, casado, un hijo, nueve años en el cuerpo, que aquella noche trabajaba en la inspección de guardia. El comisario jefe de Chamartín tiene su despacho justo junto a la puerta, y cuando entra o sale se cruza con las colas de denunciantes, que en muchas ocasiones forman 50 o 60 ciudadanos. Sus inspectores disponen de tres habitaciones. En una de ellas, la ocupada por el grupo de seguridad ciudadana, hay una vitrina con el pequeño museo de la comisaría: dos cuchillos acanalados, unas llaves de pugilato, pipas de hachís, tubitos para esnifar cocaína, cartas de trileros y armas de fuego, unas de veras y otras de juguete. Falta, porque se quedó en el juzgado, el paraguas con el que un hombre mató a su esposa. "Le clavó en el ojo una punta metálica de siete centímetros", recuerda un funcionario.
En la sala donde trabajan los del grupo de Policía Judicial, el cristal de la puerta permite que desde el interior se vea el pasillo, pero no al revés: se usa para que los testigos identifiquen a sospechosos. En la tercera sala, las paredes están empapeladas, en plan se busca, con fotocopias de la instantánea de Ricardo Sáenz Ynestrillas y sus compañeros ultras junto a los retratos de Franco y José Antonio publicada por algunos periódicos. Esa es la espina que tienen clavada los componentes del grupo de información.
Detenidos, en los archivos
La situación de los policías nacionales destinados en la comisaría es aún peor. Ocupan un departamento de apenas 12 metros cuadrados, en el que casi siempre trabajan seis o siete agentes: uno atiende el teléfono exterior, otro la radio que comunica con los coches patrulla, un tercero cuida el telex, que constantemente vomita mensajes de la Dirección de la Seguridad del Estado, y el resto está de retén o vigila los calabozos, situados escaleras abajo. La comisaría tiene tres calabozos, y, como el número de detenidos es casi siempre mayor, hay que ponerlos en los archivos, sentados en sillas o tumbados en colchonetas en el suelo, rodeados de cientos de legajos y vigilados por un agente. Todo huele a tabaco y sudor humano, porque el 80% de las dependencias de la comisaría carece de ventilación.Pero la mayor parte de los policías uniformados del distrito de Chamartín se dedican ahora, según las indicaciones del Plan de Seguridad Ciudadana de Madrid, a patrullar por las calles en turnos de seis horas, a pie o en coche. El cabo Carlos C., 37 años, casado y padre de un hijo, es uno de ellos. El cabo reside en Alcalá de Henares y todos los días tiene que hacer unos 60 kilómetros para ir al trabajo y volver. "La mayoría de los policías nacionales destinados en Madrid vivimos en pueblos de la periferia, como obreros que somos. Fíjese que yo, un cabo con cuatro trienios y varios pluses, cobro 68.000 pesetas al mes", explica. Su compañero habitual, el agente Manuel T., 29 años, casado y padre de dos chavales, informa que reside en Fuenlabrada, recorre diariamente unos 80 kilómetros para acudir a la comisaría y regresar a casa y gana unas 60.000 pesetas mensuales. Carlos y Manuel conducen un Seat 131 con motor 1.600, pintado de blanco y en el que puede leerse la palabra policía. Es un radiopatrulla zeta, y en concreto el que responde a la clave B-25. Entre los asientos delanteros hay un subfusil Z-70, con 30 balas en el cargador, del calibre 9 milímetros Parabellum. Hace unas semanas robaron este arma a otros dos policías nacionales madrileños que perseguían a pie a unos fugitivos. "Se conoce que los compañeros dejaron el coche abierto y los chorizos les hicieron un regate, volvieron al punto donde empezó la persecución, cogieron el coche y luego lo abandonaron, llevándose el arma", dice el cabo. El B-25 patrulla por una ruta fija del barrio de Manoteras. De cuando en cuando, la base o punto cero, la comisaría de Chamartín, lanza el aviso urgente de que en la zona ocurre algo anormal. El copiloto conecta entonces la sirena y el lanzadestellos o pirulo y, a velocidad que pone los pelos de punta al profano, se acerca en menos de cinco minutos al lugar indicado. Pero el cabo sólo ha sufrido un accidente en 14 años de servicio."Fue de madrugada, y porque un tío se saltó el semáforo en rojo. Me partí casi todas las costillas"recuerda.
Identificaciones masivas
Sin embargo, la mayoría del trabajo del zeta es de índole preventiva. Recorre una y otra vez los puntos prefijados en el planillo establecido en él plan de seguridad y de cuando en cuando se detiene en alguno. A las 21.30 horas, en una placeta del distrito, un grupo numeroso de muchachos está sentado en los bancos, bebiendo cerveía en botellas de litro. Con toda naturalidad, el cabo baja de la lechera, mientras su compañero permanece de pie junto a ella, y da una voz: "Todos contra la pared y con las manos en alto"."Los vecinos del barrio se quejan de que estos chicos se drogan constantemente y arman escándolo, y qué van a hacer, si están todos parados", explica un segundo antes de poner manos a la obra. Los chavales han obedecido como un solo hombre, y la pared del centro social de Manoteras se convierte en una hilera de espaldas. Uno por uno, el policía los cachea y luego identifica. Nadie lleva nada ilegal, y después de un pequeño sermón pueden abandonar la incómoda posición y regresar a sus ocios. Al cabo de seis horas de patrulla, el B-25 ha recorrido unos 100 kilómetros y regresa a la calle de Cartagena. En la calle, los vehículos policiales están situados en doble fila, porque esta comisaría no tiene aparcamiento. propio. Los vecinos se quejan de ellos, como también protestan porque hasta sus viviendas, situadas encima de la comisaría, llegan los gritos de los detenidos que atraviesan el síndrome de abstinencia o mono.
En un sótano, tan lóbrego como los calabozos, los policías se amontonan para quitarse el uniforme y vestirse de paisano. Guardan sus armas en bolsas de plástico junto a las fiambreras con los tentempié preparados por sus esposas.
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