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Reportaje:

El pollo de Maravillas

Desde la granja al mercado, un destino inexorable tras 56 días sucesivos de engorde

Desde los cerros próximos, el pollo, moderna máquina capaz de transformar cuatro kilos de pienso en dos de carne al cabo de 56 días, avanza hacia Madrid para caer en cualquier olla. Aunque se asegura que no se inyectan hormonas para contribuir al engorde, la vida del pollo es un entramado de grano, vitamina y, en ciertos casos, éxtasis sexual.

El veterinario de la granja Los Arcángeles (250.000 pollos de engorde a la semana) fue tan rotundo como los demás: "Ni hablar de hormonas para cebarlos. Es ilegal. Y resultaría más caro que hacer un pan con unas hostias".El milagro del pollo que pesa dos kilos a los dos meses de nacer es propio del santo espíritu norteamericano: ingeniería genética, piensos ricos y productos correctores. Los madrileños comen 21 kilos de carne de pollada al año (incluidos niños de teta), gracias a la gallina norteamericana de los huevos de oro, que, sin perder la pluma, nos enseña el metal.

"Claro que son seres vivos y enferman explica el veterinario Javier Rodríguez, "cogen catarros y pueden tener fiebre y entonces se les dan antibióficos, aspirina y bálsamos analgésicos". Las vacunas se meten en ese ojo tan redondo e inexpresivo del ave. "Y no padecen depresiones nerviosas, porque son seres absolutamente felices. Comen. Las aves ponedoras ponen su huevecito. Las reproductoras gozan en una orgía permanente con la cópula del gallo. Y puede afirmarse que el gallinero moderno es un auténtico paraíso artificial".

Sin embargo, no hay felicidad, grano, éxtasis sexual o vitamina eterna. A los 56 días de ver la luz llega la negrura completa. Y llega de madrugada, cuando la ciudad, envuelta en su nube de contaminación, niega el canto del gallo al que separan de las hembras, y en el corral entran unos hombres, y con movimientos precisos agarran a las víctimas y dejan vacía la parva.

En todos los ajusticiamientos hay cierta poesía: la víspera del degüello no hubo pienso, sino jornada de reflexión. Como el pollo de engorde carece de voluntad propia, no se le concede, por tanto, el último capricho de los reos a muerte. A las cuatro de la madrugada los camiones, con una carga de 5.000 presos cada uno, circulan por los cerros del Globo en dirección a Lominchar, y antes de que el sol traiga luz el matadero de Herca inicia su labor de exterminio: 90.000 aves en ocho horas.

Todos no llegan a este trance. Los que nacieron para reproducir se la juegan al día escaso de venir al mundo en la cinta sexadora. "Somos nosotros, generalmente orientales, quienes, como sexadores, determinamos el futuro del ave. Si es hembra, cosa que apretando el abdomen vemos con un margen mínimo de error, se salva y queda en la cinta; si es macho, lo tiramos al saco de plástico y mueren unos encima de otros, por asfixia".

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El precio que paga un sexador es alto: muchos pierden la vista prematuramente. Se quedan ciegos y ya no tienen más trabajo.

Ahora, los pollos del consumo ya sonenipujados, sujetos por las patas y boca abajo, hacia las naves del matadero. La señora que a mediodía pondrá el caldo en el puchero todavía duerme. El cocinero de Lhardy aún no piensa en las croquetas. Sólo se agitan los trabajadores de la cadena, atentos en sus puestos, como si fueran ellos mismos aves agarradas en el aseladero. El ruido resulta ensordecedor. Primero, reciben una descarga eléctrica al atravesar un túnel azul. Salen aleteando, "con fibrilaciones", y del atonadero pasan a manos de tres degolladoras jóvenes, que esperan, de pie, al fondo de la gran sala de salpicaduras de sangre. Cada mujer esgrime un cuchillo: "Te acostumbras como a cualquier trabajo", dice Belén Bravo, 20 años; "con el ruido molesta menos, pero si se va la electricidad hay unos cuantos pollos que tienes que matar en silencio, y oyes el cuchillo en el hueso". Mary Fe Alonso, 23 años, dice que el oficio le gusta; los pollos no le dan penal.y "me casco 17.000 en una jornada". La otra muchacha, Milagros Fernández, 21 años, lo encuentra fácil, pero te pones nerviosa si uno se te escabulle y tienes que seguirlo".

El trapecio rodante lleva a los pollos a un túnel de escaldado, donde alguno cae, pero un tipo lo pesca con un enorme tenedor, y de aquí les vemos entrar en una máquina con cientos de dedos de goma, que los despluma. Otro empleado quita a mano lo que la máquina no sabe: plumaje del extremo de las alas y del culo, que "está fuerte y jodido".

Hacia el mercado

Viene más adelante la visceración: el hígado, por un lado, y el ovario (si son gallinas), por otro. "Ese huevo, todo yema, se exporta a Japón y es un misterio lo que hacen con él", dice director del matadero José EugenioRodríguez, mientras otra empleada corta crestas a destajo: "Sí, señor; corto a razón de 1. 100 por hora", explica Consuelo Palomo -bonito nombre para el oficio-, quien, a sus 23 años, promete no comeruna cresta en su vida.

Pero otros se las comerán, porque ricas dicen que son. Con una hora de frío (hay que atemperar al cadáver) y 15 minutos de faenado, el pollo camina, entero o despiezado, hacia Madrid.'Penetra por Bravo Murillo hasta el mercado de Maravillas. El pollo sube la rampa,entre un ciego, la tienda de óptica y el establecimiento de ropas para, casa. Su entrada, al hacerse de día, es cas triunfal. El mercado (9.000 metros cuadra dos, 27 pollerías) le esperaba impaciente Unos vendedores -de limones, que los agrupan en el suelo de seis en seis, como suelen hacer los persas, abren paso a las cajas. Hay algún mendigo que hace ademán de saludar en posición de clueca. El pollero, Morata, despliega la mercancía y pincha donde hay más molla el precio de hoy: pollo a 290 pesetas el kilo; gallina, a 120. "Es más barata 1 gallina porque ya dio servicio antes", co menta Morata. Y aquí y allá el desfile es constante: "Me lo trocea y lo pone sin patas ni cabeza", ordena Florencia Fraile, de 47 años, "y, oiga, Oiga, le quita el culo, ¿eh?". Luego, esta señora dice que va a hacer cocido: "Echo un cuarto al puchero, pero el resto, para mañana, en pepitoria, que a mi esposo, que es conserje en Peñagrande, póngalo usted ahí en la televisión, le gusta mucho la pepitoria".

Otra mujer, Rosa Aisa, pide cuatro traseros, que los pondrá con patatas. Y en el puesto de allá, León Capitán, de 60 años, pide "uno que sea pequeñito, como un servidor". Lo quiere en "cuatro cachos". Capitán paga 266 pesetas y protesta porque siempre le dejan pelos al "pollo de coña este, jo", y lo que tiene el hombre es dolor de paro y despido: "Me echaron de un establo en Fuenlabrada, sin pagar ni na, y el pollo se lo doy a la mujer de la pensión y lo echará con arroz".

"Favor, favor, señor, dos pollos por las coyunturas; sólo cortar por las coyunturas", pide educadamente la alemana Carola Justi, quien, casada con ibérico, lo cocinará al ajillo.

Ya no hay 'boom'

"Ahora ya no hay el boom del pollo, hijo; ahora suben cada semana 20 pesetas", dice Sinforosa Morales, 69 años. "Se vende a final de mes, cuando ya no queda dinero para. otra cosa más cara. Que no siempre queda". La crisis arrasó a la ostentosa poularda, que venía de Bayona, y luego ya se hace en Barcelona. Y nadie trae capones, porque no se capa. El producto es híbrido. Queda el consuelo de saborear "el bocado de la reina", culo frito, que a muchos consumidores les chifla. José Menéndez, propietario del asador La Casa de los Pollos (unidad a 350 pesetas), asegura que "sería un error seccionarles el ano a estas deliciosas aves, que se nos quitan de las manos a razón de 300 al día".

A eso de la una, beatas, caballeros de tradición clásica y turistas bien aconsejados acuden a Lhardy (Carrera de San Jerónimo), donde, desde 1839, "seguimos haciendo el consomé con pechuga de gallina fresca a cocción lenta", dice, acariciando el samovar de plata, que cada cliente ordeña, el propietario, Ambrosio Aguado. Ésta es la destilación lujosa y nostálgica de un producto que antaño quedaba reservado para los seflores con muchos posibles. Aquellos que decían: "Para el verano te espero, pollo tomatero". Hoy, el pollo inglés, alimentado con harina de pescado, podría tomarse no en verano, sino en la vigilia de cuaresma. Sabe a bacalao.

Por los suelos de Casa Mingo ruedan, descarnados, muslos y alas del pollastro popular. Esta sidrería, entre la ermita de San Antonio, con sus frescos de Goya, y la estación Príncipe Pío, es lugar de cacareo. Soldados recién licenciados y licenciados que algo darían por un rancho y la paga, llenan desde las diez de la mañana hasta la medianoche lo que fue local de Renfe, y hoy, con decoración de vagón de tercera, es una aproximación de Asturias a la Mancha por Cabrales, con chorizo de Avilés y capón toledano, que todo entero y verdadero cuesta 350 pesetas.

A los anglófilos, en cambio, les tira el Kentucky, del coronel Sanders (en Hurtado de Mendoza), un coronel, que en paz descanse y que en nuestro país, donde el sable cotiza, ascendió a general. Por 21 piezas rebozad.as, con estuche de cartón y las 11 especias incorporadas al frito, usted desembolsa 1.550 pesetas o el equivalente en dólares, que todo va a la misma cuenta. Y se mete un muslo (aquí no hay culos) en la boca y es como si entrara sin dentadura en un saco terrero. Para Jesús Rodríguez, gerente del famoso coronel de Madrid, la media es de chuparse los galones: 500 pollos al día.

En globo está lo del pollo, la gallina y el galpito. "Perdemos 50 pesetas por cada unidad producida, y como producimos 10 millones de pollos al cabo de la semana, las pérdidas del sector se elevan a 500 millones de pesetas", dice, dando una sacudida a sus tirantes, el director gerente de la Asociación Nacional de Productores de Pollos (ANPP), Emilio Pérez. Si sube el precio (y sube), bajará la demanda y aumentarán los stocks, que ya no caben en los frigoríficos. Si para provocar descenso en los precios el Gobierno abre la importación, muchas empresas, tocadas del ala, caerán para siempre. "La catástrofe no tiene precedentes en la biografía del pollo", concluye Pérez.

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