Irma la sabia
La noticia de que Shirley MacLaine, a su llegada a Barcelona, pidió una asistenta -o sea, criada- feminista y de izquierdas para que la atienda durante su estancia en nuestro país ha sembrado el desconcierto entre los sectores más lúcidos de la grey femenina. ¿Pretenderá la protagonista de Inna la dulce asesinar a las feministas de una en una, por el procedimiento de obligarlas a sacarle el polvo de los panties hasta la extenuación? ¿Estará tratando de encontrar a la más competente entre todas, para nombrarla heredera universal de sus bienes y de sus pecas? Perplejas deben de estar muchas.Y, sin embargo, yo creo que MacLaine lo tiene nítido. Consciente hasta las cachas de su irremediable sino de mujer socialmente triunfadora y éticamente progresista, la actriz sin duda ha pasado por esa etapa inevitable en que todas las modernas que necesitamos de alguien que nos lave la ropa mientras curramos fuera de casa -pretendemos redimirnos dándole clases de progrez a la asistenta.
Grave error. He conocido casos de mujeres estupendas que sudaban hasta la anemia a la hora de pedir, hechas temblores, que la asalariada de turno les preparara un cocido. No contentas con afrontar esa y otras vergüenzas, tales como criticar la escasa blancura de las sábanas o el churrete camuflado de la cristalería, han tenido que lavar su propia culpa pagándoles clases nocturnas de cultura general, regalándoles La mística de la feminidad y, en algunos casos, accediendo a los ménages á trois propuestos por el propio marido, en aras de la participación de las clases menos privilegiadas en las nuevas formas de convivencia. He conocido a algunas que, inclusive, se llevaban a la mucama a la ópera, y entre acto y acto la invitaban a un benjamín.
Como Shirley MacLaine tal vez no ignora, todo ello sólo conduce a que las asistentas se emancipen, piensen por su cuenta y se larguen con viento fresco en pos de un empleo menos agobiante y mejor pagado. Por ello, sabiamente, las pide dotadas de catequesis previa. Así la relación se convierte en un igualitario cuerpo a cuerpo en el que capital y fuerza de trabajo pueden dialogar sin que se metan de por medio las engorrosas, chapuceras y a menudo obcecadas malas conciencias.
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