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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Lord Keynes, Reagan y el déficit público

Son las otras caras del monetarismo, que reaparecen cuando, tras los resultados de las elecciones de medio término y ante la proximidad de las elecciones presidenciales de 1984, los máximos responsables del gobierno de la economía estadounidense se apresuran a afirmar que en la base de su programa económico nunca estuvo una única teoría económica. "Ponemos un mayor acento en la economía de oferta respecto a la economía de demanda, aplicamos una buena dosis de monetarismo académico, pero, sobre todo, desarrollamos un programa, práctico que pone el énfasis en consideraciones prácticas más que en el convencimiento absoluto de llevar adelante una teoría económica ad infinitum".Que la reaganomics sólo ha funcionado en parte y que la recuperación de la economía americana no tiene su causa en ella, sino a pesar de ella, se pone al descubierto tanto en ese cambio de rumbo de las autoridades económicas que ahora abogan por un pragmatismo no muy alejado de un keynesianismo disfrazado -al menos, tal y como los políticos han entendido el esquema teórico de Keynes- como en la contundente realidad de los hechos.

A la luz de los últimos datos disponibles, es evidente que la economía norteamericana no sólo ha reaccionado, sino que comienza a sobreponerse al electroshock de la terapia monetarista y está consolidando la fase de recuperación iniciada a comienzos de este año. Sin embargo, la recuperación en curso no es la respuesta espontánea a la yugulación de la inflación, ni mucho menos a las reducciones impositivas que propugnaban los defensores de la economía de oferta.

No hay que olvidar que, hasta el momento, el motor de la recuperación económica estadounidense está girando por el empuje que recibe de la demanda de consumo, y a este hecho no es ajena la única incógnita que mitiga la euforia actual de los operadores económicos y que empaña el brillante horizonte económico de los próximos meses; es decir, la expansión incontrolada del déficit presupuestario, que al final de este año fiscal cerrará con 210.000 millones de dólares o, en otros términos, el 6,5% del PIB americano.

Entonces, un ingenuo espectador de la vorágine que invade nuestro tiempo económico se sentiría tentado a preguntar ¿por qué se apoya en el déficit público la práctica de la política económica de Reagan cuando el soporte teórico de la reaganomics y el programa electoral propugnaban un dogmático y apasionado retorno al equilibrio presupuestario anual?, ¿es que acaso Reagan se ha convertido al keynesianismo? ¿Cómo han interpretado los políticos a Keynes? ¿Es tan firme y coherente la nueva moral económica de los ideólogos del Partido Republicano?

Una interpretación tendenciosa

Los interrogantes anteriores adquieren todo su significado en el ámbito de una profesión que padece una profunda crisis de identidad -por la poca adherencia con la realidad de la teoría y por la inoperancia parcial de las recetas de política económica al uso para superar un marasmo económico que, no en vano, ya evoca el espectro de la gran depresión- y en un año en el que, además, se celebra el centenario del nacimiento de J. Maynard Keynes; sin duda, el economista más influyente de este siglo y uno de los de más probada coherencia y honestidad intelectuales.

Si bien es cierto que las políticas económicas adoptadas por la mayoría de los Gobiernos occidentales en la posguerra recibían su fundamentación teórica en un esquema de inspiración keynesiana, a partir de los años setenta, la enorme complejidad de las economías, de las sociedades y de las estructuras de poder en las democracias industriales de nuestros días ya no responden plena ni satisfactoriamente a los modelos de política económica simplificados; ya sean de inspiración keynesiana o monetarista.

La subdivisión de las economías en sectores competitivos y monopolísticos u oligopolísticos; la fragmentación del mercado de trabajo; el nacimiento de circuitos financieros alternativos y, por consiguiente, las dificultades inherentes a una definición precisa de los agregados monetarios; la abundancia, rápida circulación y utilización racional y sistemática de la información por los agentes económicos, y la decisiva importancia de los aspectos institucionales de la economía son, todos ellos, elementos que ponen al descubierto la inadaptación del análisis teórico para interpretar con modelos estilizados fenómenos crecientemente complejos.

Sea cual fuere la suerte de una doctrina económica, y el propio Keynes reconocía que su teoría no era eterna -"He dado al capitalismo 30 años de prórroga, de supervivencia", decía-, parece evidente que estamos al final de ese peÍriodo y lo cierto es que no podemos esperar de una teoría lo que no puede damos, sobre todo cuando ésta, en su arquitectura inicial, había nacido para interpretar una sociedad muy distinta.

Lo que ya no parece justo es elaborar un catecismo antikeynesiano -lleno de equívocos y prejuicios ideológicos, que sutilmente se distribuyen a los medios de comunicación para ampliar sus efectos y crear opinión- que sitúa a Keynes en el banco de los acusados y le imputa todos los males de la economía actual. Con sentencias del tipo de: ¿no fue Keynes el responsable de que la inflación se concibiese como un fenómeno respetable?

Ante este cúmulo de ataques contra la figura del gran pensador económico, lo más hiriente para su memoria intelectual no es la atribución de esa "influencia desastrosa sobre el destino de la humanidad", sino la tergiversación y la manipulación de su pensamiento científico. Veamos cómo se ha actuado en el ejemplo del déficit público.

El mensaje de Keynes...

Al valorar adecuadamente la herencia intelectual de Keynes, los economistas damos la confusa impresión -tal vez, por debilidad corporativa- de que no sabemos ni aceptar ni disolver las consecuencias políticas de la macroeconomía keynesiana o, parafraseando una famosa sentencia del filósofo e historiador italiano Benedetto Croce, a Keynes "no queremos declararlo vivo, no podemos declararlo muerto y nos cuesta distinguir lo que en él está vivo y lo que está muerto".

En el sistema keynesiano, la eliminación o la reducción del paro se confiaba a las intervenciones anticíclicas del Estado. Ahora bien, en las páginas de su Teoría general, Keynes concebía la intervención del Estado en la economía como un factor de equilibrio, capaz de llenar el desajuste entre la oferta global y la demanda efectiva. En contra del reduccionismo al que se ha sometido su pensamiento, Keynes nunca avaló directamente los déficit presupuestarios.

Como ha subrayado Schumpeter, Keynes prestó una gran atención a las matizaciones. Por tanto, la receta de financiar con déficit la expansión del gasto público como solución a todos los problemas no es una proposición keynesiana, puesto que el gran economista británico jamás había sostenido que una política de gasto cualitativa y cuantitativamente incontrolada fuese la panacea para los males del sistema económico. En síntesis, este es el mensaje keynesiano a los políticos.

... y su aplicación por los políticos

En cambio, hay que decir que, una vez en manos de los políticos, el mensaje de Keynes sufrió una profunda deformación. La idea keynesiana del Estado como factor de equilibrio fue inmediatamente interpretada como una licencia para gastar, es decir, como la autorización incondicional para* aumentar el gasto público sin un correlativo incremento de los ingresos. El principio del equilibrio presupuestario -que sustancialmente no había sido repudiado por Keynes- desapareció por completo de la praxis política.

El porqué de esta errónea recepción de los principios keynesianos por la clase política tiene sus raíces tanto en el radicalismo inicial de algunos de sus exegetas como, sobre todo, en las normas de comportamiento de la propia clase política, que, de hecho, encontró en Keynes una supuesta justificación teórica para garantizar su continuidad en el poder. Mientras en el esquema keynesiano subyacía la influencia de la tradición filosófica de Locke-Mill y se presuponía que la política económica la dirigían personas sabias y prudentes -que únicamente miraban por el interés público-, en la realidad, durante las últimas décadas, las consecuencias políticas del gasto público han primado sobre sus efectos económicos.

De este modo, algunos políticos han llegado a interiorizar que sus posibilidades de supervivencia política son mayores con déficit que con superávit públicos, ya que los primeros son fruto del consenso y los segundos del disenso; es decir, los primeros amplían el apoyo popular al Gobierno, y el aumento de la imposición o el control riguroso del gasto público lo reducen.

Este código de comportamiento ilustra por sí solo la política de Reagan en cuanto a la recuperación económica y al déficit público.

Como político, más preocupado por la reelección que por la continuidad de objetivos y de propósitos, Reagan conoce -porque son hechos empíricamente demostrados en la realidad americana cuál tiene que ser la evolución de las variables presupuestarias en las fases del ciclo político.

Pero, además, Reagan tampoco ha olvidado el comentario del profesor Wright, quien en 1945, en un excelente artículo publicado en The American Economic Review, llegó a decir: "Un candidato conservador podría en gran medida apoyar su campaña electoral sobre citas de la Teoría general". Esto es evidentemente cierto, pero sólo en el caso de que tal candidato sepa hacer uso de las salvedades del mensaje keynesiano.

Si el candidato republicano es consciente de que la "psicosis de la inflación" de los últimos años puede materializarse en el "espectro del estancamiento económico" prolongado que ponga al borde del colapso al orden económico mundial -con forma de guerras comerciales, devaluaciones competitivas y desplome del sistema financiero internacional-, también recordará las palabras de Keynes cuando, hace ahora 50 años, señalaba, en su Tratado sobre la reforma monetaria, que jamás había pensado que la inestabilidad monetaria no fuese un problema preocupante, aunque consideraba a la deflación un mal mucho más grave que la inflación, ya que "es peor, en un mundo empobrecido, provocar el desempleo que ilusionar a los rentistas".

Si la Administración Reagan favorece la disminución de los tipos de interés reales, con el consiguiente reajuste del precio del dólar, entonces comenzará a tener algún sentido el arrogante lema en que se apoya la nueva moral económica norteamericana: "Todo lo que beneficia a América beneficia al mundo entero".

Francisco José Martos es profesor de Hacienda Pública en la Universidad Autónoma de Madrid.

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