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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La metáfora de Jacques Lacan

Y si la muerte es un punto final, tomaremos la conmemoración como un punto suspensivo... Hace dos años, el día 9 de septiembre de 1981, moría en París el docteur Lacan. De modo que al psicoanalista de hoy en día le resulta cada vez más difícil dejar de tomar como precepto lo que ese apellido significa.En vida, Lacan se caracterizó por los palmos de narices con los que pinchaba el globo que sobre él se construía. Tal fue la última disolución de su escuela, con el fin de volver a abrir al sentido del psicoanálisis y de despegarlo de su persona.

No fue la única vez que hacía el papel de Augusto: si el emperador siempre está desnudo, Lacan sabía también que aquel a quien sus contemporáneos ponen en posición de gran amo es el que más cerca está del payaso. Un psicoanalista ha de saber que con una patada, con un sarcasmo, se puede transmitir más verdad que con un largo discurso matemático.

ANTONI VICENS

TRIVES, Madrid

La elaboración lacaniana de un materna del psicoanálisis ha de servir para que éste no sea una ciencia oscura, para que su sentido no tenga que esconderse vergonzosamente como parte pudenda, para que precisamente el rol de la personalidad quede en un segundo plano.

Es inevitable la metáfora lacaniana: es que pasa por su cuerpo, por sus pasiones, incluso por su vestimenta o por su domicilio. Cualquier enamorado sabe que la calle donde vive el ser amado es sagrada. Pero si el psicoanáliísis ha de significar la posibilidad de que Eros se personifique para cada cual, también ha de reducir a un mínimo esos efectos.

Ahí sentimos qué quería decir Lacan cuando decía que su aspiración era la de un discurso sin palabras.

El discurso, como él lo definía, es algo que hace vínculo social. Y el psicoanálisis es algo que hace mover a gentes de un lado para otro: eso viene a reducirlo a una ética de nuevo cuño. Que se propone como tal, es decir, que no obliga a nadie que no entre en su juego.

Depurar al máximo el sentido de esa ética, la de Freud, extrayendo lo más posible para significarla las palabras, palabras, palabras... Una empresa imposible, como ven.

Pero no por ello menos buscada por la filosofía, por ejemplo. Si el psicoanálisis ha conseguido algo ha sido en el sentido contrario al de la filosofía: reduciendo su ámbito, sus ambiciones. Dan risa, francamente, los pansexualismos que andan por ahí. De la teoría de conjuntos aprenden los lacanianos que todo no hay. Que un todo se significa sólo para un ámbito de discurso. Y de ellos hay unos cuantos.

Seguir a Freud

Si hay un campo freudiano es, por decirlo así, a costa de la metáfora freudiana. Seguir todo Freud es perder el tiempo. Los que desean participar de ese campo, ¿habrían de tomar entonces como imperativo la restricción que sobre su vida sexual se hizo pesar Freud a partir de sus cuarenta años? O dejarse la barba, o fumar puros apestosos, o... Éstas son las hojas de la alcachofa que hay que ir quitando.

¿Qué queda entonces, retiradas todas sus identificaciones, todas esas trovas? Una forma de ética, como decíamos, en la cual partimos de la base de que el sentido no es mío, que algo habla en mis tropiezos, en mis errores, en mis sueños, en mis chistes, en mis síntomas. Y que ese mensaje, como todos, supone un código y requiere un interlocutor. Y que va a la deriva, pero una deriva que dibuja unos caminos que, por repetición, circunscriben un objeto que, más que nada, es echado en falta.

En realidad, los principios, como ven, son muy simples. Y la grandilocuencia está de más; o sea, esa metáfora.

Lector de Freud

Lacan fue, es sabido, antes que nada un lector de Freud. Es que se había olvidado, y por los mismos psicoanalistas.

Recubierta la obra fireudiana por una magnitud ingente de papeles, ya costaba encontrar en el psicoanálisis quien supiese de qué hablaba. Y Lacan descubrió a Freud: términds que eran conceptos estaban allí, a disposición de quien quisiese saber un poco más acerca de la identificación o de la repetición o de la psicosis. El paso lacaniano no fue una exégesis hermenéutica; toma su fundamento en algo que no está en Freud: en los términos rigurosos con los que todas las escuelas de la lingüística moderna describen la estructura del lenguaje. El inconsciente de Freud, dice Lacan, tiene esa misma estructura.

La lógica matemática, la reducción máxima que la ciencia moderna ha conseguido de su lenguaje, hasta proponerse una sutura del sujeto -no su totalización, imposible en la base misma de esa lógica-, tiene luego su lúgar en la teorización lacaniana, que acabó en la búsqueda de unas constantes topológicas para aquella estructura (intuidas, por ejemplo, por un lingüista como Jacobson), sin dejar de esa última enseñanza más que una serie de aporías a explorar.

Ese es el trabajo que pude ser bello, o gozoso, realizar. Y que compromete más al clínico de lo que se pudiera suponer. El fin del análisis tiene que caer como fruta madura, o como la conclusión de una deducción lógica. Y eso ha de suceder sin soportes personales, con sólo la presencia del analista.

Cien veces, vuelta a comenzar. Oblivium, borramiento, desarticulación de la figura que el pensamiento proporciona, demasiado fácil. Vuelta a empezar, y aparición de una subjetividad nueva, que le permita al paciente convertirse en psicoanalizante.

Esta empresa, cada acto psicoanalítico, demuestra que no es imposible del todo. No es corriente, eso sí, pero tampoco creemos que su frecuencia de la medida de ningún bienestar.

El dogmatismo es la falta de confianza en la verdad de los supuestos teóricos que uno mismo transmite. Así, el fin del estudio del psicoanalista es el olvido, el borramiento de la fórmula.

A cada uno de ellos le toca rehacer el camino deductivo de los principios de su trabajo.

En este campo, mucho más que en ningún otro, quien pierde gana.

Antoni Vicens es psicoanalista y miembro del Col-legi de filosofía.

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