¿En qué país morimos?
El periodista Germán Santamaría nos ha puesto a los colombianos frente a frente con el pavor de nuestro propio fantasma. En dos artículos abrumadores que publicó la semana pasada en El Tiempo, los distraídos habitantes de las ciudades hemos comprendido que el infierno no está más allá de la muerte -como nos lo enseñaron en el catecismo-, sino a sólo cuatro horas por carretera de los cumpleaños de corbata negra y los torneos retóricos y las fiestas de bodas medievales de las sabanas de Bogotá. Está en el corazón de Colombia, en un vasto atardecer que conocemos como el Magdalena Medio, donde las tierras son feraces y las aguas generosas, y donde las injusticias son inmensas y seculares. Como síntesis de los horrores que vio y comprobó durante su breve visita, Santamaría ha dicho que la violencia es tan intensa y salvaje en aquel paraíso de pesadilla que éste puede considerarse -según sus palabras- como un Salvador chiquito. Pero su propio testimonio lo contradice por defecto. En realidad, el Magdalena Medio, cuya extensión es de 50.000 kilómetros cuadrados, tiene más de dos veces el tamaño de la República de El Salvador, que sólo mide 21.393. Además, la proporción de asesinatos es también comparable, pues el Magdalena Medio tiene una población que no pasa de 800.000, mientras que El Salvador -que es uno de los países más densos del mundo- tiene un poco más de cuatro millones de habitantes. No: no es un Salvador chiquito, sino otro mucho más grande que el de la América Central, y todavía mucho peor, por ser más confuso y olvidado.Santamaría ha dicho en sus artículos que por el río Magdalena bajan los cadáveres podridos con los gallinazos encima, y que las autoridades de la ribera han decidido no recogerlos por su abundancia y su mal estado. Ha contado que en la aldea de Santo Domingo fueron exterminados todos los hombres, y que sus viudas, con los niños, pasan las noches en los montes vecinos desveladas por el terror. Ha contado que en la vereda de los mangos mataron a 13 campesinos sólo porque habían asistido al velorio de dos compañeros suyos asesinados. Desde entonces, nadie se atreve a reclamar sus muertos, y los que tienen suerte son enterrados sin identidad en fosas comunes. Los otros son arrojados al río, para que se los coman los gaItinazos mientras les quede algo que comer y para que sus despojos terminen por calcinarse al sol en algún playón olvidado. Hace poco, un campesino que logró escapar de una matanza empezó su relato con una frase que barrió de un solo trazo a muchos años de literatura tremenda: "Los muertos fuimos cinco".
Quiénes son los autores de este genocidio, y con qué propósitos, es algo que no se puede establecer con precisión absoluta ni en los artículos de Santamaría ni en otros muchos testimonios que llegan a las ciudades desde el infierno del Magdalena Medio. Una cosa queda en claro: los autores materiales son bandas armadas de pistoleros a sueldo, que matan a pleno día, unas veces a cara descubierta y otras con la cara pintada, y a quienes todo el mundo conoce pero no se atreve a denunciar. Su método, por desgracia, es inmemorial en la historia de Colombia y nos resulta familiar por su barbarie. Los cadáveres que flotan en las aguas, que yacen sin dueño en las veredas, han sido despellejados a cuchillos y aparecen con los órganos genitales cortados y a veces metidos en la boca, y sin lengua ni orejas.
Son las mismas señas de identidad de aquella otra violencia que asoló al país desde 1948 y que causó una mortandad calculada por la Prensa de la época en 450.000 hombres, mujeres y niños en diez años. Que esta tragedia vuelva a salir a flote tan pronto como las condiciones sociales le son propicias, y que lo haga con las mismas formas de su salvajismo primitivo, es algo que hace pensar en quién sabe qué componentes enfermizos e irremediables de nuestra personalidad nacional.
Los testimonios que sustentan el relato de Germán Santamaría son tan apasionados y contradictorios que constituyen en sí mismos una prueba de la complejidad y la virulencia del profundo drama social que se vive en el Magdalena Medio. El personero de Aguachica dice sin más vueltas que las bandas son pagadas por latifundistas para robarles sus tierras a los campesinos pobres. En Puerto Boyaca, un diputado liberal ha dicho que las matanzas actuales son la reacción de los ganaderos contra la explotación y los secuestros a que los han sometido los guerrilleros durante 20 años. Señala, en concreto, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que han actuado en la región desde hace mucho tiempo, y a las que atribuye toda clase de crímenes y el cobro de más de 500 millones de pesos en rescates. Por su parte, el general Daniel García Echeverry, comandante de la XIV Brigada, con sede en Puerto Berrio, interpreta la situación -de acuerdo con el testimonio de Germán Santamaría- del modo siguiente: "Las FARC obligaron a 156 finqueros para quedarse con las tierras, porque lo que se está viviendo aquí es un enfrentamiento de los partidos liberal y conservador, que están desarmados, contra los comunistas, que están armados por medio de las FÁRC". Sin embargo, el MOIR, un movimiento legal que ha repudiado la lucha armada y el terrorismo como método de lucha política, ha visto caer asesinados en la región por lo menos a diez de sus dirigentes. Y Santamaría concluye: "Inicialmente todo era como una campaña para eliminar fisicamente a la izquierda en el Magdalena Medio. Pero después, sin pararse en contemplaciones de matices ideológicos internacionales, arremetieron contra comunistas y moiristas, y después contra los ladrones de ganado en el campo, y luego contra los rateros del pueblo, y, finalmente, están matando hasta a los homosexuales". Es tal el estado de confusión que, en,una reciente visita a Puerto Berrio, el procurador general de la República, Carlos Jiménez Gómez, se encontró reunido con un grupo de ganaderos entre los cuales estaban tres que él mismo había incluido en una lista de organizadores de bandas armadas, y fueron éstos quienes le pidieron cuentas por exponerlos a la vindicta pública. Tal vez, en medio de tantos intereses contrapuestos, haya, en realidad, muchos culpables en todos lados, y los únicos inocentes sean los pobres campesinos despojados de todo, que llegan huyendo del terror a las ciudades, sin otro destino más seguro que la miseria o la delincuencia común.
En los albores de su mandato, hace ahora casi un año, el presidente, Belisario Betancur, prometió, con más seguridad de la que era prudente, que en su Gobierno no se derramaría una gota de sangre. Su buena estrella, que tanto nos ha ayudado a todos, no lo ayudó en el Magdalena Medio. Tan consciente de esto ha sido él mismo que una de sus iniciativas más ambiciosas fue emprender para aquella región martirizada un vasto y costoso programa de rehabilitación a largo plazo, que empezó a caminar en junio pasado. Sin embargo, lo que desde entonces era más urgente, para que hoy no fuera demasiado tarde, era poner término con justicia a esa carnicería luciferina que no le hace honor a nadie, y menos a un gobernante que quiso ser el más pacífico de nuestra historia.
No sería justo -por decir lo menos- que al cabo de tantos esfuerzos lograra conseguir la paz en El Salvador -como tanto lo deseamos- y no pudiera lograrla en este otro Salvador interno que nos devora las entrañas.
Por fortuna, todavía el presidente Betancur es el más popular que hemos tenido en este siglo. A pesar del desgaste natural del poder, al cumplirse el primer año del suyo las encuestas demuestran que más del 60% de la opinión pública sigue creyendo en él, y entre ellos nos contamos muchos que no lo quisimos como candidato ni votamos por él. Esa es una fuerza volcánica incontenible, y tal vez la única que nos queda para enfrentarnos con buena fortuna al engendro tentacular del Magdalena Medio. El paso inmediato sería entender qué es lo que allí ocurre a ciencia cierta, cuál es la verdad, toda la verdad, e inclusive mucho más que toda ella, y sólo el presidente de la República tiene la autoridad y la información para explicárnosla con una de esas charlas sencillas, de maestro sabio, que tanto alivio nos han causado en otros instantes dificiles de su Gobierno. Sólo una conciencia nacional bien formada y mejor dirigida podrá salvarnos del desastre.
Sólo el presidente puede y debe forjarla. Pues los rumbos que va tomando el Magdalena Medio -y Dios no lo quiera- amenazan con,convertir el tiempo de su Gobierno en uno de los más sangrientos de nuestra historia.
© 1983. Gabriel García Márquez-ACI.
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