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Pakistán , el Estado que se 'fugó' de la India

Entre los numerosos Estados alumbrados por la descolonización, Pakistán, nacido por la partición del subcontinente indostánico en 1948, es uno de los más singulares. Hay agrupaciones políticas que se forman a la contra o que se consolidan por lo, que no son tanto como por lo que, aspiran a ser. Portugal, con todos los respetos, ha encontrado siempre una fuente de inspiración en no ser España; los antiguos Países Bajos adquirieron una conciencia nacional en su lucha contra los Habsburgo, lo que no impidió que a comienzos del siglo XIX se,refinaran las fronteras flamencas con la separación de la actual Bélgica.Pakistán había sido la provincia arisca, septentrional y guerrera de los diversos imperios que dominaron la cuenca indostánica desde Delhi. En la última etapa de independencia del subcontinente -con la dinastía del Gran Mongol-, a la que puso fin la conquista británica a fines del siglo XVIII, el islamismo se desarrolló fuertemente en las tierras de Punjab y más al norte en lo que hoy es Afganistán. La potencia colonial tendió a apoyarse, como cumple al estilo fabril y pragmático de los ingleses, en las jerarquías locales de origen hindú en perjuicio de la gran minoría musulmana que, con el comienzo de la agitación nacionalista a fines del siglo pasado, vio crecientemente cómo la independencia se preparaba en su contra, relegándola a.una ciudadanía de segunda clase en la futura Unión India. Hasta los años cuarenta, Ali Jinnah, a quien tan groseramente se dibuja en la película Gandhi, luchó junto a los hindúes para lograr una independencia común y no a la contra. Las grandes matanzas de los últimos años del imperio le convencieron de que había que ir a la partición, agrupando a los miisulmanes indostánicos en las zonas geográficas donde ya fueran mayoría.

Así nació el monstruo de dos cabezas que se llamó Pakistán, seccionado en una parte occidental, en torno a Punjab, de lengua urdu, y otra oriental, en la provincia, de Bengala, extremidades separadas por más de 1.500 kilómetros de la hostil tierra de la Unión.

Ese Pakistán se formó, primero, para no ser la India, y sólo segun do para buscar un eje propio' en tomo al cual vertebrarse. Ese eje sería Punjab, una especie de Castilla indostánica que impuso su len gua a los restantes pueblos del Estado, dividido en un federalismo no especialmente democrático en cinco entidades más o menos na cionales. Junto a Punjab, que hoy agrupa a más de 40 millones de los 65 millones de paquistaníes, están Sind, provincia colonizada por los punjabíes, de la que era originario el ex primer ministro ejecutado Zulfikar. Ali Bhutto; la frontera del Noroeste, antigua marca británica que domina el paso de Khyber, el desfiladero que a bría camino en las montañas a los soldados de Kipling hacia Afganistán; Beluchistán, provincia oriental en la que predominan las tribus de las que su nacionalismo sólo encuentra el espantajo común del irredentismo antipunjabí, con un relativo predo minio de los pathanes, que hablan pushtu, la lengua indígena de las novelas de P. C. Wren; y Bengala Oriental, la porción extrema de la India de tiempos imperiales, en la que se concentraron los bengalíes islamizados, en contraste con la provincia hermana de Bengala Occidental, mayoritaríamente hindú, miembro de la Unión India y pa tria de Rabindranath Tagore, el exótico poeta adoptado por la cultura anglosajona.

Derrotas ante la India

Pakistán, nacido de una crispación, frustrado en su primera disputa territorial con la India por el territorio de Cachemira, que acabó en un reparto resentido por ambas partes tras la guerra de 1949, no conoció nunca la democracia. El Estado, en permanente interrogación sobre sí mismo, vivió entregado a sus generales. Ayub Jan, un dictador populista pro occidental con un estilo un tanto a lo Primo de Rivera, que tomó el poder en 1958, trató de inventar una democracia básica o comunitaria sin partidos y se vio metido en una segunda guerra con la India en 1965, que acabó sin romper la situación de tablas que la había provocado. Ayub fue derrocado en 1969 por otro general, Yahya Jan, que metió al país en la tercera guerra con la India, estrepitosamente concluida con la inde pendencia de Bengala, hoy Estado de Bangla Desh, en 1971; desastre que pagó con la abdicación.

La conmoción de la derrota, sentida por las fuerzas vivas del abrupto patriotismo paquistaní como un 98, sólo podía. sucederse con la democracia, siquiera fuese al estilo de la casa. Ali Bhutto , un aristócrata terrateniente con una vena laica a lo Ataturk, y que en un medio político más acogedor habría sido un socialdemócrata tan distinguido como Fernández Ordófiez, rehabilitó con una indu dable proyección internacional la idea de un Pakistán reducido a su porción occidental viable y relati vamente, homogéneo; inició un proceso de distensión con la India tras los acuerdos de Simla en 1972 y reforzó una red de relaciones ex teríores que se apoyaban en la alianza con China para preocupar a Delhi y con el sha de Irán para no tener que preocuparse del irredentismo de los pathanes, sostenidos por el vecino Afganistán.

Dictadura teocrática

Los últimos años de su mandato vieron a Bhutto transformado en un manipulador crecientemente represivo, pero que no llegó nunca a perder el apoyo de sus particula res.descamisados, encuadrados en el Partido del Pueblo Paquistaní (PPP), un movimiento nacionalis ta ómnibus vagamente radical que venera su imagen como los peronistas la del difunto general y que en unas elecciones libres barrería la actual dictadura islárnica del último golpista: un Jomeini educado, aunque mal, en la acadernia militar británica de Sandhurst, empeñado en una postrera tentativa de encontrar una, justificación histórica a la existencia de Pakistán por la vía de la vuelta a los supuestos orígenes teocráticos del Estado.

Zia Ul Haq no quisiera ser Pinochet, aunque tampoco parece probable que el general chileno quisiera ser él mismo; su fuente de inspiración aparente sería el líder del fundamentalismo musulmán, el iraní Jomeini, de quien ha tomado la idea de recrear un auténtico Estado islámico en Pakistán, pero nada parecido a una revuelta popular contra el sha da una base sociológica a su mandato; muy al contrario, es una circunstancial alianza de ese bazar de clases medias, los descamisados de Bhutto, y la desagregación de las nacionalidades la que pone en peligro su continuidad represora. Por eso, Zia oscila, en la hipótesis más optimista, entre el general argentino Bignone, que quisiera desembarazarse de la patata caliente del poder por la vía de unas elecciones que dejaran intacta la posición del Ejército, y, en la menos caritativa, el general Franco. Al dictador español le asemeja su utilización del elemento religioso. El islamismo sunita, religión de Estado y no Estado de religión, le cae políticamente más cerca al nacional-catolicismo español que al chiismo de Irán.

Lo que sí interpreta, a su manera, el general paquístaní es el cansancio de una parte del Tercer Mundo, y en particular del mundo musulmán, ante el fracaso de una cierta occidentálización; el fin de los ataturkismos, de la aventura laica y relativamente democrática del Islam, que tan- distinguidamente representó Bhutto, derrocado por Zia en julio de 1977 y ajusticiado en 1979.

El general Zia se distingue de otros generales, de otros caudillos, en que no se ha limitado a tomar el poder, sino que, haciéndolo, ha pensado un Pakistán que tratara de adoptar una identidad y no su sombra. El problema es que, una vez más, Pakistán se ha definido más por lo que no es, una nación-Estado cimentada en la religión, que por lo que es, el Estado musulmán que sejugó de la India. La revuelta creciente y dispersa, no ya contra Zia, sino contra cualquier interpretación rigurosamente definida de lo que pueda ser Pakistán, debería recordarle a Zia Ul Haq que para ser general y pensar una nación hay que ser por lo menos Charles de Gaulle.

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