Pavarotti, singular intérprete de 'Idomeneo'
Junto a El caballero de la rosa, la ópera de Mozart Idomeneo ha constituido nueva producción en el ámbito del festival de Salzburgo (Austria). Idomeneo representaba el tercer trabajo conjunto del regisseur Jean-Pierre Ponelle y del director de orquesta James Levine para el Festspiele. Como en las dos ocasiones anteriores, el tándem francoamericano eligió una pieza de Mozart (La clemenza di Tito en 1976 y La flauta mágica en 1978) y una misma sala para la escenificación: la Felsenreitschule o antigua escuela de equitación, excavada en la roca, en la misma falda del Mönchsberg. El reparto, como en la producción del Metropolitan de Nueva York, (mal) vista hace unos meses en televisión, contaba con la presencia, en el papel principal, del tenor italiano Luciano Pavarotti, directo competidor a escala mundial del español Plácido Domingo (Salzburgo se ha permitido el desplante de contratar en las mismas fechas a los dos más grandes divos vocales de nuestro tiempo, lujo asombroso). Tres extraordinarias cantantes completaban el elenco: Lucia Popp (llia), Trudeliese Schinidt (ldamante) y Elizabeth Conell (Electra).Idomeneo, página escrita por Mozart en 1780, a los 25 años de edad, es una de las más grandes composiciones de su autor. Aunque sólo en los últimos años se le ha reconocido una relevancia que permitiera hermanarla con las últimas obras operísticas mozartianas, hoy no es ya snobismo afirmar que Idomeneo se halla a la altura de Così fan tutte o Don Giovanni, porque toda la moderna musicología mozartiana -Angermüller, Hutchings y Hildesheimer a la cabeza- apoya tal postura. La modernidad de la pieza ha podido llegar en algún momento a asustar a su propio creador: el final del acto II, con la aparición del monstruo marino, es un perfecto ejemplo; Mozart concluye la escena y el acto en un insólito sfumato vocal y orquestal, en vez de adoptar la previsible terminación en punta. Sólo en el año de su muerte, 1791 -11 después de Idomeneo-, volverá Mozart a escribir una secuencia similar, en la escena última del primer acto de Titus. La misma renuncia a cerrar las arias, que constantemente son enlazadas con los números inmediatos, anuncia una búsqueda casi pre-wagneriana de la continuidad del discurso musical. Desde otro plano, la riqueza de la orquestación coloca a esta partitura en un lugar único dentro del catálogo mozartiano: la Orquesta del Electorado de Munich, para la que se escriben las partes instrumentales, era la heredera física de la célebre Orquesta de Marinheim y sus recursos técnicos se hallaban entre los más vastos de Europa.
Llevar a escena Idomeneo no es fácil: ninguno de los montajes elaborados en Salzburgo desde 1951 -hasta esa fecha no llegó la pieza al festival- se ha perpetuado temporada tras temporada. El último Idomeneo salzburgués, producido por Rudolf SelIner y dirigido por Karl Böhm, sólo se interpretó durante el festival de 1976. En cambio, la producción de Ponelle puede instalarse en el cartellone salzburgués por largo tiempo: este hombre ha vuelto a demostrar que conoce como nadie las peculiaridades acústicas y espaciales de la inusual sala de la montaña, consiguiendo que cada escena del libreto resulte diferente e inesperada. El que el velamen del barco de Electra se transforme en el monstruo que asolará Creta es una buena muestra de su ingenio dramático.
James Levine, el director musical, ha recibido tremendas críticas en la Prensa germanoaustriaca: se le ha acusado de practícar una dirección hollywoodense y verista, pero nada más lejos de la realidad, porque Levine, que es habitualmente exagerado y hasta brutal, posee un milagroso sentido de la contención en Mozart, un autor al que ama indubitablemente. Levine insiste siempre en el aspecto rítmico de esta música, que sabe realzar ayudado por un instrumento tan admirable como la Filarmónica de Viena.
La mayor escena de locura imaginable
Levine y Ponelle optaron -como Harnoncourt en su magistral grabación discográfica por ofrecer la partitura redactada por Mozart para el estreno muniqués de 1781, con la adición de dos arias escritas por el autor para el estreno vienés de 1786. La primera, D'Oreste, d'Aiace, que canta Electra, supuso el momento más sorprendente de toda la producción, porque a instancias de Ponelle la cantante Elizaet Conell construye la mayor escena de locura imaginable, dejando en mantillas a la Lucia de Lamermoor, de Donizetti, o a la misma Elektra, de Richard Strauss: la Conell se retuerce, se revuelca por el suelo, intenta estrangularse con sus cabellos y, finalmente, se desmorona en medio de alucinante histeria epiléptica, todo ello sin dejar de cantar magníficamente.El otro aria, Torna la pace, conclusión -aquí sí- en punta para el protagonista, es una lógica concesión a Pavarotti, la estrella de este espectáculo.La sensación de oír a Pavarotti cantando Mozart es parecida a la que podría sugerir la presencia de un pingüino en un bosque de abetos; sin embargo, a los cinco minutos de escucharle es imposible no reconocer que -aun fuera de estilo por entero- canta maravillosamente. El sabor del cóctel es, pues, singular: Pavarotti va por un lado y el resto de los intérpretes por otro, pero todo suena bien. Extraño, pero bien. No es poco en los tiempos que corren.
Babelia
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