Sobre tamaños y calidades
La sentencia del Tribunal Constitucional que pone en fuera de juego a la ley que había de servir para meter orden en el proceso autonómico ha sido calificada -y a mi juicio con acierto- como la noticia política del verano. El tamaño no está en función de la calidad -tampoco a la inversa- y una gran noticia, para serlo y aun no más que para parecerlo, no precisa comportar suerte alguna de calificativo diferente, y en este caso, quizá, todavía menos. Pudiera ser interesante, sin embargo, plantearse la cuestión de si la noticia que glosamos, amén de grande, es también buena o mala o puede gozar -supuesto no improbable- de ambas consideraciones al tiempo.¿Para quién puede ser buena? En primer lugar, para todos: en su más inmediato sentido, es una buena noticia para todos los españoles. El hecho de que el Tribunal Constitucional demuestre su eficacia y buen funcionamiento como elemento básico en nuestro juego democrático, atreviéndose a hacer pedazos razonados a una de las más importantes iniciativas políticas del Poder ejecutivo, es firme garantía de amparo de las libertades y algo que a los españoles debe llenarnos de contento.
No obstante, también existe otro diferente sentido en el rechazo de la ley que supone una muy severa derrota para todos nosotros, omisión hecha de que, con muy candorosa malicia, los presidentes de algunas comunidades autórionias hayan celebrado la sentencia como una victoria personal.
Quiero decir que los españoles, con la sentencia del Tribunal Constitucional, hemos perdido la perspectiva que habría de permitimos observar la forma que debiera tener, o ir tomando, el propio Estado. Y eso es algo tan preocupante como desorientador. Nuestra Constitución es lo suficientemente joven como para: que los grupos políticos que pactaron su redacción, o si se prefiere -y de cara a salvar el naufragio de la UCD-, los grupos sociales que forman tras los andamiajes políticos al uso, sean los mismos que están inmersos de hoz y coz en la tarea de definir al Estado. La evidencia de que el texto constitucional entre en conflicto con la ordenación del Estado que pretendía la casi fenecida ley quiere decir -no temamos a las palabras- que nos hemos otorgado una carta magna definidora de un Estado distinto al que los Gobiernos de la UCD y del PSOE querían encaminarnos.
En condiciones normales, esto es, viviendo y laborando en un Estado con mayor tradición institucional, el hecho apenas sería más cosa que una mera anécdota política: la de considerar anticonstitucional una determinada forma de Estado alternativa a la que hay en marcha y con mejor o peor funcionamiento. Pero el problema con el que nos encontramos es, precisamente, el de la inexistencia de alternativas, situación que nos lleva al paradójico trance de que ni podemos seguir con lo puesto ni tampoco vestir de otra manera, puesto que el Estado se encuentra desnudo de forma. Cuesta trabajo suponer que el Gobierno vaya a ir probando sucesivos y diferentes modelos de arquitectura política en el fiel contraste del Tribunal Constitucional. El modelo de Estado pretendido por los grupos políticos a los que votó la gran mayoría de los españoles no marcha acorde con la Constitución que ellos mismos hicieron posible, y, en justo seguimiento, el acuerdo del Tribunal Constitucional se conyierte en una sentencia histórica que nos obliga a marchar dando palos de ciego hacia unas formas diferentes a las previstas y, en principio, también imprevisibles. Ésta es, según pienso y desde mi personal punto de vista, una mala noticia, una pésima noticia, y no porque la forma final del Estado (¿la federal?) pueda parecerme mejor ni peor que la anteriormente propuesta o que cualquier otra, sino por el hecho de que se interrumpe la única vía plausible para el acceso a la estructura estatal: la de la planificación en términos racionales. El ir de carambola y como de rebote hacia lugares no previstos puede ser un aliciente aventurero a la hora de las vacaciones, pero en ningún caso forma adecuada para la construcción de algo tan importante como el propio sentido del Estado.
Todavía resta un aspecto más a resaltar en la noticia, un matiz quizá tangencial, pero, a mi juicio, merecedor de un breve comentario. Me da el pálpito de que estamos empezando a entronizar la Constitución en el altar de las divinidades. Los sociólogos frankfortianos y neopositivistas llevan años discutiendo acerca de la categoría de totalidad, es decir, sobre la idea de la existencia o no -y por encima de la suma de ciudadanos- de algo que pueda recibir la identjdad de espíritu de la nación o del Estado, según se quiera y se prefiera. No voy a terciar, claro es, en la polémica, aunque sí haya de aprovechar su locus para resaltar dos supuestos que entiendo rigurosos: el carácter de contrato social que tiene toda constitución y el peligro a que puede llevar tanto el menosprecio de su grandeza como la atribución de equívocas y excesivas identidades. La mínima contribución que hice al texto constitucional es uno de mis mayores orgullos, y quizá también la emocionada garantía de mi ferviente identificación con cuanto allí se dice. Pero esta evidencia, sin embargo, no me hace perder la perspectiva hasta el extremo de considerar que nuestra Constitución sea algo más que un pacto implícito entre los españoles. El Tribunal Constitucional fue creado, precisamente, para velar por la pureza de las garantías que la Constitución nos ofrece, pero esa alta misión no debe ser entendida como la de los guardianes de las Tablas de la Ley. Toda constitución tiene los límites evidentes que marca la voluntad de los ciudadanos, y entiéndase bien claro que no estoy abogando por una reforma de la nuestra. Hay mecanismos políticos menos complejos y suficientes y capacez de intentar la tarea de dotamos de una forma aceptable de Estado dentro del marco de la actual Constitución. Pero sería lamentable que algunos españoles supusieran que existe una ley divina expresamente destinada a garantizar para siempre jamás una determinada forma de convivencia.
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