La íntima emoción de Badura-Skoda
El recital de Paul Badura-Skoda sobre la primera escuela de Viena, celebrado el pasado sábado en el claustro de la catedral de Santander, ha sido en realidad la primera lección del segundo curso de interpretación pianística Paloma O'Shea, que se inauguró ayer y en el que con el solista vienés participa el español Joaquín Achúcarro.Durante la década de los años cincuenta fuimos conociendo a los pianistas de la entonces ya denominada Escuela vienesa, interesante revivificación del espíritu y las tradiciones austriacas después de la segunda guerra mundial.
Friederich Gulda -con el frescor de su invención ornamental y la incorporación al repertorio de los estilos de jazz-, Jorge Demos, Paul Badura-Skoda, Alfred Brendel y, años más tarde, Rudolf Buchbinder constituyen los capítulos principales de una historia que no parece tener grandes continuadores.
"La llamada escuela pianística de Viena continúa" nos advierte Badura-Skoda, "pero asumida por intérpretes de otras nacionalidades y no por jóvenes austriacos".
Badura defiende, desde el teclado, con la palabra y en sus escritos, un pianismo en el que las razones del corazón y las de la inteligencia se interrelacionan, seguidor de una tradición musical amiga de absorber en lo puramente sonoro los impulsos conceptuales de carácter general y los reflejos ambientales. Bastaría su comentario sobre la sonata Aurora, de Beethoven, para saber los caminos transitados por el pensamiento de Badura-Skoda.
Al abordar sonatas como la número 46, en la mayor, de Haydn, la opus 53 de Beethoven y la en re mayor de Schubert, aparece en Badura-Skoda una cuestión siempre polémica: la existencia de una tradición interpretativa y la fidelidad a un estilo que se supone, en razón de las fuentes existentes, el auténtico o, por lo menos, más auténtico que otros.
Dígaselo que se quiera, estos problemas son bastante difíciles de argumentar. Se trata, en suma, de la persistencia de ciertos signos de identidad mucho más perceptibles que demostrables: así, el modo de realizar en Beethoven el paso del segundo al tercer tiempo o el aura casi popular del movimiento final; así, también, la gracia, tan medida por el instinto como por el saber, del rondó schubertiano.
El ideal sonoro de Paul BaduraSkoda exige un vehículo idóneo que para él es el gran cola Bösendorfer, uno de cuyos ejemplares más bellos se ha traído de Viena Paloma O'Shea. Los Bösendorfer -decía Badura-Skoda con razón- son difíciles de dominar, pero cuando el intérprete se hace con ellos, logra prodigios de nitidez y minuciosa matización.
La actual avalancha de tanto pianista de técnica casi perfecta y de virtuosismo avasallador no puede hacernos olvidar la íntima emoción qúe habita en las versiones de Badura-Skoda. Su recuerdo es más persistente que intenso.
Babelia
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