Torremolinos, el ganado va de juerga
filipino.Al guía Fernando Alonso, de 26 años, le dieron poca vela en este entierro: su labor consiste en bastonear suavemente a las ovejas desde los hoteles de Torremolinos hasta un autobús de alquiler que conducirá al ganado por riscos y vericuetos a un hermoso lago, primero, y a un aprisco donde pacer, después.
La difícil, esforzada y aplaudida labor de pastoreo corresponde a un dinámico consorcio multinacional compuesto por el no ruego Arne Beckhalig, un yanqui llamado Charly Boy y un filipino que no suelta prenda.
Estos caballeros de la Mesta organizan la Expedición Kon-Tiki, en las inmediaciones de Alora, donde se encuentra el embalse de El Chorro y sufren la sequía los pinares del Icona.
Por 2.500 pesetas el rebañuelo de dóciles corderas galesas, inglesas y escocesas (el más abundante) abreva en la realidad ibérica, según las teorías de Sánchez Albornoz. La expedición nunca defrauda. Parte a las nueve de la mañana, en seco, y se disuelve en etílico al atardecer. En ese momento la manada está teticiega.
Fernando Alonso habla brevemente de la aceituna, la pobreza de los campos del interior y el éxito de Miguel Ríos. El bostezo del viajero se cierra cuando el autobús frena entre una nube de polvo en el bar de Las Mellizas. Aquí es donde, según el programa, arranca la expedición vikinga.
Su animador, el noruego Arne, de 47 años, tiene una sólida formación de director de masas: "Fui mucho tiempo conductor de transporte público en Oslo", dice con un frote de manos, "y amo la naturaleza". Cuando llegó a España se quedó prendado de los montes del Icona, le entusiasmó el pantano de El Chorro y se dijo que entre una cosa y la otra bien cabía su expedición y un menú de barbacoa.
Ahora, varios autobuses se unieron en este alborozado desayuno: brandy (40º de alcohol), churros tiesos y aceitosos, naranjada casera y negro café son servidos en las mesas rústicas mientras el noruego alza la copa y pide el primer "¡Olé España!"
Los viejos de la localidad contemplan este primer éxito pecorino con gran satisfacción. Alguno mezcla su voz a la del mayoral y también grita "¡Olé!". Otros, más jóvenes se escabullen con un poco de vergüenza. A los chóferes y guías se les ofrece chorizo, huevos fritos y pan de hogaza. En un oscuro rincón hablan del convenio.
La primera ronda es importantísima. Los rostros ciegos y bovinos de la clientela des piertan a la vida. Piden más brandy. Más churro frío, más ¡olé! Y cuando, vacías las botellas y alto el sol en un cielo lleno de ca lor, el guía ordena "todos al bus", parte de la manada tiende a descarriarse y parte se refugia en los asientos traseros para buscar su dormidero.
Las represiones de un largo y frío invierno
Se puede decir que ya perdieron todos la borra. Las moscas no se sienten. El calor no abrasa el ojo azul del Norte. Sólo las curvas endiabladas del recorrido hasta el embalse provocan el vómito de los más inexpertos y tímidos turistas. El conductor, que se llama Pepe, aprieta el acelerador: "Hay que meterles cuanto antes a remojo en el charco", dice con voz de silbo, "y que suelten allí el revoltillo".
Pero el visitante europeo es muy ecologista y verde: consiente las náuseas en un ve hículo contaminante y las reprime en las aguas cristalinas de Hidroeléctrica. Bajan a tientas por la pendiente y se zambullen entre balidos y tiritonas, con miedo al corte de digestión.
Siempre hay un chiringuito donde templar con un trago el mal que hizo otro, y así, chorreando de agua dulce, los turistas aplacan la sed y las represiones de un largo y frío invierno en el que ahorraron para estas juergas, y vuelven a trepar al autobús en espera de que se les obsequie la mejor parte,
Y esto no tarda. A cinco minutos de allí está el aprisco al. que se accede por un dificil camino, guiados por el olor a leña quemada que es, para muchos, más orientativo que un cencerro. El noruego Arne esgi ¡me un remo de piragua y, con ademán de predicador cuáquero, dice que "allá dejamos las ruinas de Bobas tro, para encontrar aquí un paraje de singu lar belleza y extraordinario interés exploratorio, amigos. Así que todos a gritar ¡olé!".
Con este grito de atención, felicidad y obediencia, las masas (ya son casi 200 situa dos ordenadamente en cola) se desprenden de camisas, sujetadores o prendas acceso rías y ocupan unas embarcaciones inspira das en dibujos animados de Disney, para formar equipos y -"¡olé!, ¡olé!"- salpicarse agua unos a otros, en una guerra de ducha naval.
El espectáculo es hermoso, inofensivo y enternecedor. Un guía comenta: "Si te me tes en este mundo la personalidad se te desdobla. No eres tú. Tampoco los grupos son individuos, y así les tratamos y así esperan que les trates".
Otro guía, de esos tiempos de Fraga, pretende dejar alto el pabellón español y a cada moza que tiene cerca le arrea un beso en los labios por sorpresa. "Ellas están encantadas, se corren, te miran como en un sueño.. ¿Es así España y son así los españoles?"
Mientras la expedición navega media milla, gira, se abrasan y se refrescan, consu men un litro de vino y otro de naranjada por piragua y se hacen la foto-souvenir, el yanqui Charly Boy cuece patatas y prepara el herbaje de la barbacoa. Dice: "¿Acaso la vida no es maravillosa? ¡Olé! ¿Ama usted a la gente como nosotros la amamos? ¡Somos unos locos de amor a la gente!".
Las esposas y el zurrón del zagal
El yanqui coloca las chuletas, cuidadosa mente contadas, en una parrilla al estilo de su tierra, Texas, y asegura que "vamos co cuidado para, no incendiar el monte, que no es propiedad del Icona sino de la empresa hidráulica". Icona, al parecer, consiente y vigila las hogueras limítrofes. Van regresando nuestros amigos con los hombros rojos y los labios amoratados por el vino peleón. Lo pasaron muy bien y están muertos de sed. La cerveza se vende a 75 pesetas botella, y las botellas vuelan hacia el lago, a pesar de las advertencias del noruego, que dijo: "Los guardias civiles y los buitres rondan por este lugar".
Hasta que llegan las primeras fuentes de alfalfas y las rebanadas de pan, el staff organiza juegos de salón, tan queridos por las sociedades nórdico-gregarias. El bonito juego de los arcos y el no menos fascinante juego de los dardos cubren (bajo un astro que abrasa a 45º y el viento terral que sofoca) las dos horas muertas del mediodía.
Los premios para los ganadores son siempre líquidos: espumoso catalán, peleón aragonés o rubia cerveza malagueña, que en esta confusión de múltiples abrevaderos llega por igual al labio de la anciana danesa que al del menor de edad británico. Un ardiente escocés sentencia: "¡Olé! Maravilloso este party, señor, luego del frío y la señora Thatcher, que quería poner pena de la horca en el United Kingdom".
Otro súbdito de la misma nacionalidad lamenta el alza del coste de la vida en España. "Yo vine en los años sesenta por 26 libras, todo comprendido (incluido avión) y por dos semanas. Ahora, con 26 libras sólo puedo pagarme esta excursión para mi esposa y para mí".
Las esposas buscan el zurrón del zagal y alguna se ve, por entre los matorrales, dispuesta a acamarse si la dejan. El yanqui saca la manguera de agua y, a presión, cura la curda de un muchacho galés de primera enseñanza. "¡Alguno se pasa, mierda!", prot sta Charly Boy, dirigiendo el chorro al pescuezo del turista.
Arne Beckhalig controla, no obstante, la situación. Se reparte el plato y se anima a comer y beber hasta hartarse. El público suda la gota gorda bajo un techado de uralita que nadie mira porque los ojos están para otro menester: siguen atentamente los gestos estudiados del animador, quien entre un ¡olé! y otro, grita que hay que divertirse, y para divertirse hay que vaciar la copa. "Les ordeno que quienes cumplan años en enero se pongan en pie y beban el vaso sin respirar, mientras los demás aplauden. Luego de enero viene febrero, y así logro que se lo pasen muy bien, concluye el maestro de ceremonias".
A eso de las cuatro menos cuarto aparece, por un extremo, la primera chuleta de cerco braseada. Al mismo tiempo, el fotógrafo oficial, que se firma con el nombre de Picasso (se llama Luis Arana), comienza a desplegar el retrato del remero, que venderá llegados los postres de sandía.
A esta hora el noruego Arne pone ya cara de arenque ahumado, y lo que quiere es aligerar el asunto y llevarse a los expedicionarios a otra latitud. "¡Griten todos olé!", les conmina agitando el remo, "y cuando gusten, luego de adquirir una cervecita para refrescar la garganta, emprendemos el regreso, que, ¡olé!, tiene sorpresa".
A la palabra sorpresa le sigue, entre el rebaño, un balido de ansiedad. Y, mansamente, todos ocupan sus asientos en los autobuses, cuyas tapicerías comienzan a mostrar signos de derretirse.
La alegría es indescriptible. Unos cantan canciones patrióticas, otros se abandonan al sopor de la siesta, y entre sacudidas de un descenso cronometrado, los coches se detienen, de nuevo, en Las Mellizas. ¿Qué va a pasar? ¿No es esto un dejà-vu? ¿Acaso volvemos a empezar?
Un holandés se restriega los ojos. Pone cara de pasmo, ojos de loco. La realidad cura su trastorno caritativamente: "¡Ahora, amigos, tenemos una sangría y patatas fritas para todos ustedes incluidos en el precio de la expedición! ¿Gritamos olé?".
El noruego es abrazado por todos lados. "¡Qué genio!", dicen unos, asombrados; "¡Qué talento!", dicen otros.
Los bancos de escuelita rural se llenan de la misma ilusión conocida horas antes, y sobre las mesas van deslizándose las jarras de sangría. Por supuesto no hay quien mantenga la cabeza en su sitio ni los pies quietos. El cerebro de esta operación saca sigilosamente unos altavoces a la terraza. Se oye el leve arañazo de un disco. ¿Qué puede sonar aquí? La canción ¡Qué viva España! y luego otra, llamada Los pajaritos, enloquecen a lo que, en tiempos, conocíamos como el respetable. Bailan no sólo al lado de las mesas, sino arriba o debajo de las mismas. Y ¡olé!
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