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Reportaje:CRÓNICAS VIAJERAS

Hay Pirineos / 2

La España cautiva

Una de las sorpresas que ofrece el mal instalado museo galo-romano de la ciudad de Comminges es la estatua llamada La España cautiva. Es una pieza casi intacta de rara belleza; una mujer revestida de un peplus desabrochado y colgante. La leyenda que figura en el cartel al pie señala que procede de una lauda que servía de árbol o trofeo de las provincias vencidas. La historia de Comminges es una de las más singulares de toda la región pirenaica. Se remonta al año 72 antes de Cristo y tiene su origen en un gigantesco campo de concentración, como se le llamaría hoy, de refugiados pirenaicos de la guerra de Pompeyo en el norte hispánico, Hubo, al parecer, muchos partidarios de Señorío en las tribus y pueblos montañeros que residían en Huesca, Navarra, las provincias vascas y Cantabria. La derrota de aquel caudillo y su asesinato dieron fin al conflicto y el mando romano decidió entonces empujar a grandes núcleos de aquellos combatientes hacia la vertiente norte del Pirineo asentándolos en las llanuras y valles del alto Garona. Eran guerrilleros duros y feroces y se pensó que resultaría prudente alejarlos de las regiones nativas. Así llegaron a la tierra del convenio, atravesando los pueblos y pasos del Pirineo central los jacetanos y los oscenses; los navarros y los vascos; los cántabros y astures, que habían luchado contra la república romana.Fue san Jerónimo quien en su atrabiliaria prosa dio noticia, siglos después, de este exilio masivo del maquis norteño hispano. En uno de sus opúsculos contra Vigilancio, presunto hereje, escribe: "Este hombre responde bien a su linaje, pues nació de un convenido, es decir, de esa raza de bandidos que Pompeyo, después de haber domado a España, dejó vencidos en el sendero de su triunfo y decidió más tarde encuadrar en una sola ciudad que se llamó Convenae. De ahí vino Convenarum, y más tarde, Commines y Comminges". "La raza de brigantes" del texto jerónimo era nada menos que la flor combatiente de la España cautiva o domada por la espada del general romano y, años después, por el mismo César.

Me detuve un rato contemplando aquel rostro de una española del siglo I antes de Cristo que acompañó en el destierro forzoso a su tribu originaria. Tiene rasgos inequívo camente parejos a los de cualquier bella mu chacha aragonesa, navarra, vasca, cántabra o asturiana de hoy. Su expresión es triste y grave. Pero en ella y en el heroico empuje genético de los de su raza está la raíz de nuestra historia como nación independiente. Claudio Sánchez Albornoz ha subrayado con inteligente maestría lo que esa franja norteña, que va desde el Canigó a través de los montes malditos hasta los Picos de Europa y el cabo de Toriñana, ha significa do en las gestas primitivas que nos dieron el ser y la identidad. Los que se alzaron contra Pompeyo y luego contra César, siglos más tarde contra Leovigildo y a partir del 700 contra la avalancha islámica, son la constante de rebeldía y libertad que nos hizo devenir un país cristiano de Occidente. Son los pueblos del "antemural de España", como lo llamó Jovellanos.

Poco queda a la vista de la ciudad de los convenidos. Después de tres siglos de haber se convertido en la más rica y próspera colo nía romana de Aquitania, fue parcialmente arrasada por la invasión de los bárbaros, y enteramente destruida y abandonada en una de las guerras entre borgoñones y merovingios. El enorme recinto sirvió como cantera y depósito de materiales tallados a cien tos de iglesias y edificios de la Aquitania medioeval. Hasta el siglo XI, las ruinas del Convenarum no se pusieron en pie de nue vo, esta vez como sede episcopal con rango y jurisdicción muy extendida hasta Foix y el condado de Toulouse. Su catedral es de las más originales y espectaculares del Midi francés.

Un arqueólogo me dijo que todavía hoy yacen, enterrados bajo docenas de hectá reas de tierras cultivadas, trozos de la pri mitiva ciudad de los guerrilleros exiliados que ofrecerían ricas sorpresas a sus eventuales excavadores. Las observaciones aéreas han permitido delimitar un área cerra da, especie de templo primitivo en el que los augures profetizaban y los astrónomos bas caban mensajes estelares y solares por ofrecerlos al pueblo, que tales parecían ser los usos religiosos de los convenidos.

Nuestra jornada se terminó en Luchón, la más belle epoque de las estaciones balnearias del Pirineo. El termalismo fue una de las grandes invenciones romanas. La obsesión de los baños curativos y de la hidrología te rapéutica han dejado indelebles rastros en las ciudades del imperio fenecido, a lo largo de la Europa entera. No hay vestigio roma no sin termas adjuntas. Se podía llamar a la gran construcción política de la urbe por antonomasia, un imperio termal.

Luchón no es una excepción a esa regla pero se hace su reputación en Francia en el siglo XVIII, cuando un activo intendente de la región analiza las aguas y abre los caminos de acceso, concretamente el de Montrejeau y el de Peyresourde. A partir de ahí empiezan a llegar desde la corte de Versalles las más refinadas a buscar remedio a las dermatitis y a las gorduras excesivas. Pero es el siglo XIX el que consagra la villa como balneario por excelencia. Allí se dan cita, a partir del segundo imperio, la nobleza, la burguesía, los aventureros y las cortesanas de media Europa. Había, es cierto, muchos curistas que buscaban simplemente la salud. Y empiezan en los años finales del 800 a llegar a Luchón los primeros alpinistas dispuestos a escalar los picos circundantes ayudados por los excepcionales guías que conocen a fondo los pasos, los riesgos, los glaciares y ventisqueros. En 1900, y hasta la primera guerra mundial, la saison luchonesa fue el lugar geométrico del snobismo balneario internacional, junto a Montecarlo, San Sebastián, Biarritz y Baden-Baden, CarIsbad y Spa. Después, en los años veinte, la nieve se convirtió en un deporte masivo y las termas fueron desplazadas, en invierno, por las pistas y los funiculares, las cremalleras y los teleféricos.

Deambulamos bajo los tilos de la avenida d'Etigny entre una inmensa y abigarrada ola de turistas veraniegos que inundaba cafés y bazares. A la noche entramos en el casino, complemento indispensable -con el quiosco de músicade la estampa agüista del 900. Una compañía teatral reclutada entre buenos actores de París exhibía una opereta hilvanada con partituras de la época del presidente Loubet. Salieron a escena Liane de Pougy y Cleo de Merode acompañadas de oficiales de la guardia republicana y algún que otro barón proustiano. El argumento se desarrollaba,en el Luchón de entonces. Un coro de pastores pirenaicos -boina tejaroz, chamarra oscura, faja escarlata, abarca de cuero- entonó finalmente, al rítmico compás de los makilas, un zorziko que nos trajo el eco de los montes cantábricos como un rumor lejano y familiar.

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