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Tribuna
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Espectáculo

Sabemos perfectamente que resulta absurdo en estos tiempos hacer política, religión, economía, periodismo o cultura al margen de las leyes del espectáculo. Leyes del star system de Hollywood, de la catarsis griega, de las escalinatas de Broadway, del divismo operístico, de la edad de oro del pop, de los cuarenta principales.La respuesta a esta espectacularización de la política, como se recordará, fue la tediosa politización del espectáculo. Y similar operación ocurrió con el resto de las actividades que plagiaron las maneras del show business para sobrevivir a la histórica caída en picado de los contenidos. Las giras apoteósicas de los héroes del rock sirvieron de idea luminosa a los líderes religiosos; en reciprocidad, los conciertos empezaron a parecer misas. Los novelistas copiaron de las revistas mundanas el arte del cóctel de presentación, y no sólo es que la literatura haya entrado en el círculo de tiza rosa, sino algo más alarmante: la prensa del corazón se intelectualiza. Las economías de la crisis se inspiraron descaradamente en el modelo teatral calderoniano para disuadir al ciudadano de cualquier optimismo terrenal, y así está el dólar, calderonizado.

Sabemos que todo es espectáculo. Pero lo difícil es saber qué diablo se entiende por espectáculo ahora mismo. Hago cola durante horas para escuchar a un cantante, y lo que me ofrece son proyecciones de vídeo, láser, circo, publicidades y un fabuloso servicio de seguridad. Consigo entrada para un acontecimiento teatral y lo que me venden son fascinantes decorados, lujosa escenografía, ballet, trucos y attrezzo, interminables descansos. Logro acomodarme en una función operística y los mayores aplausos suenan para el vestuario, la puesta en escena, las tecnologías teatrales y audiovisuales.

Es evidente que el espectáculo ya no está en el texto, la voz, la partitura musical, la interpretación; ni siquiera en los efectos especiales. Entonces, qué. Está claro. El espectáculo actualmente son los espectadores. Lo que ocurre en el escenario es sólo un pretexto, a veces ridículo, para que comience el gran show del público. Las multitudes no pagan a sus ídolos para que se exhiban, sino para exhibirse delante de sus narices en olor y en color de multitud.

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