La muerte es más ligera que el sueño
"Si me dijeran: te quedan veinte años de vida, ¿qué te gustaría hacer durante las veinticuatro horas de cada uno de los días que vas a vivir?, yo respondería: dadme dos horas de vida activa y veinte horas de sueños, con la condición de que luego pueda recordarlos; porque el sueño sólo existe por el recuerdo que lo acaricia". Con estas palabras, Buñuel, además de guardarse el secreto sobre lo que pensaba hacer durante estas dos horas que le quedan sin vigilia ni memoria onírica, definía su idea del superrealismo más allá de cualquiera de las ortodoxias impuestas por el cenáculo bretoniano.El 15 de diciembre de 1929, La Révolution Surrealiste publicaba el segundo manifiesto del movimiento. En este mismo número Buñuel prologaba la publicación del argumento de El perro andaluz. Buñuel afirmaba sentirse impotente ante "una muchedumbre imbécil que ha encontrado bello o poético aquello que en el fondo no es más que un desesperado, un apasionado llamamiento al asesinato".
El superrealismo de Buñuel está ya en su propia infancia, en los tambores de Calanda, cuyos palillos salieron de los añicos del par de muletas de Miguel Juan Pellicer, cuya pierna, "muerta y enterrada", fue repuesta a su propietario por la Virgen del Pilar en 1640 y, sobre todo, en la cultura de la muerte.
En su versión de Hamlet, Mitrídates dice -mientras su sombra riñe metafísicamente con Agrifonte y Hamlet, azuzada por su amo-: "La muerte es más ligera que el sueño". Su primer encuentro con la muerte fue al ver un banquete de buitres sobre un burro difunto e hinchado.
La segunda la vivió embriagado de aguardiente para soportar el ruido de la sierra del forense abriendo el cráneo de un rabadán asesinado.
Carroñas, mutilaciones (quería rodar Johnny cogió su fusil), curas ridículos ("¿cuántos maristas caben en una pasarela?", se preguntaba en un poema) y asnos pueblan su cine, no porque sea superrealista, sino porque es de Luis Buñuel.
Cine superreal
El perro andaluz, título que Federico García Lorca leía como un insulto a su persona, y La edad de oro son los dos filmes oficialmente superrealistas del autor. Pero, aje no a militancias culturales, Buñuel no era cineasta para ser superrealista, sino porque todo el cine es superreal. Hay documentados y prolijos trabajos de psicoanálisis sobre su filmografía. Fernando Cesarman, por ejemplo, descubre a Edipo en todo su cine. "Luis Buñuel es Freud con la cara de palo de Buster Keaton, Marx (Carlos) con la mirada delirante de Marx (Harpo), Ignacio de Loyola perseguido por Ben Turpin", escribió Carlos Fuentes.
Para Cesarman, la característica más notable de sus películas es el planteamiento de un impulso que no consigue gratificación. El célebre ojo cortado por una navaja puede querer significar la repetición del acto sexual sádico del padre y el autocastigo por las culpas del deseo incestuoso y del voyeurismo. Puede. Pero, antes que todo eso, es la memoria sin más de una pesadilla. Dalí, que colaboró con Buñuel en esta primera etapa, sí que, ya peleado con el cineasta, incorporó analíticas de diván a sus visiones.
En Recuerda, de Alfred Hitchcock, Dalí vuelve a cortar un ojo de cartón, pero lo hace protegido por un primario discurso freudiano a la moda. Eso nada tenía que ver con Buñuel. Un Buñuel que es capaz de obligar al espectador a un acto contra natura como es el de cerrar los ojos ante una imagen. ¿Cuántas personas han visto realmente la escena del ojo?
Buñuel respetaba y se reía del misterio, buscaba otra lógica a la obviedad. En El fantasma de la libertad cita a un Papini anterior a los superrealistas, que se interroga sobre la paradoja de que la gente culta no haya descubierto la íntima relación existente entre comer y defecar. O un banquete ha de ser tan íntimo y vergonzante como una diarrea o lo último merece los mismos honores colectivos que una sobremesa. Esta escena, para quien sea amante de catálogos, es un ejemplo más del superrealismo permanente de Buñuel.
Y, sin embargo, también puede verse como un silogismo del más rancio aristotélico. Con el humor, Buñuel quitaba empaque a las incógnitas, desanimaba a una mal entendida seriedad freudiana. Por encima del ojo, puente del alma, Buñuel amaba el bigote de Menjou y la idiotez cinética que Antonio Machado le reprochaba al cine de dos rollos. Buñuel prefería el público desorientado al sabiondo porque el segundo, creyéndose que ya lo sabe todo, no busca nada. La poética de lo onírico no tiene nada que ver con los espíritus dormidos.
Babelia
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