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Reportaje:CRÓNICAS DE VERANO

Gibraltar ya está en La Línea

De siete de la mañana a dos de la tarde, Gibraltar está en La Línea. El mercado de la Concepción se pone de bote en bote. Sus cuatro calles adyacentes se ven rebosantes de llanitos, funcionarios coloniales y solda desea británica (de paisano), que arrastran el carro de la compra con ímpetu de ir de saldos. En un abrir y cerrar de ojos desapa recen 3.000 kilos de pan, montañas de ma riscos y pescados enormes que miran de reojo al piloto de la RAF.Los linenses ya se han acostumbrado pero esto es un espectáculo de circo. Hay que ver al súbdito monetarista de Margaret Thatcher devorando el chorizo de Pamplo na en la cola de los productos prohibidos y tomándose una caña detrás de otra en el bar de la esquina. Sacan del macuto la poderosa esterlina y llenan a tope la cesta y la barriga.

De huevos no hablemos. Frente a la pollería, toma la palabra Candelaria Martínez "Se los llevan por docenas. Algunos se sorben aquí mismo uno bien gordo y crudo. Te preguntas si es que las gallinas del Peñón ya no ponen lo que tienen que poner".

Frutas y verduras ruedan, materialmente de sus cajas a los carros, atraídas por un extraño magnetismo sajón. Cuando un vende dor quiere remover la cosa y lograr tumulto grita: "¡A mitad de precio, jodé!", y los com pradores que vienen del otro lado de la verja dan brincos, bracean y corren para no per der la oferta.

Ahora habla missis Bowden, de 29 años, madre de dos niños y esposa de colonizador.

"Aquí da gusto comprar. La verdura es mucho mejor y más barata que la que se vende al otro lado, traída de Marruecos. Y las pa tatas, tan necesarias en la cocina inglesa cuestan la mitad. Yo vengo, por lo menos, una vez por semana.

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Otras damas, amparadas bajo el manto del gobernador británico, pierden la flema y sus inhibiciones hereditarias y se lanzan, a lo bárbaro, a por el conejo, los riñones de cordero o la morcilla de cebolla, odiada en la lejana metrópoli. Esto es un auténtico desmadre.

Para el administrador del mercado, "las cosas mejoraron enormemente desde la apertura de la verja, y puede decirse que se han doblado las ventas de casi todos los productos".

Incluso para un vendedor de ropa interior de señoras (ambulante), la vida ha vuelto a tener sentido: "Yo trabajé en la colonia en los años duros", dice Martín Gómez, "y ver ahora cómo dependen de nosotros me parece fenómeno". Este hombre no vende una faja con ballestas ni un sujetador reforzado a las clientas de Gibraltar, "porque de eso allí no gastan", pero les da conversación y les recuerda que las tornas han cambiado.

Hay llanitos que entran con zapatos viejos y salen, felices como niños, con zapatos nuevos. Lo explica uno, ocultando, a la vez que su nombre, el par antiguo: "No hay más remedio, coño; allá están por las nubes, y lo que haces es venir con alpargatas, tirarlas a la basura y calzarte estos mocasines cojonudos a mitad de precio".

Luego pasean el zapato para gastarlo y envejecerlo, un amigo les da un buen pisotón cerca dela verja y, hale, a probar suerte en el paso. Si la cosa sale bien, el aduanero imperial les da luz verde y entran de balde. Sí la cosa falla, se les cobra arancel de medía suela.

Tráfico de alcohol y de carne

Lo que de verdad persigue el funcionario británico es el tráfico de alcohol y carnes crudas. Los bebedores empedernidos sólo tienen una opción: o tragan a este lado y dejan aquí el casco vacío o esconden la botella dentro de una lechuga y silban como si nada.

Con la carne pasa otro tanto. "Hasta que se dieron cuenta", confiesa un astuto llanito, "la colábamos en cajas de muñecas, y la caja la llevaba la nena; pero eso lo descubrieron, y ahora más vale zamparse el jamón a 100 metros de los guardias".

Se lo zampan, echan un trago y, en el momento justo de cruzar, obsequian con un eructo, con perdón, a la vigilancia uniformada. Los eructos y los hipos son legales.

También hay juego en el mercado. No iban a tenerlo sólo en el casino de la Roca; así que los pícaros de esta especie montan en la calle de Las Flores una mesa con los platillos y la bola. Si usted acierta dónde está la bola, 2.000 pelas. Y si no, las pierde. Aceptan libras.

Un teniente de Artillería de 32 años, con destino en Vitoria, pero con toda su familia aquí, "por razones que no hace falta explicar", cree que "por culpa de esta política los precios han subido, mientras que las posibilidades de recuperar el Peñón han bajado".

La mayoría, sin embargo, no comparte esta idea. El alcalde, Juan Carmona (PSOE), también treintañero, aclara que "sin duda ha mejorado el sector de los servicios y la gente se enriquece, pero el desempleo sigue siendo superior al 30% y la población laboralmente activa se ve obligada a ir a trabajar a la Costa del Sol en las condiciones más duras que quepa imaginar".

Compra de apartamentos

Este alcalde aspira a que el Gobierno español autorice a los residentes de la colonia a comprar propiedades en La línea: "Es el único modo de resucitar la construcción, que está muerta, y de crear empleo".

Algunos gibraltareños no esperan la proclarnación del decreto y, ni cortos ni perezosos, adquieren apartamentos que escritura un hombre de paja de los muchos que existen. Compran coche (por el mismo sistema), y por ahí van, con la libra alta y fuerte, tomando lo mejor de España sin perder las ventajas de su colonia.

Pero, desde luego, ha cambiado -para mucho mejor- la actitud de una comunidad respecto de la otra, y de ambas respecto a las autoridades españolas: las familias se reúnen, conviven, se divierten (sobre todo, a este lado) y trazan planes de futuro juntas. Entre un pasado colonial inamovible y un porvenir hipotético descolonizador existe hoy este curioso y atípico trasiego de seres, mercancías e ilusiones.

¿Hasta cuándo? Son bastantes quienes temen que Margaret Thatcher, cogida en su propia red, monte un número para acabar con la situación tan ventajosa que ha ideado el Gobierno González, y que ocasiona per juicio muy serio y galopante a la economía gibraltareña. El negocio más próspero del Foreign Office es la expedición de pasaportes, pues al cabo de mes y medio las páginas se llenan de sellos de entrada-salida y hay que renovar el documento. Siete mil res¡ dentes pasan diariamente, como media, de la Roca a La línea, y esto pone en casa a la hostelería local: "Nos inflamos, y ellos se hartan de comer", explica el propietario de la marisquería Blanco y Negro, "porque al otro lado todo esto no lo huelen", concluye José García.

Para el taxi ha sido la salvación. Cruzan pelotones de brítánicos el paralelo, suben al coche de alquiler y piden Marbella o Puerto Banús.

Los días de las fiestas patronales de La Línea (segunda quincena de julio), aquí no cabía un alma; el dato de aduanas lo dice todo: con una cifra medía diaria de 18.000 fugas.

¿Qué se ve al otro lado? Una colonia muerta, con su calle principal (Main Street) desértica y como barrida por un aspirador de hombres. Habla un conocido comerciante, el indio Khobchand, para decir que "estamos pensando poner publicidad en la Prensa española, hacer algo, porque así vamos a la quiebra". Ni el gibraltareño compra en Gibraltar ni el paseante español (ninguna otra nacionalidad tiene acceso abierto) hace gasto en la Roca. Y la Roca se hunde indefectiblemente.

Las aduanas españolas aplican un rígido control que impide incluso entrar o salir con cámara fotográfica sin documentación española. "El turista quiere hacerse la foto con los monos y no puede, así que los taxistas tenemos ahora una Polaroid y, clic, les hacemos ese trabajo", cuenta el conductor gibraltareño Francisco Romero.

Ahora no se ve, al pasar, aquel pequeño y acomplejado soldado español que miraba de reojo al colega británico, alto y fornido. Ahora no sólo se puso una enorme bandera española junto a la verja (dimensiones superiores), sino que también marca el paso un gastador del regimiento Pavía, de San Roque. Y mueve el antebrazo con chulería y garbo.

Del primer ministro para abajo, todos pasan a mojarse la barriga en la Costa del Sol, aunque dicha costa siga siendo terreno colonizado. Tan mal ven la situación de sus negocios que un gibraltareño, sarcástico y dolido, diría que "la única salida es una clínica de abortos para jóvenes españolas". Quién sabe.

Llega el viernes por la tarde y la colonia se vacía. Es la desbandada general. Dice una empleada del primer ministro "que hay que estirar las piernas, a ver, y si quieren algo que me busquen en Torremolinos hasta el lunes por la mañana".

Sir Joshua Hassan llegó a perder el habla. Su sentido de la dignidad le tiene prisionero de la libertad otorgada a otros súbditos, y va de su oficina al despacho del gobernador militar en brazos de un gigantesco guardaespaldas, tal vez excombatiente de las Malvinas. "Horrible, horrible", son las dos únicas palabras que salen de sir Joshua.

Entre tanto, cae el atardecer sobre la Roca. En el pub se sirve licor, con la medida tradicional del dedal de la bisabuela victoriana, en el apacible ambiente de recuerdos sangrientos de una guerra contra Argentina. En el restaurante exótico sirven un menú de seis libras (1.500 pesetas), asegurando que es chino, pero el dueño, británico, emplea a marroquíes que cocinan un brebaje multirracial. La experiencia es interesante desde el punto de vista étnico, aunque desastrosa desde el más humilde punto de vista gastronómico. Y así les va.

La mano de obra barata, los marroquíes, están marginados, y por falta de certificado de residencia deben permanecer "encerrados en la jaula", según palabras de uno de ellos. Deambulan tristemente por la ciudad diminuta, pegados a las paredes.

Siempre se ve en su sitio a algún británico inamovible que afirma, hierático, que "nadie me humillará a salir de aquí a cambio de tentaciones de placer". Este británico lo aguantará todo, aunque no quede un alma y el dinero se agote.

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