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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Modos de hablar

En opinión de etnolingüistas tan ilustres como A. S. Diamond, la historia de las lenguas, de todas las lenguas, navega a través de una secuencia en la que las oraciones comienzan, en sus más remotos orígenes, siendo simples y primitivas para acabar con el tiempo complicándose tanto en su sintaxis como en el contenido semántico que son capaces de ofrecernos. A fuerza de extrapolar la tendencia históricamente comprobable, se supone también que ese avance hacia la complejidad pasa por un momento inicial en el que la mayor parte del peso comunicativo recae sobre los verbos, hasta llegar a la actual situación en la que los substantivos, los adjetivos y los adverbios son quienes salpican y dan densidad al contenido de la frase. Si esta teoría es cierta y si dejamos volar un poco la imaginación, pudiéramos pensar que la primera palabra fue un verbo en su más inmediato y urgente uso, esto es, en imperativo.El imperativo tiene todavía, claro es, una considerable importancia en la comunicación y es un dificil tiempo de verbo con el que debe tenerse sumo cuidado, puesto que obliga a conocer muy en detalle las no siempre sencillas reglas del juego. Un imperativo mal colocado puede llevarnos a resultados exactamente opuestos a los deseados, porque en la triple distinción que John Langshaw Austin hizo famosa (lenguaje locucionario, ilocucionario y perlocucionario) ya quedó expuesta con suficiente sagacidad la tesis del lenguaje perlocucionario como el tendente a provocar una determinada conducta en el interlocutor. No sirve para nada el que se ordene algo si aquel a quien se dirige el mandato disimula y acaba haciendo lo que le da la gana.

Todo esto viene a cuento ante la insistencia que observo en determinados individuos o, con mayor frecuencia, en determinados grupos de individuos, que confunden la mera exposición de sus voluntades, por lo demás respetables y soberanas, y que tendrían típicamente carácter ilocucionario, con el uso de imperativos razonablemente encaminados a lograr una respuesta adecuada. En épocas anteriores, semejante vicio lingüístico podría quizá estar justificado por la indudable impunidad que significa la existencia de regímenes, como las dictaduras, del todo impermeables a cualquier tipo de sugerencia o súplica que tuviera algo que ver con cuestiones de razón. En aquellos días, raro era el panfleto que no incluyera expresiones como la de "exigimos terminantemente", seguidas a continuación por algo que no tenía ni la menor probabilidad de ser concedido. Pero semejantes usos, que pertenecen al folclore de la oposición gloriosa, o dolorosa, o gozosa, según se mire, causan rubor cuando las circunstancias han cambiado de raíz.

Cada vez que el terrorismo reincide en el asesinato o en el secuestro, se levantan voces oficiales prometiendo muy severas medidas y augurando terribles males para los delincuentes. Dada la absoluta seguridad de que los poderes del Estado ya se usaban antes de ahora dentro de los límites impuestos por la ideología del Gobierno y, si se me apura, incluso un poco más allá, la nueva amenaza no parece tener más valor que el supuestamente terapéutico. Y si esto es así y en el caso del poderoso aparato del Estado, ¿qué podríamos pensar cuando son otros estamentos y personajes con menos recursos y muy inferior poder quienes lanzan al vuelo las reclamaciones y las amenazas? ¿De qué sirve que el secretario de una asociación civicodeportiva, el tesorero de un club cultural o el gerente de una mutualidad de seguros escriban durísimos comunicados de repulsa? Y ya que estamos en ello, ¿cuál es el resultado de los exigentes discursos de todo un presidente de la comunidad autónoma amenazada por la desgracia?

Si la relación entre el nivel de exigencia y el fruto obtenido resulta ser aleatoria, habría que plantearse a qué viene el reiterado uso de los verbos en imperativo, como no sea a volver hacia atrás la línea de la historia y rescatar dimensiones muy primitivas de la comunicación. En tanto que esa hipótesis, ciertamente atractiva, no se demuestre, habrá que volver a la clasificación de Austin en busca de una ayuda para las interpretaciones. Si esos modos lingüísticos no buscan, de hecho, respuesta alguna directamente ligada a la exigencia de la acción, habrá que admitir que tienen otro sentido meramente ilocucionario. Por ejemplo, el relativo a hacer pública la posesión de un carácter curtido y firme, lo cual se supone siempre deseable en el líder político. Quizá cuando un hombre público reprende severamente al Gobierno, a los asesinos, a los secuestradores, a los sindicatos o a quien fuere, no está sino aireando su condición de rudo fajador. Cabría preguntarse si lo que pretende el orador de turno es algo muy diferente de lo que se deduciría de un análisis semántico de sus frases. Habría también que preguntarse si, en realidad, logra algo más que su propio ridículo.

© Camilo José Cela, 1983.

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