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Cuestión de neocórtex

Fernando Savater

Jacobo Antonio Hipólito de Guibert fue un curioso ilustrado francés, discretamente célebre por las bellas cartas de amor que le escribió Julie de Lespinasse y por haber compuesto un Ensayo general de táctica que le convierte en el primer teórico militar realmente moderno. En este libro, cuyo estilo literario elogió Voltaire y que constituye el más directo precedente de la famosa obra de Von Clausewitz, hallamos esta constatación irrefutable: "El arte de perjudicarse mutuamente es el primero que inventaron los hombres". Por lo que sabemos de las posibilidades destructivas de los ejércitos actuales, bien pudiera suponerse que quizá sea también el último que tengan ocasión de practicar. Entre aquel origen y el previsible final, el empeño homicida va a ser el único propósito colectivo al que todas las comunidades habrán permanecido invariablemente fieles. Los intentos de dificultar el crimen, en cambio, o de sustituir el cuerpo a cuerpo por enfrentamientos simbólicos menos sanguinarios, son bastante recientes y han obtenido resultados patentemente mediocres. A lo que con más frecuencia suele llegarse en el intento de conjurar la riada de violencia es a canalizarla sobre algún chivo expiatorio, con lo que por lo menos se logra disminuir el número de víctimas, pero sin dejar de dar gusto a nuestra fiera interior. Si hacemos caso a los biólogos -lo cual, mientras no se convierta en costumbre, poco daño puede hacernos-, la culpa de este inacabable zafarrancho mortífero la tiene nuestra disposición cerebral. Un neocórtex superficial y recientemente desarrollado trata de imbuir unos cuantos pellizcos de razonable concordia en las relaciones humanas, sublimando y codificando los inevitables conflictos entre intereses; pero contra sus esfuerzos conspira nuestro atávico paleocórtex de mazazo y tentetieso, mucho más hondamente decisivo en nuestro tormentoso psiquismo. Y así nos luce el pelo.En un informe sólo aconsejable para quienes no tengan propensión al insomnio, titulado Homicidios políticos perpetrados por Gobiernos, Amnistía Internacional asegura: "Cientos de miles de personas durante los últimos 10 años han sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales, es decir, muertes ilegales y deliberadas llevadas a cabo por orden de un Gobierno o con su complicidad". Y siguen precisiones pormenorizadas de los casos más relevantes: Camboya, Guatemala, la Uganda de Amín, Argentina, Libia... La lista no pretende ser exhaustiva, pues sólo trata de eliminaciones de cierto volumen numérico; los asesinatos al detall harían inacabable ese estudio. Lo primero que le admira a uno de ese catálogo de crímenes es la variedad de motivos ideológicos invocados para cometerlos. Se mata en nombre de la libertad y en nombre del socialismo, en nombre de la civilización cristiana y del Islam, por el honor de la patria y por la seguridad ciudadana. Todo se vuelve mortal en manos de esas estructuras de poder cuando han decidido aniquilar a sus oponentes o a sus rivales. El otro no puede ser escuchado, ni discutido, ni refutado, ni boicoteado, ni derrotado políticamente, sino que ha de ser exterminado. Quizá en este punto estribe la condición de la auténtica democracia, ésa que nunca llega del todo, ésa en la que no pueden creer los cínicos ni los idiotas: pues demócrata es quien renuncia institucionalmente al exterminio del adversario. Lo demás es pistolerismo político de mejor o peor estilo, con uniforme o de paisano, apoyado en un tipo de delirios legitimatorios o en otro.

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Cuestión de neocórtex

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De modo que un demócrata a estas alturas no pueda desear ni aceptar la pena de muerte, por la misma razón que un ateo no suele creer en el dogma de la infalibilidad pontificia (que, por cierto, tan contundente apoyo ha recibido con el donativo del Papa ese al Ya). No les falta a los Gobiernos, que tanta tendencia tienen por propia naturaleza a que se les vaya un poco la mano en la cosa homicida, más que verse provistos de licencia para matar. Sin embargo, eso es lo que quieren regalarles la encantadora Margaret Thatcher y otros miembros no menos insignes del nuevo Imperio Conservador y Liberal. En efecto, ¿qué puede haber más conservador que ejecutar a alguien? Luego se le puede conservar en salmuera o en el frigorífico para toda la eternidad. ¿Qué puede resultar más liberal que liquidar a un prójimo cargante? Así se le libera de todos sus males y vuela, por fin libre, a un más allá sin crisis ni competencia desleal.

Afortunadamente, el Parlamento británico no ha refrendado el entusiasmo de esa dulce mujercita de su Inglaterra por la horca. Pues nada, ahora le toca a otro miembro del Imperio intentar la jugada en su correspondiente país. ¡Buena suerte!

Pero no nos engañemos: los Gobiernos son casi humanos. Se dedican al exterminio de sus adversarios como una colectivización de los sentimientos que tantos particulares albergan por su prójimo. El recambio de los equipos y fórmulas actuales está asegurado por otros entusiastas del asesinato, que ya están haciendo los ejercicios de precalentamiento para cuando les toque saltar al campo.

Mientras en el Parlamento británico se discutía el tema de la pena de muerte y tantas buenas amas de casa inglesas encendían velitas a Enrique VIII para que Margaret Thatcher se saliera con la suya, el IRA hizo unas cuantas ejecuciones a su estilo, supongo que para contribuir a agilizar los debates. Si algún día falta la dama de hierro, ya están ahí los chicarrones de la capucha para tomar el relevo. Y en Euskadi, otra de lo mismo. Si sobrevivimos al plan ZEN, los heroicos hijos del pueblo con la bomba en la gabardina y el tiro en la nuca seguirán ayudando a que las viejas tradiciones sanguinarias no se pierdan. Para qué engañarnos, nos va la marcha. Me temo que lo del neocórtex no termina de cuajar.

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