Pulso y acuerdo entre un Gobierno y un sindicato socialistas
Aunque es manía hispánica dramatizar las cosas, hay mucho de verdad en lo que algunos dicen de que nuestra economía está en una situación límite. Mal que bien, la política económica y social de los años pasados, centrada en torno a los pactos sociales, ha apuntalado la economía de mercado con una inversión de confianza y aceptación social. Pero también, hay que reconocerlo, ha erosionado esta economía impulsando una redistribución de recursos a favor del sector público y de los trabajadores ocupados, una rigidez y una procrastinación o un hábito de demorar decisiones fundamentales, cuya consecuencia ha sido una caída de las expectativas de inversión y un deterioro del aparato productivo del país, que se acusan dramáticamente en el descenso de nuestro empleo industrial. Retóricas aparte, continuar en esa línea es incompatible con una voluntad de creación de empleo: sólo puede aumentar paro, empujar recursos hacia la economía subterránea y aumentar el subempleo de empresas públicas o privadas sobredimensionadas (o comprometernos en una dudosa política de aparcamiento de la gente joven en instituciones educativas más o menos ficticias).¿Es ésta realmente una situación límite? ¿No será posible prolongar esa situación de manera indefinida, sustituyendo una estrategia de decisiones por una estrategia de relaciones públicas permanentes? Por supuesto que la tendencia natural de muchos políticos es evitar decisiones. Sin embargo, el momento de las decisiones básicas ha llegado, porque se está tocando no el límite de la paciencia o la confusión del cuerpo electoral, pero sí el límite del ajuste de nuestro sector exterior.
Las declaraciones y los hechos del Gobierno socialista en estos últimos meses expresan la opción por una estrategia de decisiones y no de relaciones públicas, y el consenso emergente de que la única vía abierta es la creación de empleo a través de la activación de la economía, a conseguir justamente, sobre todo, a través de la inversión privada. Sus propósitos de contener costos laborales y gasto público y los hechos iniciales de la reconversión industrial van en esta dirección. Por otro lado, la capacidad política del Gobierno parece extraordinaria: tiene la mayoría absoluta de las Cortes, el control de buena parte de la Administración local, así como de varios Gobiernos autonómicos, y decisiva influencia sobre uno de los dos sindicatos principales del país.
Sin embargo, es deber del observador preguntarse sobre el alcance y los límites del poder real del Gobierno y sobre la probabilidad de que sus intenciones se lleven a cabo con un grado de aproximación razonable. Porque un Gobierno muy poderoso puede tener dificultad en el control de su propia Administralción pública, que necesita para sanear el sector público; en el control de su propio partido, que necesita para la definición, o la aceptación por el país, de su política doméstica (y exterior); y en el control del sindicato socialista, que es indispensable para la ejecución consistente de su política económica.
Admitamos que el Gobierno decide reducir los salarios reales en el futuro para alcanzar tasas de inflación similares a las de otros países europeos; acometer en serio la tarea de flexibilizar el mercado de trabajo, ampliando el ámbito de aplicación de contratos temporales y a tiempo parcial; y contener el gasto público consuntivo y las transferencias sociales. Todo esto introduce al Gobierno en un difícil proceso de negociación con empresarios y sindicatos. No es tan fácil como parece a primera vista el acuerdo de los empresarios con una política económica que pretenda la ampliación sustancial de la economía de mercado. El capitalismo español ha sido siempre un capitalismo protegido por el Estado frente a la competencia exterior y los conflictos sociales. Y, como resultado de esta experiencia, reforzada por el franquismo, su reflejo visceral es proteccionista e intervencionista.
Pero, dada la situación, es obvio que la dificultad máxima para el Gobierno está en su relación con trabajadores y sindicatos, incluido el sindicato socialista. Por muchas que sean las dificultades iniciales, sin embargo, no hay alternativa a la política de
persuasión. El Gobierno está tentado a veces de imponer el principio de la soberanía parlamentaria. Pero siendo uno de sus objetivos políticos primordiales el crecimiento a largo plazo del sindicato socialista, el Gobierno será siempre muy sensible a los argumentos a favor de una política de concertación, cuyo contenido sustantivo sea dado por su propia política económica.
Ahora bien; ¿qué cabe esperar en esas circunstancias del sindicato socialista? Por lo pronto, que no ceda a esa persuasión sin resistencia. El sindicato socialista tiene, como el comunista, una masa de afiliación muy modesta (entre un 10% y un 15%, los dos juntos, de la población asalariada del país), aunque tenga también una influencia bastante mayor en convenios, conflictos y comités de empresa. Necesita extenderse y consolidarse. Está sometido a la competición intensa del sindicato comunista. Sabe, además, que, a corto plazo, la tasa de paro no va a descender, y sabe que los sacrificios exigidos por el Gobierno socialista van a ser resentidos por una parte importante de la población trabajadora. Cuenta con un descontento importante. Teme, al tiempo, su asimilación con el Gobierno a los ojos de muchos obreros. Teme, pues, que el sindicato comunista capitalice ese descontento a su costa.
Llegados a este punto, propongo la siguiente hipótesis: la resistencia del sindicato socialista al Gobierno será tanto menor cuanto más probable le parezca al sindicato que la acción del Gobierno tendrá éxito a medio plazo. Porque entonces podrá arriesgarse a perder terreno a corto plazo a favor del sindicato comunista y otros sindicatos (o la abstención) con la fundada esperanza de recuperar terreno en un plazo de tres a cuatro años, cuando los resultados positivos de la política del Gobierno sean visibles.
¿De qué depende su percepción de un éxito a medio plazo del Gobierno? De dos factores: uno externo y otro interno. En primer lugar, de que comparta la expectativa del Gobierno de una activación de la economía mundial y la demanda exterior: lo que hará, probablemente, con alto grado de incertidumbre. En segundo lugar, de que anticipe una acción consistente, sostenida y firme por parte del Gobierno a lo largo de los años próximos.
Esta acción de gobierno no puede darse por supuesta. La situación requiere firmeza de pulso durante bastante tiempo. Aun cuando el partido esté bajo control y muestre un alto grado de disciplina interna (al fin y al cabo es un partido pequeño, no tiene tendencias organizadas y la dirección dispone del arma fundamental del control del acceso a los cargos públicos), escenarios económicos muy diferentes han coexistido y coexisten dentro del partido socialista, con las tensiones intelectuales consiguientes. Por otro lado, el Gobierno será sometido a una guerra de atricción en torno a las leyes educativas, la reforma de la sanidad, el tema del aborto, entre otros. Se encontrará con una Iglesia decidida, con una clase media cada vez más organizada y descontenta, antes o después con una oposición política que capitalice estos descontentos. Cierto que no habrá elecciones nacionales pronto, pero las regionales están cerca (las catalanas, a primeros del año próximo) y hasta ahora el partido socialista ha sido muy sensible a la coyuntura electoral. En otras palabras, cabe preguntarse si la firmeza de pulso soportará las tensiones internas y los desgastes de los próximos dos años. Y todo ello ante los ojos de un sindicato socialista, que a su vez internalizará esas tensiones y hará suyo parte de ese desgaste.
Mi pronóstico es que el sindicato socialista aceptará el diagnóstico del Gobierno y esperará de él una acción consiguiente. Apostará por apoyarle, soportando el coste inmediato de la impopularidad. Quedan, sin embargo, dos incógnitas importantes: no sabemos cuánto tiempo llevará este proceso de transición; y tampoco cuánta energía humana (ni cuál) se gastará en ese proceso.
El tiempo es el recurso limitado por excelencia. No tenemos mucho tiempo. Por un lado, los efectos de las decisiones sobre negociaciones de bandas salariales y presupuestos de este año, que se hicieron a su comienzo, estarán con nosotros hasta el final. Y por otro, dentro de tres años, entraremos de nuevo en período electoral. Lo que haya que hacer habrá de hacerse pronto y en el intervalo de esos dos años. Un cambio importante, a contracorriente, costoso y en tiempo muy breve.
Puede preverse que el coste de la transacción entre el Gobierno y los sindicatos medido en tiempo será tanto mayor cuanto mayor sea la resistencia inicial de los sindicatos a aceptar el diagnóstico del Gobierno: esta resistencia fue enérgica en los primeros meses del año, y a mediados de año dista mucho de parecer vencida. Esto augura morosidad en la negociación.
Sin embargo, el Gobierno dispone en último término de un argumento poderoso, tomado de la experiencia reciente de otros países europeos (por ejemplo, el Reino Unido), que puede esgrimir ante los sindicatos, al menos ante el sindicato socialista. Porque si la legitimidad del capitalismo a los ojos de la opinión pública no puede ser dada por supuesta, sino que requiere inversiones de confianza social para mantenerse a un nivel relativamente alto, otro tanto ocurre con los sindicatos. Y si las cosas sucedieran de tal forma que un amplio sector de la opinión pública llegara a atribuir a la estrategia defensiva de los sindicatos parte importante de responsabilidad en el deterioro de la economía del país, la imagen de los sindicatos sufriría por ello, la tolerancia social de su acción se reduciría (y en todo país democrático el ámbito de actuación real de cualquier grupo de interés depende mucho de la tolerancia social) y, lo que puede ser más grave, los resultados electorales acabarían reflejando esta evolución.
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