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La vida no es un derecho

Causa, por lo menos, sorpresa el hecho de que un tipo determinado de conducta, en este caso el del aborto provocado, pueda producir reacciones viscerales anómalas, suficientes, sin embargo, para aglutinar a los que las padecen, concentrándoles en magnas manifestaciones antiabortistas de 180.000 personas (concedamos hasta un millón para que no se nos tache de parciales o cicateros). Si los que pretenden despenalizar el aborto tuvieran posibilidad de convocatoria y pudieran preparar una manifestación análoga, pero de signo contrario, todas las calles de Madrid, incluidos aledaños, carecerían de capacidad para dar cabida a los manifestantes.Pero no es de esto de lo que quería hablar, así como tampoco quiero traer a colación argumentación sociológica o planificadora -incluso religiosa, con clara referencia a Malthus-, sino de esa mistificación y mitificación que se hace de la vida al atribuirla, por el hecho de serlo, un derecho inalienable que sólo Dios, en el caso que se decida a ello, puede destruir. Pues bien, la vida no es ni costituye un derecho. Cualquiera que se tome la molestia de estudiar -meditar sobre el hecho bastaría- cómo apareció la vida sobre el planeta tendrá que convenir que el fenómeno que llamamos vida se llevó a cabo de modo azaroso, y sobre todo nadando contra corriente. El hecho de que una molécula con un bagaje de organización suficiente pudiera trascender sus estructuras en el caldo orgánico primigenio fue, sin duda, una altísima proeza sumamente improbable, aunque lograda. La naturaleza tuvo, en su virtud, que hacerse enormemente despilfarradora para conseguir que esa forma energética vital continuara de modo azaroso; no se interprete esto en sentido teológico -de finalidad-; la vida aparece en el planeta como una consecuencia, no como un proyecto deffico. No existe un eus ex machina que la haga tomar tal o cual dirección, sino una organización interna de las moléculas vivas interaccionando, transaccionando con el medio. La vida es, pues, siempre un producto, nunca un designio, jamás un derecho, menos toda vía un fin en sí misma. Para que un óvulo humano quede fecundado es necesaria una eyaculación de 350 a 500 millones de células sexuales masculinas. De todo este impresionante número, un espermatozoide, y sólo uno, fecundará al óvulo; el resto de dichos haploides animáculos perecerá irremisiblemente. Parece, pues, que para que la vida pueda tener lugar ha de hacerlo sobre un inmenso cementerio de zoospermos. La vida asienta sobre la muerte, cosa que Max Scheler había claramente entrevisto. Si un óvulo de usted -lector/a posible- hubiera sido fecundado por otro zoospermo diferente al que penetró en el óvulo, usted no sería usted, sino un hermano/a suyo/a; su probabilidad de vida fue 1/5.000.000. Afortunada o desgraciadamente para usted, venció su zoospermo, el mejor dotado de aquella cuantiosa, bien que breve en el tiempo, generación. Tanto el óvulo como el espermatozoide son células dichas haploides; esto es, poseen la mitad de cromosomas -de información- que el resto de las células orgánicas; la unión de ambas células dará origen al cigoto, célula esta, así como todas las que de él deriven, con la dotación genética total. Este diploidismo -código genético completo- constituirá el programa que dirigirá todas las fases evolutivas por las que un inicial cigoto habrá de pasar, fenómeno que supone la muerte previa de casi cinco millones de concurrentes. La cruel lucha por la existencia (the struggle for life) se inicia, pues, cuando apenas ha terminado el juego amoroso entre la mujer y el hombre. No es necesario advertir que la escala cigoto-embrión-feto por lo menos, aproximadamente y en números redondos, es durante siete meses dependiente de la madre, de la que recibirá toda clase de nutrimentos y oxígeno, sin los cuales perecerá necesariamente. Hay, por lo mismo, una histerodependencia fetal que bastaría para impedir a éste, suponiendo que pudiera pensar en reclamarlo, derecho alguno.

Es frecuente oír que el embrión o el feto son inocentes. Así como puede establecerse la secuencia blanco-gris-negro, ya que las entidades que la forman lo son de una misma categoría, la secuencia inocente-embrión-culpable carece totalmente de sentido, ya que tanto inocencia como culpabilidad son connotaciones correspondientes a sistemas diferentes de aquel en el que encaja el embrión. Este, por supuesto, es portador de un programa -código- que le hará pasar por determinado número de estadios o fases, pero evidentemente no todo lo programado

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La vida no es un derecho

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debe ser conservado a ultranza. En la lucha por la vida es obvio que el derecho alcanzado por la madre es superior al que pueda corresponderle al embrión, suponiendo que éste posea alguno. En todo caso, la vida es siempre un mero producto, no un designio, jamás un derecho.

El cáncer, por referirme a otro tipo de vida, tendría que poseer también sus derechos, pero como está, parece, programado para terminar con la existencia del que lo padece, lo extirpamos en la mayor medida posible. Un papiloma es también un tumor, pero su carácter de benignidad -no está programado para matar- hace que pueda ser admitido. Solamente cuando atenta contra cierto sistema de preferencias -una verruga en la mejilla de una mujer que afecta a la estética- nos obliga a una cirugía eliminatoria. El cáncer está programado, el embrión está programado, no sabemos en ningún caso en qué consistirá el programa del embrión, esto es, sí éste devendrá un canalla o un sabio o un santo o, simplemente, una persona irrelevante. El cáncer, más noble, avisa que su fin es matar, nos muestra claramente su intención, si es que puede hablarse de intenciones tratándose de agrupaciones de células vivas (cáncer o embrión).

"Dejando a una parte, cielos, el delito de nacer", decía Pedro Calderón de la Barca, añadiendo, "pues el delito mayor del hombre es haber nacido". Pedro Calderón de la Barca, hombre de iglesia, no se había enfrentado jamás, que yo sepa, con esa enorme cantidad de tópicos que la ignorancia hace florecer y que mantiene a lo largo de siglos. La vida, para Pedro Calderón de la Barca, no era, en modo alguno, un derecho -inocente, por añadidura, dicen-, sino algo efectivamente más sencillo: un sueño. Si éste se convierte o puede convertirse en pesadilla, parece que lo más razonable es despertar.

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