América Latina, el despertar de un mal sueño
La utopía integradora de Bolívar es nuevamente evocada, dos siglos después de su nacimiento. Ciertos factores pueden alentar un movimiento que, hasta ahora, no pasó de la retórica
Día 25 de, septiembre de 1828 Cuatro años después del fracaso del Congreso Anfictiónico de Panamá, las luchas caudillistas amenazan con acabar con los sueño de una Gran Colombia unida. Simón Bolívar, el hasta entonces in discutible padre de la independencia de la América Hispana, había decidido, en junio de ese año, asumir poderes dictatoriales para tratar de impedirlo, contradiciendo así el ideario liberal en el que había bebido cuando, siendo un rico huérfano de hacendado venezolano, conoció la Europa de los primeros años posteriores a la Revolución Francesa, de la mano de su maestro y preceptor, Simón Rodríguez.Bolívar descansa en una hacienda lejos de Bogotá. El arrojo y la sangre fría de su amante y compañera, Manuela Sáenz, impiden que una partida de hombres armados por sus enemigos lo asesine. Aquel día de 1828, el Libertador no perdería la vida -murió dos años después, solo, enfermo y desesperanzado-, pero sí quedarían enterrados por mucho tiempo sus sueños integradores.
Ahora, en el bicentenario del nacimiento de Bolívar, lo que sus desesperados llamamientos en favor de la unidad de la Latinoamérica -"creemos una nación de repúblicas"- no han conseguido en más de siglo y medio de historia podría lograrse bajo la presión de una situación de crisis e indefensión probablemente sin precedentes desde la separación de la Corona española. Ésta fue la más destacada conclusión de un congreso sobre Pensamiento político latinoamericano que se celebró recientemente en Caracas, cuna de Bolívar, y que reunió a dirigentes, escritores e intelectuales de prácticamente todo el espectro político latinoamericano y del Caribe.
No era ése el propósito único del congreso, pero la propia conmemoración en cuya ocasión se convocaba -el bicentenario de Bolívar- y la amplitud, pluralidad y diversidad de las personalidades reunidas convirtieron desde el primer día el congreso en el más importante foro sobre integración latinoamericana que se haya celebrado en las últimas décadas. Estaban allí el ex presidente mexicano Luis Echeverría e intelectuales opuestos al PRI; socialistas y democristianos chilenos compartían manteles y pupitres; argentinos de todas las tendencias políticas manifestaban a la luz pública sus diferencias; ningún incidente provocó la presencia simultánea en la sala del dirigente sandinista Sergio Ramírez y de uno de los principales asesores políticos de Edén Pastora; delegados de la Cuba castrista y conspicuos liberales de la anterior Administración demócrata se hacían guiños dialécticos.
Sólo una ausencia significativa, por lo que pudiera tener de símbolica: no había ningún representanté de las dictaduras del sur y centro de América. Y es que delegados y organizadores estaban de acuerdo en que el punto de partida de cualquier proceso de integración pasa por la reinstauración de la democracia en aquellos países del continente, aún demasiados, donde no existe en estos momentos. Lo expresaba de forma rotunda el documento final del congreso, llamado Declaración bolivariana de Caracas. "Queremos a nuestra América Unida", decía, "bajo el signo de la libertad y la justicia. Condenamos los regímenes que en América Latina y el Caribe perpetúan la opresión, el fraude, la injusticia económica y social como instrumentos de gobierno... La unificación de nuestra América no podrá hacerse auténtica y duradera si los Gobiernos que concurren a la integración no comparten un mínimo de valores éticos, ideales políticos y prácticas democráticas".
Dos poderosas razones
Hasta el momento, las montañas de los ideales panamericanistas no habían parido sino el ratón de brillantes discursos retóricos -los políticos latinoamericanos conservan cierta calidez de verbo desconocida ya en Europa-, tímidos y casi inviables proyectos de unión económica (Pacto Andino, ALALC y Mercado Común Centroamericano) y media docena de intelectuales visionarios, como el mexicano Vasconcelos y el perua no Haya de la Torre, curiosamente reinvocados ahora como precur sores de una doctrina integracionista nunca hasta ahora puesta en práctica.
Ahora, sin embargo, razones nada retóricas pueden actuar como fuerzas impulsoras de un renacimiento integracionista. "Sólo si renunciamos al nacionalismo parroquiano podremos intervenir en el mundo", sentenciaba, en tono casi de súplica, el ex presidente venezolano Carlos Andrés Pérez. Y añadía: "América Latina, sin vivir siempre en guerra, nunca ha vivido en paz". De las razones citadas, dos muy importantes planearon en casi todas las intervenciones: de un lado, el alineamiento de EE UU con el Reino Unido en la guerra de las Malvinas había demostrado a los países del subcontinente que no cuentan con un aliado seguro fuera de la región; de otro, la renegociación de la deuda externa de los países latinoamericanos (300 millones de dólares de los 700 millones de la deuda externa mundial) sitúa a los países afectados en una absoluta posición de indefensión, en una negociación puramente bilateral, frente a sus acreedores.
La guerra de las Malvinas ha actuado como desencadenante sobre la mente de muchos políticos e intelectuales latinoamericanos, por más que las posiciones de los Gobiernos latinoamericanos, en aquellas fechas, distasen mucho de ofrecer la sensación de un frente común. "La guerra de las Malvinas", afirmaba el citado Carlos Andrés Pérez, "es un hecho capital para redefinir nuestras relaciones con Estados Unidos y Europa. Nos han enfentado a la realidad, y sería un buen momento para retomar el proceso original de una conciencia de unidad latinoamericana". Más contundente era el intelectual argentino Jorge Abelardo Ramos: "Toda América Latina ha recobrado la memoria histórica perdida. Ahora se entiende el significado de voces olvidadas y precursoras (Torres Caicedo, Manuel Ugarte, Vasconcelos y Haya de la Torre). Y se podrá comprender que ni el nacionalismo ni la democracia ni el socialismo poseen el menor significado si no se reencarnan en un programa general de revolución nacional unificadora de la patria grande".
La invocación del conflicto de las Malvinas, sin embargo, ha dado pie a actitudes fronterizas con lo ridículo, que, si no fueran anécdotas, ilustrarían hasta qué punto puede ser difícil el camino señalado. Así, por ejemplo, el Gobierno venezolano, casi como única medida de represalia contra la intervención británica, ha prohibido que se sirva en las recepciones oficiales whisky, bebida de la que Venezuela es uno de los mayores importadores del mundo (aunque algún ministro se hace servir a escondidas el licor escocés afirmando después ante los invitados que se trata de ron con gaseosa). Sin embargo, ningún Gobierno ha denunciado seriamente el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), en virtud del cual, según la mayoría de las cancillerías latinoamericanas, Estados Unidos debería haber intervenido en favor de su aliado continental. En el congreso de Caracas, sólo el general Edgardo Mercado Jarrín, ex ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno militar peruano del general Velasco Alvarado, aludió a la necesidad de un nuevo TIAR sin la intervención de Estados Unidos. Pero su sugerencia pasó casi inadvertida.
El peso de la deuda externa
Tema donde la necesidad de unidad se hizo sentir con muchas más fuerza es el de la renegociación de la deuda externa, que tiene sumidos a muchos países latinoamericanos en una situación de casi quiebra económica. Hasta ahora, cada país viene negociando con los países industrializados bilateralmente, y ha resultado fallido cualquier intento de establecer un frente unido. "Las potencias industriales" afirmaba un ilustre ex presidente latínomericano, "nos han llevado a la trampa de la negociación bilateral".
Sin duda, el debate sobre la renegociación de la deuda externa fue uno de los más densos del congreso, pero también donde los intereses nacionales se interpusieron con más insistencia a la hora de decidir una postura común. El economista venezolano Héctor Malavé Mata fue el más ardoroso defensor de la negociación global. "Una América quebrantada por la crisis no constituye ninguna perspectiva favorable para la economía de los centros", dijo. Y añadió: "No hay peor retribución a los acreedores que la insolvencia de los deudores". Si las dificultades en los pagos son un problema global de la región, no hay otra alternativa que buscar su solución a través de la negociación global, concluían los mentores de esta tesis.
Frente a esta posición, los invitados norteamericanos defendieron, obviamente, la de la especificidad de cada caso. Pero no sólo los norte americanos. El también economista venezolano Roberto Guarnieri alertó, por ejemplo, sobre el peligro que la demora en los pagos ejerce sobre el sistema bancario mundial. 'La banca quiere negociar", dijo, "y por tanto, debemos hacerlo en forma bilateral; negociar en bloque debe constituir nuestra última carta si fallan todos los otros mecanismos".
Al final, en una resolución aneja a la declaración final, los asistentes aprobaban una recomendación a los Gobiernos de la región para que "coordinen su acción y establezcan las bases de un marco de referencia global que oriente al arreglo de sus deudas externas", pero añadían, como concesión a los discrepantes, que debe ser cada país el que "determine la forma en que pagará sus deudas, respetando el marco global, de conformidad con las posibilidades que su economía permita, en ejercicio pleno de su soberanía".
En los propios llamamientos a la unidad e integración estaba, como se ve, la semilla de la discrepancia y la desunión. Por ello, aunque la mayoría de los asistentes estaba de acuerdo en celebrar las conclusiones del congreso como una sacudida a la conciencia de integración largamente dormida en América Latina, nadie apostaba, con el corazón en la mano, porque este primer paso sea seguido por otros importantes. Y ello, a pesar de que la declaración caraqueña hace una invitación resuelta y muy concreta a los Gobiernos de la región para que funden "una Comunidad Latinoamericana de Naciones, dotada de las instituciones y de los poderes necesarios para realizar sus fines integradores".
Probablemente uno de los diagnósticos más realistas de las causas de la desagregación latinoamericana lo realizó el intelectual español Ignacio Sotelo, quien situaba la principal causa de la desintegración en el origen mismo de las guerras de independencia, encaminadas a la formación de un Estado nacional propio. Con la industrializ ación, se consolida la formación de esos Estados por la vinculación de las oligarquías nacionales con el mundo desarrollado. El profesor español citaba como ejemplo lo ocurrido en Europa tras la segunda guerra mundial, cuando el viejo Estado nacional ya no sirve ni a los propios intereses del capitalismo, que busca mercados más amplios. Hay que interrogarse, pues, al hablar de integración, si ya se está en condiciones de hacer esa misma crítica del Estado nacional latinoamericano. "Hablar de una política de integración latinoamericana", concluía, significa cuestionar el modelo latinoamericano de Estado nacional. Si no, se corre el peligro de caer en una retórica donde los factores disgregadores, de larga tradición, seguirán actuando".
De vuelta en avión hacia Europa, un observador no latinoamericano caía, asombrado, sobre un texto del propio Bolívar. Un texto, desde luego no, invocado en el congreso de Caracas, pero cuyas lapidarias frases planeaban sobre el salón de sesiones. Escribía el Libertador, un mes y medio antes de su muerte, al general Flores: "Usted sabe que yo he mandado 20 años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: primero, América es ingobernable para nosotros; segundo, el que sirve una revolución ara en el mar; tercero, la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; cuarto, este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas; quinto, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; sexto, si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América". Palabras terribles, algunos de cuyos términos muchos creen cumplidos. El congreso de Caracas trató de impulsar un movimiento que impida que se hagan historia hasta las últimas profecías apocalípticas de aquel moribundo desengañado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.