El sistema electoral
EL CALENDARIO electoral del Estado de las autonomías corre el serio peligro de abrumar a los ciudadanos con una irregular sucesión de convocatorias ante las urnas, precedidas por sus correspondientes campañas preparatorias, desplegadas desordenadamente a lo largo de un período de cuatro años. La falta de sincronía entre las elecciones legislativas, las elecciones municipales, las elecciones a los parlamentos autonómicos constituidos según el artículo 151 y las elecciones a los parlamentos autonómicos del artículo 143 forman las piezas de un mosaico de difícil encaje.Las Cortes Generales pueden ser disueltas por iniciativa del presidente del Gobierno antes de agotar el plazo de su mandato. Así ocurrió con las Cámaras elegidas en 1977 y en 1979, que no apuraron los cuatro años de la legislatura. Con independencia de sus posibilidades de convocar elecciones anticipadas, el mandato cuadrienal de los parlamentos de las cuatro comunidades autónomas acogidas a la vía del artículo 151 de la Constitución comenzó a correr en fechas diversas, de forma tal que sólo la casualidad o la voluntad política podrían hacer coincidir su renovación, en un futuro más o menos remoto, con los comicios generales o las elecciones muncipales. Durante la presente legislatura, a salvo de una disolución anticipada, los vascos y los catalanes serán llamados a las urnas, para designar a sus representantes autonómicos, en la primavera de 1984. Los gallegos y los andaluces, por su parte, tienen como horizonte electoral el otoño de 1985 y la primavera de 1986, respectivamente. De esta forma, los ciudadanos que habitan en esas cuatro comunidades tendrán que pronunciarse, antes de las próximas elecciones legislativas y municipales, sobre la renovación de sus asambleas autonómicas, con la inevitable secuela de que sus resultados serán leídos, en perjuicio de su verdadero significado, desde la óptica de los intereses del Gobierno y de la oposición a escala nacional. Por el contrario, la celebración simultánea, el pasado 8 de mayo, de las elecciones municipales y de las elecciones para los parlamentos autonómicos aprobados por la vía del artículo 143 de la Constitución, que establecen en ambos casos un mandato fijo de cuatro años, permitirá concentrar esos llamamientos a las urnas en una sola fecha y establecer un punto de referencia estable para el futuro.
Hay dos problemas inmediatos en la extensión a lo largo del tiempo de la abundancia de votaciones. De un lado, el tirón que significan las campañas electorales para el presupuesto estatal y las finanzas de los partidos, con daño para los grupos políticos menos poderosos. De otro, el cansancio del elector, que puede terminar por aburrirse de acudir tres veces durante un período de cuatro años a las urnas. Hay países donde la cantidad de cargos elegibles es aún mayor que en España; por ejemplo, en Estados Unidos, donde, además del presidente y del vicepresidente, del Senado y la Cámara, son elegibles los parlamentos de los Estados, los cargos de gobernador, los jueces y los jefes de policía. La experiencia norteamericana centra los comicios, sobre todo, en dos citas cada cuatro años: en el momento en que se elige al presidente, en noviembre de cada año bisiesto, y dos años después, en las elecciones de medio término, en las que se renueva parte de los cuerpos constituidos, que permanece hasta el medio término siguiente. De esta forma, la concentración del esfuerzo electoral marcha en paralelo con una cierta continuidad de la política nacional.
Los preceptos constitucionales no exigen, pero tampoco impiden, que se pueda producir en España, a lo largo de dos o tres legislaturas, un reacomodo de las consultas electorales, a fin de conseguir una estructura temporal más armónica que la actual. La existencia de un derecho no acarrea la obligación de ejercerlo. En aquellas comunidades autónomas donde la disolución anticipada de sus parlamentos sea estatutariamente factible, esa prerrogativa podría ser utilizada en beneficio de una cierta homogeneización de las consultas en todo el ámbito estatal. La afirmación de los rasgos diferenciales de las comunidades autonómicas no tiene por qué estar reñido con el sentido de la realidad y de la eficacia, una de cuyas formas podía ser precisamente el esfuerzo para conseguir una mayor concentración electoral. Durante la presente legislatura, obviamente, ese objetivo es imposible de cumplir, pero podría producirse una aproximación a esa meta durante la próxima legislatura, tomando, quizá, como punto de referencia las elecciones municipales y de los restantes parlamentos autonómicos, que se celebrarán durante la primavera de 1987.
Éste es sólo uno de los aspectos posibles, relacionado con el calendario y con la simultaneidad de las convocatorias, de una reforma gradual, del sistema de elecciones en España. Pero más importante aún es el desarrollo del mandato contenido en los artículos 68 y 69 de la Constitución, que confía a una ley la regulación de las elecciones al Congreso y al Senado. La negligencia o los temores de las anteriores Cortes Generales obligaron a que los comicios del 28 de octubre de 1982 se celebrasen todavía al amparo de un decreto-ley de 1977, previo incluso a la legalización del PCE. Resulta preocupante que la nueva mayoría parlamentaria no haya enviado todavía al Congreso el proyecto de ley electoral que la sociedad española aguarda. Es cierto que los partidos que alcanzan el poder con una determinada normativa electoral son muy poco favorables a modificarla, en la creencia de que esas reglas contienen las virtudes mágicas necesarias para perpetuarles en el Gobierno. Pero sería inconcebible que un decreto-ley de la etapa predemocrática de la transición siguiera regulando inercialmente las consultas electorales de la España constitucional. En todo caso, se impone la apertura de un gran debate. público, más allá del parlamentario, que analice nuestro sistema electoral a fin de detectar sus posibles deficiencias y de sugerir las fórmulas que permitieran entroncarlo de forma más directa y representativa con la opinión pública.
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