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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Espíritu de cuerpo

En todas partes cuecen habas, y en cualquier país del mundo se presentan, vez tras vez y sin darse un punto de sosiego, muy enojosos y vidriosos conflictos capaces de enfrentar los ánimos y engendrar la disputa. Es ley difícil de sortear y torear y situación que en las sociedades democráticas conduce, poco importa si de rebote o a bote pronto, al uso de la argumentación girando alrededor de monótonas, sucesivas y muy contrastadas razones. Si esa norma puede no cumplirse de forma radical y al pie de la letra y en todo momento -supuesto que entiendo excepcional, pero admito posible-, no obsta para que el talante de la primacía de lo racional se mantenga como bien deseable y también como una de las más señaladas características de la escueta y misma definición del juego democrático. Resulta curioso que las personas y las instituciones de los países que forman en la pequeña elite mundial, que a todos aseguran el uso de las libertades civiles y políticas, acepten en no pocas ocasiones el dar de lado a la virtud racional y el hacer uso de dos distintas medidas, de dos dispares raseros para juzgar sobre la licitud o ilicitud de los propósitos y las acciones.La sola existencia de gentes cegadas por el vicio deformante o el pecado capital -la avaricia, la soberbia, la ira, la envidia-, hasta el punto de adentrarse en el resbaladizo terreno del delito al amparo de alguna profesión que les presta evidente carta de muy acrisolada honradez (y no merece la pena aludir al individuo lisa y llanamente inútil), sería suficiente para indignar a cualquier compatriota celoso de sus derechos y sus deberes, siempre y cuando se le aceptara un muy significativo distingo: que el presunto delincuente o el supuesto e inconveniente inútil sea su compañero, esto es, ejerza igual oficio y goce del mismo beneficio. Salvo raras y muy honrosas excepciones, a las que aludiré más adelante, el estamento o gremio o cuerpo en el que se venía ganando la vida el presunto delincuente, y aun el mero sospechoso de poder serlo, cierra filas heroica y herméticamente, se repliega sobre sí mismo y reclama a grandes y harto desentonadas voces el público reconocimiento de la no existencia, en su seno y por automática definición, de manzana podrida alguna que pudiera contaminar el colectivo.

Los oficios se recubren así de una mística apuntalada en el espíritu de cuerpo y ejercida con la estrategia ingenua y calculada mente corporativista que ha protagonizado algunos de los más dolorosos y aun lamentables episodios de los últimos años españoles. En la nómina de aquello que no hemos podido erradicar de los antiguos modos de hacer las cosas figura -y en lugar destacado y punto menos que inexpugnable- la caduca fiebre de la corporación, lo que quizá sea explicable. El corporativismo fue ensalzado hasta sus últimas consecuencias en un trance político y en unas circunstancias económicas en la que, por motivos obvios que no merece la pena ni insinuar siquiera, la corrupción necesitó y usó de medios arbitrarios y aun mágicos para defender sus intereses. Cuando saltaba al aire algún escándalo imparable, la culpa recaía, por este orden, sobre los siguientes agentes de la desgracia, el terror o la inquina:

1. Quienes daban pábulo a la noticia.

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2. Muy nebulosos rocambolescos agentes internacionales o masónicos.

3. Los indígenas al servicio de potencias foráneas y, claró está, enemigas.

4. En caso de apuro, y aun cuando resultare un poco traído por los pelos, las fuerzas de la naturaleza confabuladas para hundirnos: la pertinaz sequía, las devastadoras inundaciones, la granizada como no recordaban otra los más viejos del lugar, etcétera. Ni siquiera los mínimos episodios de la descolonización -y aludo, claro es, a los casos de Guinea y el Sáhara- pudieron llevar a más cosa que a muy tímidas fintas de desacuerdo en las esferas oficiales. Y el mundo de lo oficial en aquel la balsa de aceite mecía, con muy descansadoras nanas y bajo su manto protector, a quienes, por la circunstancia de ser arquitectos, o abogados, o militares, o curas, o economistas, o constructores, tenían asegurada de antemano su honorabilidad y el respeto de todos.

Las cosas han cambiado en España, claro es, pero no tanto como para que los oficiantes de cualquier oficio, en su sentir colegiado, admitan y aun entiendan que los intereses nacionales están no sólo por encima de la consideración de sus miembros -y no digamos de la dudosa conducta de algunos de sus miembros-, sino incluso más allá de los intereses exclusivos y comunes de cualquier rama laboral. Tenemos a la mano ejemplos más que suficientes para comprobar hasta qué punto esto que digo se olvida, y para verlo claro basta con que repasemos las polémicas a que suele conducir cualquier disposición legal capaz de rozar los intereses profesionales de quienes fuere. Si aceptamos la indudable premisa de que los españoles, según han venido demostrando, cuentan con suficiente dosis de racionalidad y madurez política, la conclusión a que debe llegarse es a admitir la existencia generalizada -y dolorosa y vergonzosa- de dos medidas distintas con que justificar argumentos y posturas injustificables. En castellano -y con mucha misericordia- a esto se le llama la ley del embudo.

Decía que hay excepciones raras y honrosas, y es cierto. La actitud de los jefes y oficiales de la Guardia Civil de Galicia, que quieren que resplandezca la verdad en el triste asunto del contrabando y que rastrean posibles culpas dentro del propio instituto, y el procesamiento de los jueces de Barcelona sobre los que recae sospecha de que hayan podido delinquir, pueden servir de ejemplo. Pero, por desgracia, se trata de muy singulares excepciones respecto de la norma que mantiene la presunta honorabilidad por encima de cualquier evidencia, aun cuando ésta fuere de muy grueso calibre. Lo corriente entre nosotros -y también lo falso y errado- es echar mano de los más tupidos velos al amparo de la falaz idea de que los trapos sucios deben lavarse en casa y con las persianas echadas. De esta manera, los colegios profesionales y los sindicatos -y los cuerpos ni colegiados ni sindicados- se distorsionan y se transforman en un remedo de las agencias de imagen dedicadas a intentar el maquillaje de algo que, de todas formas, huele demasiado mal para admitir el pachulí. Son vicios, en última instancia, totalitarios. Y lo peor es que habíamos llegado a creernos que el totalitarismo estaba ya muerto y enterrado.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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