Gracias y dagracias de la política cultural
Desde hace días venía dándole vueltas en el magín al propósito de escribir una vez más, en términos generales y sin nombrar a nadie, acerca de las espinosas relaciones entre la llamada cultura (es decir, entre quienes se ocupan de la creación artística, literaria y científica) y los poderes públicos, cuando la lectura del artículo publicado por Antonio Tàpies sobre El reencuentro oficial con Dalí me decide, por fin, a echar mi cuarto a espadas.El caso Dalí constituye, en verdad, un escándalo demasiado clamoroso, y por eso puede considerarse ejemplar: la democracia exalta y glorifica la mediocridad artística de un hombre cuya actitud y conducta política fueron siempre, por lo demás, execrables. Dice con razón Tàpies que en este caso "el enfado va más en el sentido de poner una mala nota a los criterios artístico-culturales de quienes ahora ostentan el poder"; pero me preguntaría yo: ¿por qué ha de esperarse que los titulares del poder público tengan buenos -ni malos- criterios artístico-culturales? No es lo suyo. Los titulares del poder público se guían por criterios políticos, sin que haya motivo para exigirles capacidad de entendimiento y juicio crítico en materias artísticas, literarias o científicas.
Bajo el régimen franquista fue frecuente escuchar, en labios de quienes cultivan las artes, letras y ciencias, amargas quejas. por la despreocupación del Estado respecto a sus esfuerzos creadores. Cierto, muy cierto es que ese régimen les discernía su más desdeñosa indiferencia, y cuando alguno -cosa nada infrecuente- se ponía a su servicio, lo hacía en manera vergonzante, con mala conciencia, procurando dar a entender de un modo u otro que en su fuero interno era insolidario con la dictadura, muy a sabiendas de que su asociación con ella sería condenada por sus congéneres como vituperable indignidad.
En general, las relaciones entre la que en sentido lato pudiera llamarse clase intelectual y los poderes públicos no eran por entonces nada cómodas para ella, pero sí, en cambio, espiritualmente confortables -confortables por su misma incomodidad-. De varias maneras insiste hoy entre nosotros un escritor c e conciencia alerta en que el intelectual ha de hallarse colocado, por principio, frente al poder establecido, posición tajante, fundada en el reconocimiento de la tensión radical que existe entre uno y otro campo. Excluido del de la acción política, el creador de cultura podrá lamentar su desamparo, la precariedad de su condición, pero al menos esa situación suya no lo expone a las seducciones del poder, y sólo por propia iniciativa sufrirá su contaminación.
Situación tal ha cambiado con el advenimiento de la democracia. Por reacción contra el previo desprecio oficial de las actividades culturales, se ha desarrollado ahora en la esfera pública una candorosa beatería culturalista. Con muy buena fe quiere hacerse política cultural, alta política. Y de ahí, pifias tan ridículas como esa glorificación oficial de Dalí, cuyo caso digo que puede considerarse ejemplar. Lo es porque, sin duda, lo ha presidido una intención honesta bajo un correcto postulado: el de que -en palabras de Tàpies- "los fallos políticos y humanos del artista han de olvidarse ante las excelencias de su pintura". Sólo que... ¿qué sabrán de pintura quienes han armado el tenderete de su apoteosis? Ignorando -es evidente- la opinión de los entendidos, sabían, eso sí, que el nombre de Dalí tiene resonancia mundial, y ello basta. ¿Excelencias de su pintura? Sin esa popularidad que el propio Dalí, con su histrionismo gritón y barato, había logrado concitar alrededor suyo para cubrir así la inanidad de su arte, claro está que los poderes públicos no hubieran tomado noticia siquiera de su existencia, aunque en verdad se hubiese tratado de un artista de categoría suma y no del habilidoso mistificador que es.
Ahí están, bien a la vista, las celebridades internacionales, legítimas o falsas, Niños-Jesús o Bryans, para que los reyes magos les ofrenden oro, incienso y mirra; y un patinazo importa poco. (Aún quedaría por averiguar si, desde el punto de vista político, ha habido tal patinazo, pues, en tratándose de fomentar la cultura popular, no hay duda de que al espectáculo montado para las masas respondió en efecto la gente, que desfilaba boquiabierta ante los engendros del pintor famoso.)
Pero si las celebridades internacionales se encuentran, dada su posición, ante los ojos de los gobernantes que dispensan el maná del mecenazgo oficial, otras figuras de menos viso tendrán que acudir, presurosas, a plantárseles delante, cuando no procuren llamar su atención haciendo retumbar alguna botija, si desean ser distinguidas y premiadas por el Estado. Son artes cortesanas de vieja tradición y siempre renovada eficacia, que se integran en el tejemaneje de la intriga, el chalaneo y el compadrazgo. El caso de Dalí podrá haber constituido un clamoroso escándalo por la ridícula desproporción entre el honor y el mérito. Sin embargo, es probable que el disparate no se haya debido a su propia iniciativa: las palmas oficiales conferidas a una celebridad suelen ser para el recipiendario una agradable ceremonia tan sólo. De otros casos recientes, menos notorios, sería difícil decir esto. (Me refiero, bien se entiende, a la promoción pública de tal o cual modesta, personalidad local.)
Y es que, como ya no está mal visto eso de pastar en los predios del poder público, y como éste se muestra tan propicio a favorecer el cultivo de las artes, las letras y las ciencias, se han trasladado ahora al terreno de la cultura, en desdichada confusión de los campos respectivos, los criterios, prácticas y artimañas de la actividad política. Por supuesto que, más avezados y curtidos, quienes ya se habían ejercitado en ello al servicio de la dictadura, son los mismos que con mayor diligencia orientan a los Gobiernos de la democracia en su tarea de promover los valores culturales, si bien es cierto que tampoco han dejado de salirles algunos discípulos aventajados.
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