Grandes almacenes
Sólo quería comprar unas camisetas para sus hijos y había elegido esos grandes almacenes porque allí se podía dejar el coche en el sótano sin pagar aparcamiento. Entró por el túnel a las nueve de la mañana. El empleado de la garita le sonrió con una mueca de plástico y levantó la barra, pulsando la tecla con cierta amabilidad, aunque a esa hora el subterráneo ya estaba completo. La mujer tuvo que abandonar el automóvil abierto en la rampa de acceso y entregar las llaves a un sujeto de mono blanco que llevaba el nombre del establecimiento estampado en el lomo. En esa catacumba, los pasos de cebra y unas flechas luminosas indicaban el camino hacia los ascensores. Ella se sorprendió un poco al ver que en el interior de algunos vehículos estacionados unas parejas se hacían el amor rodeadas de paquetes. También le llamó la atención otro hecho insólito: en el suelo de cemento había unos señores muy elegantes, que parecían clientes, tirados sobre una manta durmiendo a pierna suelta.La mujer subió directamente a la sección infantil de la quinta planta y se puso a mirar las mesas y mostradores donde se hallaban ordenadas por tallas todas las prendas para niños. Desde el primer momento un dependiente risueño trató de ayudarla. Ella se limitó a escoger unas camisetas de algodón, y cuando se dirigía a la caja, de pronto se acordó de la cacerola. El menaje de cocina estaba en el piso inferior. Aquella señora no era sino una hormiga más en el hirviente barullo que se agitaba frenéticamente por los distintos departamentos, y no demostraba una voracidad especial. Las escaleras mecánicas transportaban seres inmóviles como maniquíes hacia otros espacios, los altavoces interrumpían a veces la música de ambiente para dar reclamos de ofertas, ventas posbalance, rebajas, semanas de la China y otras promociones esotéricas y, en medio del oleaje de consumidores, había guardas jurados con galones y un pistolón desmesurado que les flotaba a la altura de los ijares.
El edificio se ha levantado en el centro comercial de la ciudad. Por fuera es un mazacote sin ventanas, de aspecto gris, un hermético fortín con una predela de escaparates a ras de la acera. Por dentro exhala un perfumado hedor a moqueta acrílica bajo un batido de neón pastoso que se disuelve en las cabezas de la aglomeración; pero ese gran almacén contiene todo lo que a un contribuyente normal le puede apetecer, desde bragueros teutones hasta viajes a Tahití pagados en cómodos plazos. Por eso, a la mujer le resultó muy fácil encontrar la cacerola deseada. Durante algún tiempo se movió entre ollas, sartenes, electrodomésticos, espátulas, instrumentos de cirugía culinaria y bisturís de cocina amenizados por una melodía cenital de Julio Iglesias; y mientras una empleada le envolvía la perola de aluminio, pensó que la moderna ama de casa se había convertido en una reina de quirófano. Después de pagar el importe, la señora quiso llegar a la calle por la primera puerta, pero aquel vano daba directamente a un pasillo ciego. Entonces le preguntó a un tipo con revólver.
-¿Dónde está la salida?
-No lo sé.
-Estoy buscando el ascensor para bajar al aparcamiento.
-¿Qué aparcamiento?
-El sótano.
-Yo soy nuevo en la casa. Pregunte a cualquier encargado.
Remolino de cuerpos y paquetes
Aquel señor del revólver le había contestado con cara de perro y ella ahora comenzaba a sentir un calor asfixiante en ese recinto cerrado. Todas las salas estaban llenas de gente palpando las mercancías y las miradas de la multitud tenían un brillo de sudor o de fiebre ante los objetos amontonados en las largas bancadas. Se abrió paso a codazos por algunas galerías y de repente vio una manada que corría hacia un montacargas. La mujer se precipitó dentro de aquel remolino de cuerpos y paquetes y de repente la caja blindada salió zumbando en dirección a la estratosfera. Se detuvo bruscamente en la última planta y allí las sardinas en lata se vaciaron con una violenta bocanada en busca de otros cacharros. Ella sólo deseaba bajar al sótano, pero el as censor quedó parado algunos minutos con la puerta abierta y en el tablero había comenzado a parpadear un botón rojo en señal de avería. La señora esperó con la cace rola en la mano hasta que alguien le dijo que si quería comprar cosas en otro departamento podía utilizar la escalera mecánica.
-Estoy buscando la salida.
-¿Qué salida?
-A la calle.
-Ah, sí, la calle. Recuerdo que al principio a mí me pasó lo mismo.
Los grandes almacenes modernos están construidos con una estrategia de ratonera. Tienen una entrada muy fácil, con vestíbulos de excitantes arcadas. Incluso se puede acceder a ellos por debajo de la tierra a través de túneles que han perforado la raíz de los muros como un queso gruyere. Pero tan pronto el pequeño roedor ha caído dentro, el laberinto se complica cada vez más. Las sucesivas dependencias se van enredando, todas las paredes se vuelven lisas, los espacios toman una fórmula cuadrangular, los distintos volúmenes se repiten en cadena unificados por el hilo musical y la luz pastosa. Podría considerarse un hecho anecdótico que aquella mujer no encontrara la salida, aunque los casos como el suyo han sido calculados científicamente. Está probado por los psicólogos de consumo que si alguien, ya sea rata, hormiga o ciudadano medio, se entretiene 15 minutos buscando una escapatoria, siempre acabará comprando alguna cosa más. Pero la mujer se sentía angustiada y se acercó por tercera vez a una dependienta para explicarle el problema. Llevaba mucha prisa, había concertado una cita con el callista y buscaba una puerta, un ascensor, una escalera principal o de servicio, cualquier hueco que le permitiera llegar cuanto antes a la calle, porque además comenzaba a notar cierto ahogo. La dependienta hizo la mueca habitual. Le contestó que no debía preocuparse por eso, que se tranquilizara, que subiera a la cafetería a tomar algo. También le dijo que el establecimiento tenía un servicio de reparto de mercancías hasta el domicilio de los señores clientes y sería bueno que lo usara. Ella podía seguir comprando sin parar y cuando se le acabara el dinero debería pedir una tarjeta de crédito. Le sería facilitada al instante por el personal habilitado.
-Señorita, son las once de la mañana. Llevo un par de horas aquí dentro. Sólo deseo salir.
-¿Ha dicho usted salir?
-Eso es. Salir a la calle.
-Ah, sí, la calle.
-¿(Qué sucede?
-Espere. Vuelvo en seguida.
A medida que pasaba el tiempo, la mujer comenzó a experimentar una sensación rara. El gran almacén se veía totalmente abarrotado de cacharros y cuerpos, sólo que aquel gentío parecía la repetición uniforme de la misma persona, en versión masculina o femenina, como si todas las dependencias del establecimiento hubieran sido invadidas por los propios maniquíes, que no cesaban de comprar de una manera mecánica cuantos objetos les ofrecían unos empleados, también de plástico.. Podía tratarse de una alucinación debida a la claustrofobia. Eran seres con una expresión de cera, con las hombreras muy cuadradas, los ojos de baquelita y un vaho de pegamento en las pelucas. La mujer decidió salir de allí sin ayuda y durante algún rato fue dando vueltas por todas las paredes, se perdió en un dédalo de pasillos deshabitados que al final la devolvían siempre al departamento de perfumería, o la sección de lencería, o a la división de caballeros, o a un desván repleto de embalajes. Comenzó a caminar por una galería" desierta con terribles golpes de tacón que resonaban en el vacío, y cuando ya iba a llegar a la mampara del fondo vio detrás del cristal. la esfumada silueta de un guarda jurado con pistola. Todas las puertas conducían a espacios herméticos, a corredores circulares o a terminales de subterráneo o azotea donde había un tipo armado impidiendo el paso.
El plato del día
Después de una hora consiguió descubrir aquel sótano rebosante de automóviles que, por supuesto, también tenía el túnel de acceso a la vía pública cegado con una plancha blindada. Allí pudo contemplar de nuevo el mismo espectáculo sorprendente. Dentro de los vehículos estacionados en tercera fila había muchas parejas haciéndose el amor con abrazos ortopédicos y chasquidos de muelle bajo grandes paquetes de regalo, y los suspiros de placer parecían salir de un transistor incorporado en la tripa de cada amante. Sobre las manchas aceitosas de aquel suelo de cemento se veía una extensión de señores elegantes y derribados que eran clientes sumidos en un largo sueño. A la una de la tarde aquella mujer había llegado a la conclusión de que el edificio no poseía una sola fisura. Se sentía incapaz de huir de ese bloque de hormige5n.
Trató de serenarse un poco. Desde la catacumba subió otra vez en el ascensor hasta la cafetería de la última planta. Ahora la mujer estaba sentada a una mesa y alrededor de ella muchos maniquíes tomaban el plato del día. Un medallón de merluza congelada, unas croquetas de pollo y flan de polvos pinos. Los maniquíes hablaban animadamente entre sí, e incluso se reían con carcajadas de plástico enseñando la dentadura de maíz híbrido. Uno de ellos vino con la gran noticia:
-Acaban de entrar veinte capitonés con nuevas mercancías.
-¡No es posible!
-Os lo juro.
-Hay que felicitar al jefe.
Saltaban, reían, daban vítores y palmadas como en una fiesta de niños. Después de todo tampoco hacía falta salir de los grandes almacenes para ser feliz. Allí dentro había de todo: peluquerías, retretes, guardería infantil, restaurante con platos combinados y también se podía recorrer el mundo mirando los paisajes lejanos de los folletos de la agencia de viajes. En ese edificio sin ventanas de aspecto gris sólo entraban y salían mercancías. Al amanecer llegaban a través de túneles unas moles de enorme tamaño, unas caravanas de niebla en forma de camión y descargaban el arsenal de cacharros en los pozos más profundos. Unas hormigas de uniforme clasificaban los enseres en otra cripta y las poleas movían tinas cintas de linóleo que iban distribuyendo los objetos por las distintas dependencias. El establecimiento también poseía una esmerada organización de reparto a domicilio. En medio de ese tráfico de paquetes los clientes sólo debían emitir el acto volitivo de comprar. Los clientes eran seres puros como máquinas, entes inmutables como categorías de consumo que nunca abandonan su sitio. Permanecían siempre en el interior de ese bloque, ajenos a toda esperanza. Aquella mujer supo claramente que en el edificio de los grandes almacenes no había un hueco que permitiera la libertad de suicidarse arrojándose a la calzada, pero lo estuvo buscando durante toda la tarde. Un jefe de maniquíes le sonrió al fondo de un pasadizo.
-Señora, este corredor no conduce a ninguna parte.
-Me siento un poco perdida.
-No tema nada.
-Tal vez mi familia esté preocupada.
-Tome esta tarjeta de crédito.
-Quiero salir a la calle.
-¿A qué calle?
La mujer no comprendía que aquel caballero le decía estas cosas por su bien.Tenía obligación de relajarse. Dentro del mazacote cuadrangular había ofertas, regalos, promociones, rebajas, múltiples aparatos y cualquier deseo podía ser calmado de un modo automático. Las escaleras mecánicas se, cruzaban en aspa aéreamente y acarreaban cuerpos con una expresión de goma espuma hacia otros espacios, y la luz batida con la melodía sideral de Julio Iglesias se vertía sobre los mostradores cargados de utensilios de toda índole, y los maniquíes agolpados adquirían nuevas mercancías alargando los brazos ortopédicos en la crepitante densidad del lugar cerrado. Al caer el crepúsculo la cornisa del gran almacén se adornó con una cresta de neón. Finalmente, en mitad del laberinto, la mujer descubrió una cristalera que daba a una acera por donde se veían pasar coches y contribuyentes con paraguas. Se pegó a ella como un mosquito a una farola. Sólo era un escaparate. La mujer comenzó a, arañar la luna dando alaridos desmesurados para llamar la atención de la gente de fuera. Pero la gente: pensó que se trataba de un reclamo publicitario. Y algunos peatones desocupados decidieron entrar en el gran almacén.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.