Democracia en el poder judicial
Los autores, miembros de la carrera judicial, abordan los aspectos de la democracia interna de la Admninistración de Justicia y critícan la excesiva jerarquización de las funciones, a la hora de reflejarse en la representatividad de los distintos escalones de la carrera. La preponderancia cuantitativa de los menos numerosos se impone a la hora de la representación y la desvirtúa, en favor de la cúspide jerárquica.
Es saludable que la justicia y los jueces estén de moda. Un ámbito como el judicial, por tanto tiempo hermético y plegado sobre sí mismo, necesita el oxígeno de la libertad y el viento de la crítica para liberarse del hollín acumulado y de las inercias de sujeción a presiones e intromisiones de diversa laya. El camino de servidumbre que toda dictadura intenta trazar para la justicia, y que con tan sistemático ahínco practicó el franquismo, ha dejado huellas y cicatrices muy profundas en los jueces y en la sociedad. Para superarlas es necesario que la independencia del poder judicial y de los jueces en cuanto tales esté al servicio de la libertad y de la democracia, lo que exige, entre otras muchas cosas, no ya sólo que los jueces no tengan ni admitan superiores políticos, sino también que se les libere de superiores jerárquicos. Las servidumbres políticas desnaturalizan y prostituyen el oficio judicial; las jerárquicas lo corrompen, impiden que los valores constitucionales básicos de la libertad y la igualdad (que los jueces están obligados a amparar sobre todas las cosas) presidan la propia estructura judicial y propenden a recortar la esfera de los derechos y libertades del juez en cuanto ciudadano.La mayor parte de estas servidumbres tiene por origen una lamentable y reiterada confusión entre funciones jurisdiccionales y gubernativo-representativas. Si en cuanto a las primeras es obvio que existen diversos grados o categorías (jueces, magistrados y magistrados del Tribunal Supremo), su existencia no tiene por qué afectar al principio de igualdad de todos los jueces ni tiene por qué verse encarnada en una estructura jerárquico-piramidal de la magistratura. Ejemplo importante de lo que decimos nos lo brinda la propia distribución legal de los 12 vocales de procedencia judicial integrantes del Consejo General: tres magistrados del Tribunal Supremo, seis magistrados y tres jueces. Basta tener en cuenta que en la actualidad hay unos 70 magistrados del Tribunal Supremo, 900 magistrados y 700 jueces para constatar la tremenda desigualdad que, en perjuicio de los más, la misma ley introduce. Esta descomunal hipertrofia de la representación de los menos, pero situados en funciones jurisdiccionales más elevadas, proyecta inevitablemente la idea de que hay jueces que lo son más que otros y que deben ser preservados a toda costa de las veleidades electorales de la mayoría. Al mismo tiempo se presta a una reflexión tan irremediable como la anterior: si ésta es la concepción de la democracia dentro del poder judicial, ¿cómo se puede, razonablemente, esperar la aceptación o asimilación de controles externos o de participaciones institucionales (por ejemplo, el juzgado) faráneas a la profesión judicial?
Si las cosas andan así en la cúspide de la representación y del gobierno del poder judicial (es preciso decir que estas reflexiones nada tienen que ver con la respetabilidad personal y profesional de ningún compañero), no andan mucho mejor en lo que concierne a los ór ganos de gobierno a nivel territorial, donde nuevamente se produce esa torpe confusión entre la función jurisdiccional y la representativa, y, en este caso, sin elección alguna de por medio. A falta de los nonatos consejos territoriales del poder judicial (concebidos por las fuerzas parlamentarias de la izquierda y de las minorías nacionalistas y abortados en el debate parlamentario sobre la ley orgánica del consejo), donde hubiera sido posible y exigible una equilibrada integración de vocales elegidos por los parlamentos de las comu nidades autónomas y por los jueces y magistrados del territorio, las salas de gobierno de las au diencias territoriales deberían estar compuestas por miembros de mocráticamente elegidos, incluidos los de representación parla mentaria de las respectivas comunidades. Ello no sólo parece exigible desde una perspectiva democrática, sino también aconseja ble por dos razones: impediría el progresivo distanciamiento entre el gobierno de la justicia existente en una comunidad y sus órganos democráticos de representación y gobierno; haría imposible porque la fórmula, de lo contrario, sería inconstitucional- nuevas confusiones entre lo jurisdiccional y lo gubernativo. Hay, de todas formas, que liberarse de cualquier servidumbre jerárquica y sustituir radicalmente la estructura jerárquico-piramidal y el control de la carrera, como instrumentos y causas de esa servidumbre, por el principio de la igualdad de los jueces, única forma de sustraerlos a posibles presiones y a las tentaciones de ascenso mediante la adulación, el conformismo y la resignación, que son los mejores caldos de cultivo para la formación de burocracias judiciales resistentes al cambio democrático y dispuestas en todo momento a convertir la independencia del poder judicial en un estrecho y mezquino corporativismo.
Tales burocracias no suelen ser muy amigas del pleno ejercicio de las libertades ciudadanas por parte de los jueces. Con el pretexto de impedir a toda costa la politización de la justicia en cuanto atentado contra la imparcialidad de la misma, persiguen, si se les permite, a los jueces que sostienen y defienden públicamente opciones ideológicas y valores político-sociales de signo democrático, lo que no obsta para que, en determinadas y no infrecuentes circunstancias, estén dispuestas a recurrir a la protección de la democracia para reprimir actitudes insolentes de fuerzas y sectores de la Prensa y de la política que, por fortuna, han irrumpido en la vida democrática con el ímpetu de lo que ha sido largo tiempo abolido y comprimido.
Una democracia judicial o, si se prefiere, una justicia democrática exigen la realización práctica del principio de igualdad entre los jueces y, por tanto, la superación de cualquier servidumbre jerárquica, liberándolos de la mediatización de sus superiores. Sólo así se podrá conseguir el clima democrático indispensable para frenar el impulso de aquellas burocracias, vencer las inercias, superar los guiños autoritarios y las demás huellas de la dictadura, y lograr, en fin, que los jueces sean inconformistas, libres, iguales, independientes y responsables.
La tan esperada ley orgánica del Poder Judicial tiene, en gran medida, la palabra. No parece preciso recordar a nuestros parlamentarios las ya viejas palabras de un jurista -Eberhard Schmidt- nada sospechoso de excesivos progresismos: "Si queremos que la profesión judicial no tenga que cargar con una responsabilidad insoportable es de la máxima importancia agudizar el sentido de responsabilidad de los políticos encargados de elaborar las leyes y llevar al convencimiento de la opinión pública que no se puede tener al juez como chivo expiatorio de los fallos del legislador".
Firman también este artículo todos ellos miembros de la carrera judicial con destino en Guipúzcoa.
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