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La nostalgia de la voz de Ana María González

Una vez llegó a Madrid una gran cantante que se llamaba Toña La Negra. El teatro se había llenado de equivocados. El nombre les sabía a rumbera de enormes caderas y vientre giroscópico que en una cierta época de hambre sexual parecía un estimulante. Cuando vieron que Toña La Negra se apoyaba en un piano y presentaba un volumen físico indiferente y empezaba a cantar uno detrás de otro sus boleros, se indignaron. Comenzó un pateo; y un conato de agresión. En este momento salió al escenario Ana María González, que era un ídolo y que falleció el pasado sábado en México a los 62 años.Ana María González acalló al público tormentoso -y hay que ver lo tormentoso que puede ser un público de defraudados sexuales- y explicó: "Señores, yo no soy nadie al lado de Toña La Negra. En América su nombre se venera, mientras que yo soy una más. Yo canto los corridos de todas y de todos, y gusto como todas y todos. En España tengo más éxito que en mi país y por eso vengo. Pero lo que es una gran artista es Toña La Negra; y si ustedes la escuchan comprobarán que es así".

Fue así. Se escuchó a Toña La Negra y se la ovacionó: por justicia, por desagravio... y porque lo había pedido Ana María González y ésta era alguien en Madrid; al que había cantado con la música de Agustín Lara en un chotis hecho con la nostalgia de la lejanía mexicana y que aquí sonaba con la nostalgia del Madrid perdido.

Aquí cantaba la llorona, vengativa y apasionada canción de macho que es El preso número 9. Dio un vivo color a una época, una emoción que transmitía al público. Ahora se ha muerto, horas después de su compañero de época Jorge Sepúlveda, y los sesentones se van desconsolando cada día más. Se les está muriendo todo: las voces, los escenarios del tiempo en que empezaban a vivir.

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