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Ciencia y miseria

La historia es bien reciente: en el mes de julio de 1980 se publicó en el Boletín Oficial del Estado mi nombramiento de catedrático numerario de la universidad de Palma de Mallorca. Una vez más agradezco a la facultad de Filosofía y Letras de esa universidad su iniciativa; al consejo de rectores, su conformidad; al ministro de Universidades e Investigación, su propuesta, y al Consejo de Ministros, en su reunión del día 30 de junio anterior e inmediato, su deliberación favorable. También reitero mi gratitud a su majestad el rey don Juan Carlos y al ministro don Luis González Seara por sus ambas firmas al pie del real decreto. A partir del curso siguiente me incorporé, como catedrático de Literatura y Geografía Populares, a la nómina de profesores de mi universidad, y desde entonces he mantenido regularmente cursos de doctorado por los que han ido pasando, como es lógico, alumnos de muy distinta condición, y todos inteligentes, estudiosos y respetuosos. Proclamo en público que me siento muy feliz y harto recompensado. No obstante lo dicho, me permito suponer que para cualquier persona que hubiere tenido la disparatada ocurrencia de seguir mi carrera pública ha de resultar patente el hecho de que no soy un catedrático stricto sensu, ya que, por encima de cualquier otro señalamiento, no soy sino un escritor que, mal que bien, dedicó su vida entera a la literatura y lleva publicadas varias docenas de libros.Todo lo anterior lo traigo a colación para mostrar la absoluta ausencia de afán corporativo en estas reflexiones a las que hoy quisiera entregarme. Nada más lejos de mi ánimo que ese mal nacional al que llaman espíritu de cuerpo y que puede encubrir, si no la estulticia, sí al menos el adocenamiento de quienes lo sienten con más pasión de la precisa. Con la perspectiva que puede asegurar el verme libre de las inmediatas urgencias a que me llevaría el depender, única y exclusivamente, del sueldo que el Estado destina a sus catedráticos, me permito plantear la situación, creo que de verdadero y muy triste escándalo, en que se encuentra la economía de los profesores de nuestra Universidad.

Es evidente que la Universidad en España adolece de tantos y tan graves defectos que la tarea de rehacer sus cimientos costó ya el cargo a algunos de los últimos ministros de Educación. Es de sobra conocido también el proyecto que el Gobierno socialista ha emprendido para intentar salir del gravísimo impasse en el que se halla el mundo de la enseñanza superior, pero me pregunto si resultará posible, e incluso imaginable, una reforma universitaria sin el replanteamiento radical de la paga de los profesores. Recuérdese que la cátedra de Universidad es el único destino de toda la Administración pública española al que no se puede acceder si no es poniendo el título de doctor sobre la mesa. Pues bien: un catedrático de Universidad -ciñendo el problema al de aquellos cuerpos mejor retribuidos y de una teórica responsabilidad mayor- gana un sueldo, sumados todos los conceptos posibles e imaginables, que no alcanza ni a la tercera o cuarta parte del que recibe un profesional de rango análogo en la empresa privada. Se nutre y hasta se reconforta, cierto es, de prestigio, y en busca de semejante prestigio, que no sueldo, parecen ir los propósitos de lograr rango universitario para ciertos oficios de más que principesca soldada. En ciertos casos, el catedrático usa de su condición académica para apuntalar su bufete, o su clínica, o su despacho, y de no ser así, procura ir editando libros de texto o se resigna al estoicismo que jamás se le ocultó ni se le negó.

¿Es ese el modelo de profesor responsable que quiere nuestra Universidad? ¿Son los ridículos sobresueldos de decanos y rectores la justificación de un trabajo ingrato y de nefastas consecuencias para las carreras científicas de quienes cargan con esos empleos? O, por el contrario, ¿se trata no más que de perpetuar la estrategia del disimulo y los paños apenas calientes?

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Existen oficios dignos como el que más que quizá justifican unos sueldos a todas luces desproporcionados con el promedio de los adecuados a las actividades profesionales del país. Pues bien, habría que plantearse, el tema de si no estamos cometiendo el tremendo error de excluir de esa nómina a los universitarios. A poco que la nueva ley de reforma y la aplicación estricta de la Carta Magna lo permitan, podemos encontrarnos con una trágica respuesta a tal interrogante. En breve tendremos en España universidades privadas, de la misma forma que existen ya en otros países pretendidamente equiparables al modelo de sociedad que nos hemos marcado. Y el mecanismo del mercado como factor de regulación de costos y salarios puede acabar dando la puntilla a una Universidad pública que, por definición, tendría que ser capaz de aguantar cualquier competencia. ¿Se va a seguir confiando en el prestigio para contrarrestar las tentaciones? Y aun suponiendo que eso fuere posible en la universidad Complutense o en la de Barcelona, y quizá en alguna otra más, ¿qué sucedería con las minúsculas universidades, mesetarias y periféricas, de nueva creación? ¿Habremos de encogernos de hombros y dar por bueno y bien sentado el hecho de que, de todas formas, siempre encontraríamos doctores dispuestos a dar sus clases al precio que se les quisiera asignar?

No se me oculta que vicios muy anteriores han llevado a una situación en la que el profesorado universitario queda fraccionado en multitud de categorias, rangos y funciones que escapan a mi capacidad de entendimiento. No creo, sin embargo, que esa sea razón bastante ni para justificar la admisión por buena de una situación que no lo es ni tampoco para declarar irrecuperable sin remisión ni arreglo a la docencia universitaria. El ministerio ha ofrecido muestras inequívocas de una voluntad racionalizadora, al margen de que los resultados de semejante voluntarismo puedan llegar a no contentar a nadie, aunque, quizá así, lleguen a valernos para demostrar sus virtudes. Queda todavía pendiente la evidencia absoluta de que la miseria no va a ser de ningún modo la vía más adecuada para conseguir una Universidad equiparable a la que puede encontrarse hoy en Europa, Asia, África, América y Oceanía.

Copyright Camilo José Cela, 1983.

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