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Los 'últimos' de Orcasitas

A la puerta de su casa, Ignacio da la bienvenida al visitante con la orgullosa exhibición de su último trofeo. "Mira la rata que cacé anoche en mi habitación". Y de su mano cuelga el cadáver de un roedor del tamaño de un gato de pocos días. "Bueno, estaba un poco coja", admite luego, para situar en sus justos términos la captura. Tiene siete años, estudia EGB y es uno de los siete habitantes de la última casa que se alza entre los escombros de lo que fue Poblado Mínimo de Orcasitas, una barriada provisional de los años sesenta para absorber la masiva emigración que afluía a Madrid. Después de dos décadas largas, de precariedad, sus moradores acaban de ser realojados en nuevas viviendas, pero la operación no ha alcanzado a Ignacio y su familia por diferencias de criterios con el ministerio.

Al sur de Madrid, en el barrio de Orcasitas, hay una plaza llamada de Campotejar, que parece un campamento palestino recién bombardeado por la aviación israelí. Sólo una casa se levanta desde marzo en medio de los escombros de 300 viviendas. En esos últimos cuatro muros de ladrillo, coronados por un techo de uralita, viven Ignacio Fernández Rubio, un albañil en paro de 31 años; su mujer, Pilar González, y sus cuatro hijos, uno de ellos, el intrépido cazador de roedores. Allí vive también María Gil López, la bisabuela.La casa de la familia Fernández tiene una sola planta de altura, 42 metros cuadrados de extensión, y sus siete habitantes hacen milagros para no tropezar dentro una y otra vez. El recibidor es también cuarto de estar y dormitorio de María José y Pilar, las dos hijas mayores. Un aparador de formica, un televisor, una lechuza disecada y un sofá-cama se amontonan en la pieza. El pequeño Ignacio y su hermana Noemí, de dos años, comparten con un montón de muñecas el hueco contiguo, dos metros cuadrados de espacio, donde cayó muerta la rata. El matrimonio Fernández ocupa la tercera habitación, y la bisabuela, María, la cuarta.

Hay que aguzar el ingenio cuando falta espacio, y, eso es lo que han hecho los últimos habitantes del poblado con el reducido patio interior. En cinco metros cuadrados han instalado, separados por un leve muro de ladrillos, la cocina y el cuarto de baño. "Llamar a esto cuarto de baño es una broma", dice Pilar González, y explica entonces que, ante la carencia de ducha, la familia se lava en un barreño de zinc. Siempre fue duro vivir en el poblado, pero más amargo resulta habitar en sus restos, bajo el permanente acoso de las ratas y los insectos, con dificultades en el suministro de agua, sin alumbrado público, con el terror permanente a que llegue alguien y desvalije los cuatro trastos.

Para la extremeña María Gil la peripecia vital que la ha llevado, a sus 83 años, a habitar con sus nietos y biznietos la última vivienda en pie de un barrio suburbial madrileño comenzó en el verano de 1939, recién terminada la guerra civil. María lo cuenta con un lacónico me fusilaron a mi marido". Su marido era Ignacio Rubio, un campesino de ideología socialista, que tenía 43 años cuando las tropas franquistas decidieron limpiar el pueblo pacense de Casas de don Pedro. "No supe dónde estaba enterrado hasta hace muy poco".

"Una vivienda por familia"

En 1956, María Gil llegó a Madrid con su hija y su yerno par huir de la miseria. El joven se empleó en la construcción y la familia se alojó en una chabola de San Blas, hasta que, en 1962, el Ministerio de la Vivienda adjudicó en propiedad a María una casa provisional en el poblado de Orcasitas.Pasaron los años; la provisionalidad se convirtió en crónica; María se quedó sola en la vivienda, pero no por mucho tiempo. En 1972 se casó su nieto Ignacio Fernández con Pilar González, y la pareja se instaló en Orcasitas, cuyos residentes aumentaron a medida que iban viniendo hijos.

El pasado mes de marzo, las excavadoras borraron del mapa las 300 casas unifamiliares y todos sus habitantes fueron realojados en nuevas viviendas, en el mismo barrio. Todos menos María Gil y los suyos. "Nos han ofrecido una vivienda a nombre de la abuela", dice, Pilar, "pero nosotros no aceptamos esa solución. Aquí se luchó, y se consiguió, una vivienda por grupo familiar y nosotros somos dos en realidad. Necesitamos dos casas, aunque sean pequeñas, una para la abuela y otra para nosotros, que somos seis".

La operación de erradicación del chabolismo, argumenta Pilar, ha contemplado casos semejantes. Aunque lo expropiado y derribado fuera una casa, si en ella habitaban dos grupos familiares el ministerio ha concedido otras tantas viviendas nuevas. Mientras no se resuelva esta diferencia de criterios, están dispuestos a resistir. Junto a una alcantarilla abierta, los últimos de Orcasitas miran su casa y dicen: "Que hayamos luchado tanto, que hayamos cortado tanta carretera, que hayamos recibido tantos palos para esto..." Lo que su mirada contempla es casi una ruina entre ruinas. En los blancos muros los niños han escrito: "Los tenía que dar berguenza que nos están comiendo las ratas".

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