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El hombre y su tiempo

Gore Vidal, hablando del explosivo boom póstumo que hoy día se produce en Estados Unidos sobre la olvidada figura de Scott Fitzgerald, el novelista que murió en la miseria física y monetaria abandonado por todos, dice que la vida de un artista o escritor resulta ahora de mayor interés para el gran público que la obra del mismo. "Hay más gentes que leen la biografía de un autor llevada a las íntimas minuciosidades que los libros que le dieron fama". Pienso en esto después de recorrer en una jornada de itinerario intensivo tres exposiciones madrileñas bien diversas: la de Ortega, en el Retiro; la de Beruete, en el edificio de La Caixa en la Castellana, y la de Ramón Casas, en el moderno rascacielos bancario bilbaíno de su prolongación.La vida de nuestro gran pensador contemporáneo se exhibe con profusión de material gráfico y de objetos personales. Impresiona el sólido maletón de libros que le acompañaba en sus viajes; la escopeta de caza, con su mochila y licencia; los manuscritos impecables, de letra casi dibujada; el pragmático sistema de sujetar las infinitas notas en pequeños paquetes, ordenados en estantes, con referencia mental personalísima, seguramente; el pupitre de trabajo; las fotografías de conductor deportivo de automóvil con pasamontañas y gafas; sus excursiones incesantes; la pampa argentina; el aparato fotográfico de fuelle; los gemelos de campo y el asado en Aceláin, de Larreta; las cartas de Victoria Ocampo -bajo su retrato con inmenso sombrero blanco-, con su grafía aristocrática y su cher Ortega encabezante; los programas de la universidad de verano en La Magdalena, admirables de variedad; de modernismo; de originalidad, con un plantel de conferenciantes de relieve; la letra micrométrica de Coudenhove-Kalergi invitando a Ortega a una sesión en Viena de la Pan-Europa; lo que dijo Ortega de la Revista de Occidente, al aparecer: "Llena el buche de los españoles con noticia y pensamiento europeos".

Las fotos son documentos reveladores: Maeztu dedicando la suya "a mi camarada de lucha"; el conde de Kayserling saliéndose del grupo como un bisonte asiático; Ortega toreando, y su familia rodeándole sin cesar en las múltiples residencias de Madrid, El Escorial, Zumaya... y en los años del exilio. Me detuve en la carta de Paul Valéry a la que este último hizo referencia en sus notas de vieje, al regreso de Madrid, donde su conferencia organizada por Ortega había sido un espectacular éxito. Los cuadros de Juan Echevarría son otro elemento importante de la exposición. Acompañan a la evocación con la versión pictórica homogénea de uno de los grandes artistas de la época de los intelectuales que convivieron con Ortega en la gran aventura de sus años creadores. Venían con la herida del 98, "abierta en el alma de los que tenemos 30 años". Los hércules bárbaros, como los llamó.

Juan Echevarría tuvo el recelo de muchos que le consideraban -con razón- de familia rica de Bilbao, ¡como si la holgura económica fuese incompatible con el genio creativo! Era hombre de vocación tardía, como Gauguin, que abandonó las sendas de la empresa familiar para convertirse en pintor esencial. Su fuerza expresiva estaba, en palabras suyas, en el fondo espiritual de sus lienzos, introspectivos y líricos. Zuloaga se halla presente, asimismo, con el asombroso dibujo

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de Ortega al carbón, y también con el retrato de Marañón joven, prodigioso anticipo pictórico de una gigantesca personalidad.

Cientos de visitantes recorrían conmigo la exposición del Retiro con insistente curiosidad. ¿Cuántos habrían leído la prosa rotunda, sonora y metafórica del autor de la Rebelión de las masas? En otra sala están los tres objetos que exornaban su rincón meditativo: las reproducciones del Caballero del Greco, el frenético griego de Toledo; La Gioconda del Louvre, carne elástica de molusco, y un delicioso Regoyos, una huerta casi comestible, de la ría bidasotarra pintada por "el Fray Angélico de la gleba y de los sotos que se ponía de rodillas para pintar una col".

Beruete me reveló al soberbio descubridor de la geografía de España como estado de ánimo. Los hombres de la Institución enseñaron a los españoles finiseculares a gozar del entorno de la montaña y del campo. Madrid se enteró por fin que tenía a su alcance una sierra, unos pinares, un pulmón accesible que formaba parte de su existencia colectiva. Mi padre, que en esos mismos años inició el montañismo con un grupo de amigos entre los que se contaban Unamuno y Aranzadi, solía repetir que no hay paisaje sin historia. Beruete convierte a la geología de las rocas en motivo lírico de contemplación. Buena parte de sus paisajes están pintados desde el Plantío de los Infantes, cuyo pinar pertenecía a Remisa, el banquero isabelino emparentado con él y con Segismundo Moret, que quiso abrir a Beruete las puertas de la política, a lo que éste se negó. Carmen Pena, en el bellísimo trabajo sobre la pintura de Beruete, la enlaza en línea recta con los fondos de Velázquez y de Goya, una vez que ha descubierto el idealismo poético que encierra la naturaleza.

Ramón Casas fue la última etapa de mi jornada itinerante. Aquí nos esperaba otra gran impresión. Un artista que protagoniza a una época. A una burguesía determinada. A la clase dirigente de la Cataluña de su tiempo. Era Casas también hombre de familia acomodada que sintió la vocación creadora y dejó el negocio por la tarea artística. ¡Qué asombrosa la galería de personajes dibujados al carbón! Parecía una gran tertulia nacional en la que gentes de diversa condición y opinión emitían sus contradictorios puntos de vista. Sus camaradas del arte, desde Bagaría a Picasso y Nonell. Los, escritores, desde Mañé y Flaquer con su barretina, sentado en mecedora, hasta un Mosén Cinto con aire episcopal. Los músicos, de Albéniz a Vives. Los políticos, empezando en un Cambó juvenil hasta Maciá. Y luego los retratos de la belle époque, con sus modulaciones femeninas exquisitas. Y los dibujos a lápiz de los tipos y episodios populares de Barcelona junto a las grafías carteleras, más evocadoras que ningún otro documento de una era definitivamente extinguida. Dos lienzos de gran tamaño, de cierto academicismo, son de un dramático y explicativo contenido: el Garrote vil y La procesión del Corpus, que junto con La carga forman el triángulo pictórico de una época decadentista, menos bella que su idealización literaria.

El hombre vive dentro de su tiempo, y el proceso cotidiano de su propia existencia nos dice muchas cosas que enriquecen la visión que tenemos de su arte, de su mensaje y de su reflexión. Ortega escribió que la vida y la cultura se identificaban en cuanto que esta última "nace del fondo viviente del sujeto y es vida sensu stricto, es decir, espontaneidad y subjetividad". El tiempo de Ortega fue condicionado en gran medida por la influencia estelar de su pensamiento, que regía la constelación de la intelectualidad española desde la primera guerra mundial hasta el comienzo de la guerra civil. Y, a su vez, esa época limitó las posibilidades de su acción política, que no encontró en la sociedad española el eco suficiente para obtener un seguimiento popular efectivo.

Y en el mundo del arte observamos asimismo ese doble efecto. Beruete tradujo al lienzo el mensaje de los que valoraban nuestro entorno natural como un elemento esencial del nuevo y moderno patriotismo. Se murió sin obtener un mínimo de reconocimiento público de su obra admirable; ignorado de los suyos. Ramón Casas era, en cambio, un burgués adinerado catalán que pintaba y dibujaba lo que sentía y llevaba dentro, es decir, su época y su estamento. Por eso sus personajes respiran hondura y autenticidad y despiden asimismo un aura de melancolía.

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