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Tribuna:
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Catalunha en la Espanya moderna

No hay duda de que algún designio literario debía yo abrigar en 1954 cuando, al término de un trabajo veraniego en Suecia (tan poco apremiante como mal retribuido), como graduado en Ingeniería Civil, decidí prescindir de todo capricho y adquirí con mis dos últimas pagas una excelente máquina de escribir portátil de una calidad y robustez entonces desconocidas en España. En verdad, todo lo que escribí entre 1954 y 1970 lo hice con aquella pequeña máquina Halda que aún conservo, casi intacta, y que todavía utilizo cuando he de prescindir de la otra sueca que compré para sustituirla. Además de dejarme sin una corona para volver a España, la adquisición de aquella máquina supuso una interminable negociación con el representante de la casa en el pequeño pueblo del Kronoberg donde yo residía, a causa de mi insistencia por cambiar los caracteres de dos teclas -uno sueco y otro comercial- por otros dos específicos del castellano: la ñ y los signos iniciales de interrogación y admiración. Aquel hombre no quería comprender que el teclado internacional no cubría la tipografía del castellano y no sólo se permitió toda clase de sarcasmos, sino que aplicó a la máquina un sobreprecio que a punto estuve de no poder cubrir; y por ser una pieza extra, colocada a mano, la ñ de mi Halda se distingue de sus compañeras por un cierto escorzo, como esa tara de nacimiento con que un niño sin escrúpulos hace burla de los demás.Siempre me ha parecido que sobre los signos iniciales de interrogación y admiración, que el castellano utiliza en exclusiva, se ha meditado poco y con poca fortuna. Se ha llegado a decir que son buena muestra del carácter altisonante de una lengua escrita que obliga a que toda sentencia sea precedida de un signo para que se sepa de antemano cuál es su modo; que por carecer el castellano de una construcción específica para el modo interrogativo, lo ha de indicar con el acento, cuando se habla, o con el signo, cuando se escribe. Y siendo eso así, no se repara en la otra cara de la moneda, esto es, que si el castellano no tiene una construcción específica para la interrogativa es porque permite todas las construcciones posibles para la aseverativa y, por consiguiente, también para la interrogativa, que no se distinguirá de la anterior por alteración alguna del orden de las partículas. En la frase simple y completa y en cualquier lengua europea -excepto en el castellano- basta colocar el verbo en primer término para construirla en modo interrogativo; pero si la interrogativa tiene una construcción propia que se distingue desde el comienzo de la lectura y se va confirmando a lo largo de ella, ¿para qué demonios sirve el signo final?, ¿acaso no basta con la construcción para entenderla como lo que es? En la mayoría de las interrogaciones en inglés -cuyos estilistas tanto presumen de regirse por una economía a ultranza, de saber prescindir de partículas y grafismos innecesarios-, el signo final es un pleonasmo gráfico; pero, por paradoja, también lo es en castellano, donde basta con el signo inicial, al que el final no añade nada, a no ser una cierta simetría signaléctica y un cierto respeto a la tradición. En cierta ocasión escribí que ese signo inicial es "una invención absolutamente necesaria... que, al distinguir al castellano de todas las lenguas vecinas -incluso del gallego, del portugués y del catalán y parientes-, establece sin ambages el mayor campo de variación que su sistema de construcción le otorga? Pues, evidentemente, ese signo es el precio que hay que pagar para que la frase aseverativa se pueda construir de todas las formas posibles: con el verbo al comienzo, en el centro o al final; con el adjetivo antes o después del sustantivo., y por eso, añadía, "gracias a ese humilde -y a veces maltratado- signo de interrogación inicial... el castellano me parece el más liberal de todos los idiomas que conozco y que he oído hablar".

Por supuesto que la ñ no juega un papel tan importante; pero es una letra tan española (o la más española de las letras, que diría Primo de Rivera) que entra a formar parte del nombre del país; y,, por supuesto, ningún otro país la tiene. La pequeña tilde sobre la n restaura en su categoría a un sonido básico del que ningún latino puede prescindir y para cuya representación gráfica otros han de acudir a una combinación de dos letras -sea la nh, la ny o la gn-, que, al tiempo que introduce un cierto grado de hibridez, acusa la incapacidad del abecedario para cubrir el campo de las consonantes. Con la excepción de la ch, la combinación de dos consonantes en castellano nunca. introduce un sonido nuevo, y por eso pienso que la perfección gráfica de nuestra lengua se habría logrado si aquellos primeros grafistas, que supieron coronar la ñ con su tilde, hubieran tenido a bien conservar la cedilla bajo la c para otorgar a la ch la categoría de miembro de pleno derecho de la familia de consonantes.

Y he aquí que en pleno centro de Madrid, en la plaza de Colón, se abre una exposición que se anuncia al público con grandes y elegantes caracteres: "Catalunya en la España moderna". ¿Quién habrá sido el salvaje, me pregunto, que, por sí y ante sí ha decidido enviar a la ñ a hacer punyetas? Sin duda un personaje adulador y nada sobrado de conocimientos, pero ¿se habría atrevido a hacer algo semejante con un "La France en la España moderna"? ¿Y por qué no Espanha, o Espanya o Spagna? ¿Qué escrúpulo le detuvo para respetar la segunda A? ¿O es que quiere marcar las diferencias? ¿Y qué intención le puede llevar a tal apuntamiento? Sin duda que, de una manera oblicua, no ha pretendido sino vejar a los catalanes por no haber sabido en su día dar a la ñ el tratamiento que merece; para recordarles una historia lingüística que tiene ciertas limitaciones, como la imposibilidad de utilizar el signo de interrogación inicial que, de poderlo hacer, concedería mayor flexibilidad a sus múltiples aseveraciones. Porque, lo quiera o no el autor del letrero, Cataluña, en nuestra lengua, se escribe con ñ, con una tilde como la copa de un pino.

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