La negación de la evidencia
Supongo que no se me negará el reconocimiento de mi más que sobrada experiencia en la lidia con la censura y en las escaramuzas con los censores, festejos a los que asistí desde el callejón, cuando no desde el ruedo- y acongojado, esto es, con los congojos en la garganta. No voy a hablar, claro es, porque ni hace al caso ni merecería la pena desempolvar viejos pleitos de lo acontecido con novelas mías como La familia de Pascual Duarte o La colmena o, en tiempos menos duros y más sorprendentes, con San Camilo 1936 o con Oficio de tinieblas; tampoco he de referirme en modo alguno a la censura ideológica, sobre la que quizá pudiera decir cosas aún ignoradas, sino que quisiera aludir no más que a la pudibunda censura meramente lingüística, de la que también guardo algún que otro recuerdo curioso.De repente he visto cómo el calendario daba marcha atrás y en la historia de España volvían a plantearse la querella y el acoso, ahora disparados por el rifirrafe producido por una cancioncilla de adolescentes con buen ánimo de marear; el asunto está sub iúdice y, en todo caso, confío en que el tiempo pasado desde el alboroto haya servido para calmar los ánimos, las vísceras y las glándulas. Estas circunstancias quizá puedan justificar el que incida ahora, no más que en ciertas consideraciones teóricas, sobre el escándalo más o menos público y las actitudes públicas más o menos escandalosas que produjo.
Si la información no me ha llegado enturbiada y revuelta por las pasiones, entiendo que parte del paisanaje se ha llevado las manos a la cabeza y se ha horrorizado muy dramáticamente ante los televisores tras haber oído una canción ínterpretada por un grupo femenino de música punk que responde al sintomático nombre de Las Vulpes. El mantenido apostolado de mi alcalde adoptivo don Enrique Tierno Galván parece haber calado hasta en la juventud punk -estamento, por lo demás, un tanto extraño para albergar nostalgias culturizantes- hasta el extremo de aparecer los latines en el lugar de las voces castellanas de tan claro como terminante significado. Pero no andaría yo ahora metido a hurgar en lo escandaloso, lo escandalizador y lo escandalizable si los textos de la canción de Las Vulpes hubieran estado también en la lengua del Imperio, y no en román paladino. La tempestad se desató y las vestiduras se rasgaron precisamente por lo contrario, esto es, por insistir cabezonamente en llamar a las cosas por su nombre, en español doméstico y cotidiano, con algunas diáfanas concesiones a la germanía.
Las voces que Las Vulpes cantan se leen en el Diccionario de la Real Academia Española -lugar respetable si lo hay, y hecho al que, en algún caso, no soy del todo ajeno- y se escuchan en sitios dignos de idéntico respeto y que, sin embargo, no reciben carta de respetables, como los estadios de fútbol, quizá por aquello del misterioso arcano de los calificativos, y por aquello otro de la tendencia a aplicarlos al margen de las leyes de la lógica. Todos, absolutamente todos los que se han sentido tocados por la piedra del escándalo, han oído muchas veces en su vida cosas como las de la canción de marras, e incluso durante la polémica han podido disponer de la letra, pródigamente aireada en las páginas de los periódicos. No se trata, pues, de invocar el tabú de la difusión de ciertas viejas e ilustres palabras de nuestra también vieja e ilustre lengua. El escándalo procede, según creo entender, del hecho dé que la televisión haya emitido a una hora de audiencia infantil las frases tenidas por inconvenientes.
Me temo que para reclamar materia de escándalo haga falta la aportación de toda una teoría sobre los límites de la sorpresa, o la demostración empírica de que los hijos de buena familia no oyen nada por el estilo ni en las películas, ni en la calle, ni en los colegios, ni en sus propias casas. A juzgar por lo que acostumbro a sorprender en labios de muy tiernos retoños de la sociedad más rancia -a la que muy gustosamente pertenezco, y ustedes perdonen-, se me antoja una tarea un tanto dificultosa, pero no deja de alegrarme el que se hable del escándalo como mera posibilidad, aun cuando quede lejana y nebulosa la vía de su demostración, dado que empezaba a tener por cierto que ya no había forma de escandalizar a nadie.
A poco que el estilo de los punkies tenga sentido más allá de su propia y especial estética, ése no es otro que el de la declarada voluntad de épater le bourgeois. Tremenda empresa. Los burgueses, al menos los que rondan por las cercanías de mi casa mallorquina, viven horas de desmadre y tienen a gala no sorprenderse por cosa alguna, salvo las expropiaciones económicas violentas. De ahí que canciones como las de Las Vulpes hayan pasado sin pena ni gloria por el universo punk dentro de una sociedad tan arraigada en la regla como la británica. Milagrosamente aparece ahora el auditorio imprescindible para completar el ansia de provocación que subyace a toda postura de ese tipo. Los punkies están de enhorabuena. Pero, ¿qué sucederá si se impone el criterio de la prudencia, y jueces y abogados reclaman una norma de moralidad puesta al día? Pues que no les quedará más remedio a los escandalizadores que abandonar la provocación naïve y emprender tareas de búsqueda acerca de lo que pueda resultar verdaderamente escandaloso. Quizá sea una búsqueda inútil, ya que bien pudiera ser que la dura realidad nos hubiera curtido excesivamente. Quizá, también, quede todavía algún recurso acechando tras los motivos retóricos que ahora se nos escapan. Pienso que tendrá que ser bien retorcido para lograr que nuestros angélicos colegiales abran los ojos ante la sorpresa.
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