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Tribuna
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El desayuno

Yo no sé si ustedes han tenido alguna vez un muerto pendiente. No alguien a quien matar, líbreme Dios, sino alguien a quien alguna vez se ha querido, a quien se tiene todavía en la memoria, y a quien se quiere sepultar en un lugar curioso, aseado y libre de pisotones. Mi amiga lo tenía, y era su padre. Eso fue el principio de todo.Imaginen lo que le ocurre a una cuando tiene a su padre en una fosa común durante diez años, sin un duro para ponerlo en nicho santo. Finalmente, llega el día en que unos ahorros le permiten a la chica darse el lujo de poner a su ancestro en tierra de señores, siquiera porque recuerda los tiempos en que el hombre la hacía cabalgar sobre sus rodillas, le cantaba canciones y le narraba cuentos de piratas.

Entonces mi amiga se va al cementerio de Carabanchel, porque le han dicho que allí le van a devolver lo que queda del padre para ponerlo en ataúd de pago.

A las ocho de la mañana llega la muchacha al camposanto, a las diez aparece el empleado. Mucho antes, se han congregado como cuarenta deudos de otros tantos cadáveres en similares condiciones.

Yo comprendo que les voy a amargar a ustedes al desayuno, pero hay cosas que ni siquiera a los muertos se les puede hacer. Por ejemplo, remover los huesos de hasta ciento cincuenta cadáveres, sacarlos y dejarlos a la fresca mientras uno se lía parsimoniosamente un pitillo. Por ejemplo, que te encuentres con que tu padre todavia no se ha disuelto lo bastante, y que te larguen un: "Pues no va a caber en el ataud, y ahí se queda". Y tener que pagar mil pelas para que le troceen los huesos al tamaño adecuado.

Sí, comprendo que les estoy jeringando a ustedes el desayuno, que el croissant se les está volviendo pelvis, que sienten el soplillo del mañana oreando la superficie del café con leche. Lo siento. Pero quiero decirles que a Carabanchel, que está aquí mismo, como casi todo lo que nos pasa, es mejor ir con una tupperwere para recoger lo que queda del deudo, llevártelo a casa y meterlo en la nevera, por lo menos hasta que mejoren los tiempos.

Por lo menos, hasta que muertos y vivos sean tratados con respeto.

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