No es un pecado original
El reciente y agresivo discurso del presidente Reagan ante el pleno del Congreso norteamericano fue pronunciado pocos meses antes de cumplirse el segundo centenario del nacimiento de Bolívar. Tal vez el presidente haya querido confirmar el célebre diagnóstico del Libertador, que en carta escrita poco antes de su muerte a Patricio Campbell señalaba que Estados Unidos "parece destinado por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad".La concepción que tiene Reagan sobre comunismo es cada vez más amplia y probablemente abarca desde las guerrillas hasta el Evangelio. Es de imaginarse lo halagados que han de sentirse los dirigentes soviéticos cuando el presidente incluye sin más trámite a Panamá y a México en la zona roja. Por otra parte, si bien es cierto, como dijo en su discurso, que "Texas se halla a la misma distancia de El Salvador que Massachusetts", no es menos cierto que la base norteamericana de Guantánamo se encuentra mucho más cerca de La Habana que de Washington D.C.
No descarto que la opinión internacional se haya conmovido ante los alardes savonarólicos del presidente, pero no porque éste los convenciera con sus pobres argumentos, sino por haber comprobado en qué manos yace el destino de la humanidad. Sólo le faltó proponer como solución ideal la bomba de neutrones, también llamada bomba limpia, penúltimo modelo del Pentágono, pulcro y barato como pocos, que no tiene el inconveniente de otros antiestéticos agentes de exterminio que, como en Vietnam, dejaban cuerpos mutilados, millones sangrientos, niños de carbón. La bomba de neutrones evita ese espectáculo deprimente, entre otras cosas, porque suprime a quienes podrían deprimirse. Los objetos, las construcciones, las grandes y frías estructuras metálicas quedarían despejados y limpios, tersos y silenciosos, sin humanos molestos y subversivos.
Neutrones sobre Nicaragua, por ejemplo, solucionarían corno por arte de magia las diferencias entre sandinistas y contras, entre el obispo Ovando y la iglesia popular, ya que sólo quedarían, vacías y sagradas, las iglesias. No obstante, es probable que la Casa Blanca haya descartado el argumento de la bomba profiláctica en razón de que a Nicaragua, tras el terremoto de 1972 y 40 años de plaga somocista, no le han quedado suficientes bienes materiales como para justificar un holocausto que deje intacto el sacrosanto real estate.
Abajo la desdicha
Cuando el presidente toca con pinzas el arduo tema de El Salvador (cinco millones de habitantes en 21.000 kilómetros cuadrados), no habla como sí lo hacía el asesinado monseñor Romero, para los dos millones de analfabetos, sino más bien para el 2%. de los terratenientes que en ese país poseen el 60%. de las tierras agrícolas privilegiadas; ni se dirige a sacerdotes progresistas (entre otras cosas, porque han sido perseguidos y deportados, o sencillamente asesinados, como en los casos de Barrera Moto, Rutilio Grande, Navarro Oviedo y Octavio Ortiz), sino a los sectores tan retrógrados como implacables que difundían viejas consignas de triste recordación: "Haga patria, mate un cura".
El poeta argentino Juan Gelman escribió estos dos versos impecables: "Los salvadoreños están hablando con la eternidad / suben al cielo y escriben abajo la desdicha". Una porción de esa desdicha reside en que gran parte de los salvadoreños no pueden todavía escribir ese lema en los acribillados muros de sus pueblos perdidos y encontrados. No pueden hacerlo, sencillamente, porque no saben escribir.
Tras el discurso presidencial, sólo resta una duda: si la Casa Blanca no entiende verdaderamente nada del acontecer centroamericano y caríbeflo, o si tan sólo simula no entender. Atribuir al comunismo o a la presión soviética la agitación revolucionaria de la región sólo vale como guiño farisaíco, como cúmplase para torturadores. Es innegable que la Unión Soviética se ve favorecida por el decidido apoyo norteamericano a todo lo que en América Central es símbolo de explotación, de represión, de masacre. Pero el principal enemigo de Estados Unidos en la zona no es otro que el propio Estados Unidos.
En el despiadado Informe de Santa Fe, los asesores del entonces candidato presidencial Ronald Reagan sostenían que "la distensión está muerta". Ojalá que el brutal diagnóstico no llegue jamás a confirmarse, pero en todo caso sería precisamente Reagan quien más habría contribuido, a inmolar la distensión, y por eso la gente, la sencilla y pobre gente que es carne de cañón y de misiles, sabe que cuando el fogoso orador ante el Congreso menciona palabras como Justicia, Libertad o Derechos Humanos, no se trata de nombres, sino de seudónimos.
De todas maneras, el presidente, que es tan religioso, sabe que la distensión puede resucitar al tercer día, ya que la paz es, como ha sido dicho, la única victoria posible contra la muerte. El autoritarismo invasor de Reagan no es ni siquiera un pecado oríginal. Viene de Blaine, de Monroe, de Theodore Roosevelt, de Harry Truman (hasta ahora, el único gobernante, a escala mundial, que asumió la triste responsabilidad histórica de arrojar bombas atómicas sobre poblaciones civiles e indefensas), del senador McCarthy y su caza de brujas.
Precisamente en su apasionante libro sobre el macartismo, Víctor Navasky menciona un testimonio del guionista Richard Collins: "Reagan quería incluir una escena que mostraba una madre comunista abofeteando a su hijo por haberlo sorprendido rezando. ¿Cómo podía pedirme una cosa así?" Después de todo, no es para asombrarse tanto, amigo Collins; cosas así las pide hoy el viejo actor ante el Congreso en pleno.
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