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Tribuna
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Los infiernos

A partir de ahora las películas pornográficas -porno duro- dejan de estar prohibidas. El decreto que se aprobó en el pasado Consejo de Ministros supone, según un portavoz oficial, "la desaparición de un tipo de censura". El legislador es, pues, un libertador. Pero, a la vez, el legislador tiene familia, ha estado en el extranjero, conoce de sobra las marranadas que se ven en las películas hard-core y, por encima de todo, tiene buen gusto. Es libertador, pero no ha perdido la cabeza. En coherencia con su liberalidad, el legislador tiene que rehuir el estigma de ser censor pero como persona educada no puede por menos que considerar esos espectáculos deplorables. ¿Qué hacer? La receta se encuentra en los Estados más avanzados, a los que se les supone dotados de una ciencia rigor incuestionables. ¿Qué se hace en Francia, en Estados Unidos? Pues eso. La arcaica censura se sustituye por la tolerancia: fórmula sutil en la que se empareja el dejar hacer junto al dejar claro qué se debe hacer. Así las salas porno y sus asistentes serán marcados. Quedarán circunscritos en locales restringidos, señalados con el signo X. Y los establecimientos serán gravados con una exacción de castigo. El discurso latente del legislador parece ser este: quien sea un abyecto, que lo pague. No se va a dar la tolerancia gratis.Por otro lado, este sentir queda explicado cuando se observa que el legislador habla al unísono de la exhibición de películas pornográficas y de las que son apología de la violencia. Buscadores de placer o de violencia. Lo mismo da. Los dos grupos se homologan ante sus ojos, que en ningún momento han perdido el contacto con el Apocalipsis.

Puede ser que aun con este talante el legislador llegue a ser acosado por una derecha que abomina de lo porno, con o sin salas. Puede ser. Pero parece impensable que esa diatriba prospere. La hipocresía del libertador es mucho más perfecta y vigorosa que la de su contrincante. Tiene a su favor el aura de la modernidad y no pierde, además, comparado con el censor inquisitorial, un adarme de solidez en su horror al sexo. En lo más alto, antes o ahora, una misma espada acendrada en la misma beatitud alza la misma amenaza contra el mismo infierno.

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