_
_
_
_
Daguerrotipos municipales.

Pasqual Maragall, con una vara

Manuel Vicent

A mitad del siglo pasado, un señor con patillas y cuello de piqué, natural de Sabadell, casado con una pubilla de Can Gorina de Matadepera, llegó a Barcelona con una idea textil en la cabeza. Aquel tipo no era tonto en absoluto. Se dedicó a instalar telares a domicilio para que las amas de casa, en sus horas libres tarareando sardanas, confeccionaran paños y lanas, que él pagaba religiosamente y después revendía a precio razonable. Esta industria le llenó el corazón y los bolsillos de tanta dicha que el señor de Sabadell, en plena racha, cubrió a su mujer, y ésta, en un rapto de inspiración, parió al poeta Joan Maragall, abuelo del alcalde de Barcelona. Por su parte, el poeta Joan Maragall fue un hombre rentista y sentimental, un burgués inteligente, de hábitos solariegos, que vivió en una torre con jardín romántico en el barrio de Sant Gervasi. En esa casa pairal pasó una vida apacible fabricando versos e hijos en gran abundancia, unido a una linda muchacha británico-andaluza, del negociado vinatero de Jerez, a la que el escultor Manolo Hugué reconoció sus méritos un día en que le invitaron a merendar.-Mis respetos, señora.

-¿Por qué?

-Tiene usted trece hijos, todos vivos y ninguno en la cárcel.

-Así es.

-La felicito sinceramente.

La memoria del abuelo poeta

Aquella torre con jardín trasero fue un nido de Maragalls, una factoría de MaragalIs. Con trece descendientes había para todo. Unos han alcanzado la santidad, otros han sido escultores, o pintores, o propietarios de galerías de arte, o locos benditos, o simples contribuyentes anónimos, que se han diseminado hasta abastecer la ciudad. El menor de esa primera tacada de Maragalls se llama Jordi y ahora es senador. En su juventud este hombre iba para filósofo y parece que la cosa marchaba bien, pero de pronto la paz de Franco le cayó encima y tuvo que cambiar las teorías de Hegel por la venta de productos de farmacia. Se había casado antes de la guerra con una señorita alicantina, de nombre Basi Mira, educada en el ambiente de la Institución Libre de Enseñanza, bajo la barba de Giner de los Ríos. Siguiendo la tradición de fertilidad, según la patente acreditada, Jordi le hizo ocho hijos, uno detrás de otro, sin parar, mientras el fascismo escupía metralla por el colmillo, de modo que el filósofo frustrado se vio obligado a correr mercaderías de laboratorio para llenar las bocas de alrededor, y en medio del nublado de derechas incluso consiguió que su larga prole fuera educada con un perfume de minoría selecta, con una tonalidad liberal, marca de la casa. El tercero de esta nueva oleada de Maragalls fue un niño gordito, de hocico inflamado y ojitos de chino, que vino al mundo en enero de 1941. Desde entonces atiende por Pasqual y hoy es alcalde de Barcelona.

Pasqual Maragall nació también en aquella torre con jardín romántico del barrio de Sant Gervasi, y sus primeros recuerdos de infancia están varados en esa arboleda derruida, en unos salones destartalados donde planeaba la memoria del abuelo poeta. Su familia era realmente un revuelto de Maragalls muy difícil de distinguir, y este hombre conserva de su niñez la sensación de una multitud que entraba y salía por las puertas de aquella casa, tíos, primos, amigos de los padres, novias de los hermanos, compañeros de las hijas, sobrinos en pañales, jóvenes en traje de boda, viejos conocidos, siluetas de antaño, nuevos allegados y otra gente que estaba allí en tránsito. Por los pasillos, en los rincones de las salas, en el hueco de la chimenea se multiplicaban los vástagos cada día. Entre aquel gentío de Maragalls uno tenía que hacer algo muy gordo para sacar cabeza sin necesidad de que le reconocieran sólo por el hierro marcado en la paletilla.

-¿Y tú quién eres?

-El tercero del Jordi.

-¿Y quién es el Jordi?

-El último del abuelo Joan.

-Entonces, si no me equivoco, tú eres el Paqual.

-Creo que sí. No estoy seguro.

Jugaba a las canicas con Roca

El niño fue inscrito en el colegio Virtelia, una institución católica, seglar y catalanista, donde comenzó a jugar a las canicas con Miguel Roca, Ricardo Bofill y Xavier Rubert de Ventós, camaradas de adolescencia. Allí también estaba Jordi Pujol, que ya había echado plumones, y mosén Llumá, un cura con labia, que envolvió a los muchachos en una espiritualidad monserratina. Su oratoria sagrada ha creado escuela en algunos políticos catalanes y hoy muchos parlamentarios de la tierra hablan como él, con ese murmullo de plegaria lleno de pespuntes secos. En aquel tiempo de posguerra el nacionalismo visible sólo era una cuestión de pa amb tomaca y cacería de setas en los bosques del Ampurdán, siempre que la descubierta fuera acompañada por un salvoconducto de la Guardia Civil. Pero la gente fina de ese país, agnóstica o creyente, subía periódicamente a Montserrat para cantar una salve a la Virgen. Era consciente de que los monjes guardaban allí el tarro de las esencias, y entre las familias selectas el lujo consistía en colocar a un hijo en la escolanía de la montaña. Para eso, además de catalán con cuatro vacunas, había que tener voz de ángel. Pasqual Maragall, por lo visto, no la tenía, de modo que se conformó con ser sólo boy scout, aunque al servicio de la Virgen, bajo el mando de Jordi Pujol. Hay que imaginarse a esta pareja. Pasqual iba investido con los arreos del caso: camisa caqui, botas de explorador, pañuelo anudado en el esternón de héroe y sombrero de policía canadiense. Jordi Pujol lucía el mismo uniforme, pero con piernas peludas por la segunda pubertad. Era una mezcla de alpinismo y devoción mariana, una forma de alcanzar la santidad catalana por medio de marchas, acampadas, escaladas, salvamentos, escoltas, soplando la armónica en lo alto de una breña. Jordi Pujol le decía:

-Hay que llegar a la cumbre.

-A tus órdenes, camarada.

-Allá arriba un gran destino nos espera.

-¿Debo llevar cantimplora?

-Cantimplora y un cirio.

Una generación de chicos catalanes de familia liberal, que luego han sido marxistas, se formó en el dinamismo religioso de estas excursiones, en las que descubrieron el paisaje y comenzaron a amar a su tierra. Buscaban champiñones, cantaban el Virolai, bailaban sardanas, y una mística territorial, cuyo rescoldo era alimentado por el abad mitrado en la montaña sagrada, suplía la falta de libertad. Pasqual Maragall pasó el bachillerato subiendo y bajando por el sendero mariano. Por lo demás, era un tipo listo, cabizbajo e irónico, que jugaba al pimpón, y lentamente su perfil cogió esa densidad de moflete con la nariz pellizcada y el ojo rasgado dentro de unas bolsas carnosas.

La moda de la 'guache divine'

Pasqual Maragall comenzó a estudiar Derecho y Economía cuando la Universidad estaba en un buen punto de ebullición política para que se, cociera la conciencia de una juventud alimentada con las primeras salchichas de Franfurt de los años sesenta. En aquel tiempo se llevaba el diseño progresista con tabardo reversible, pero en los circuitos culturales de Barcelona saltó la moda de la gauche divine. Cualquier joven ilustrado del momento tenía dos opciones: ponerse una bufanda roja hasta el calcañar y soltar intelectualidades en los tabernáculos de la calle Tuset o colaborar en la revista El Ciervo; jugar al cambio de parejas sobre un almohadón en el suelo de un apartamento de la Costa Brava diseñado por Bofill o asistir a las conferencias sobre marxismo cristiano que ya impartía Alfonso Comín; dormir la primera mona de un whisky de importación con la cabeza apoyada en cinco tomos de Seix Barral o asistir simplemente a clase y volcar alguna vez un cubo de basura en señal de protesta. Aunque por fuera Pasqual Maragall tiene el envase de un progre de molde, este hombre en su época no perteneció a la izquierda divina. Su pequeño mundo era otro. Estaba rodeado de amigos que eran hijos de amigos de sus padres, y con ellos, según parece, pasaba las tardes discutiendo problemas trascendentales en una habitación con dos literas en la casa familiar bajo la niebla de los cigarrillos iluminada por el flexo. Xavier Rubert de Ventós, Narcís Serra, Urenda, Jaume Lorés, Quico Vila, Bailarín, Diana Garrigosa formaban un grupo, y ellos se casaban con ellas, con las hermanas del otro, y en medio del cotarro, la barba de Lanza del Vasto, con su espiritualidad marxista y macrobiótica, imponía la paz. Así iban las cosas cuando en la Universidad había bofetadas todos los días y uno no era nadie si no tenía una multicopista debajo del colchón, si no iba por el claustro de la facultad con el pecho acorazado con unos panfletos antibala. De pronto, en medio de una reunión de tasca, al pie de un vaso de vino y un mondadientes con boquerón en vinagre, alguien gritaba:

-¿Sabéis qué os digo?

-Qué.

-Hay que hacer algo.

-Eso es.

-Hay que apuntarse al FOC.

En el año 1959 el Frente Obrero de Cataluña era un movimiento clandestino que aglutinó un conglomerado de estudiantes y trabajadores con ideas socialistas. Pasqual Maragall estuvo en ese corredor de la alcantarilla y en la conspiración cumplió con todos los ritos: pasó por el cuartelillo, firmó manifiestos, cantó la Santa Espina en el palau, fue de comité en comité y, llegado el momento, cuando las redadas se hicieron muy tupidas, se vio obligado a buscar refugio seguro. ¿Saben ustedes dónde halló cuartel? No se necesita ser muy listo para adivinarlo. Bajo la capa pluvial de José María Escarré, abab mitrado de Montserrat. No en vano Pasqual Maragall había sido boy scout de la Virgen. Allí estaba como en casa.

-No temas, hijo. Los guardias no vendrán aquí.

-No los conoce, monseñor. Tienen mucho morro.

-Si vienen, atacaremos.

-¿Con qué?

-Con una lluvia de incunables...

En el jardín de los monjes

Mientras duró la caza en las alcantarillas de Barcelona y todo el mundo se ponía a cubierto, Pasqual Maragall pasó una temporada en el jardín de los monjes cortando rosas y leyendo cosas de economía. Un día puso el sombrero en la punta de un palo, lo sacó por encima de la tapia y al comprobar que nadie disparaba abandonó la madriguera y se fue tan campante a participar en la fundación de Convergencia Socialista de Cataluña, cuando fuera del monasterio corría el año 1970 y el franquismo estaba a punto de entrar en agujas. Pasqual Maragall era un tipo serio, hablaba rumiando las palabras, lucía unos ojos somnolientos, con una sonrisa de medio lado bajo el bigote diseñado por un potrero de Yucatán. El resto de la biografía política y académica de este muchacho sigue la pauta de cualquier ente con sed de porvenir, que haría relamer de gusto a un empresario de los tiempos de la famosa expansión. Un doctorado en Ciencias Económicas, una beca para hacer pinitos en París, una licenciatura en el New School de Nueva York, un título de master, unos meses de profesor en la universidad John Hopkins de Baltimore y todas las cartulinas que se precisen para decorar un despacho forrado de caoba. Pero Pasqual Maragall tenía la política instalada en el entrecejo. En 1976 ganó por oposición la plaza de funcionario técnico en el Gabinete de Programación del Ayuntamiento de Barcelona y desde entonces se mantuvo de segundo, a la sombra de Narcís Serra, ese señor de barba y manos blandas posadas en la tripita, que ahora gobierna asuntos de cañones en Madrid. Pasqual Maragall es un corredor de fondo, uno de esos que levanta el trasero del sillín en la última vuelta del velódromo. Se le puede imaginar todavía con zamarra progresista y vaqueros esmerilados estilo un joven como los demás, pero uno adivina bajo ese ronroneo del habla, detrás de su risita de conejo irónico que enturbia su mirada de chinito cuando te cala, una dureza de ejecutivo con chaqueta de dos aberturas y pasador de corbata. Camina ligeramente escorado por los salones del ayuntamiento, en la penumbra de óleos y artesonados, sorteando poltronas, alfombras, esculturas de diosas frutales; le sigue una corte de ujieres y secretarios y él adopta ademanes tajantes como si estuviera mandando desde hace un siglo. Esta es una brillante raza de cuarentones que ha tomado el poder con una dentellada de jabato.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_